Son vitales los encuentros
cuando nada es lo que habita

Sólo queda preguntarse si es mejor
apagarse…

NeoclásicoSr. Presidente.

 

Corría la primera década del milenio; Venezuela se ceñía –como hoy nuevamente– al GMT -4. Maracaibo celebraba el arte anualmente en las calles del tradicional barrio de Santa Lucía y también en la amplia terraza que sirve de antesala al Maczul. Se llamaba Arte Unido y, por una noche, permitía que todo ocurriera en el Museo. La juventud desparramada sobre el concreto y la grama, mirando arte, haciendo arte, imaginando arte. Abundaba la brisa, las almas y el albor. Heberto Añez Novoa era un sospechoso habitual.

 

Esta es la narración de un encuentro reciente, que ocurrió bajo el influjo alegre de la sorpresa: la rareza de hallarnos, jóvenes, aún aquí. Ahora le conocen en otras latitudes como Sr. Presidente. Músico y artista visual, Heberto vive y crea en su ciudad: Maracaibo. La ama, y por años ha alimentado el soundtrack de sus noches de brisa lacustre y rock: primero con TLX y, desde 2011, con su alter ego Presidente. Como buena parte de los músicos jóvenes venezolanos, reconoce que tendría más sentido trabajar en un país donde esta industria esté más desarrollada, pero sigue aquí, resistiéndose. A pesar de la fuga, logra rodearse una y otra vez de gente talentosa, y producir. Ilustre ventanal de estrategias, su octava producción discográfica presidencial, salió a finales de 2015 –metafísicamente a través de su disquera digital Entorno Doméstico y físicamente a través del sello mexicano Intolerancia Records.

 

Hallándome en su ciudad –que es también la mía– le propuse vernos para visitar un espacio que, desde su nacimiento, con altas y bajas, ha sabido albergar y agitar la vida cultural de Maracaibo: el Museo de Arte Contemporáneo del Zulia, Maczul.

 

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Día 1. (o ¿cuánto tiempo tengo que esperar?)*

 

Habíamos acordado encontrarnos en el museo a las dos de la tarde. A pesar de la brisa, el calor era intenso. Tenía algunos años sin ir y aproveché la espera para husmear en las estructuras instaladas en los bordes de la antesala techada: una especie de chiringuito con mesas y sillas hechas de tablones de madera, sin otro rastro humano que las cintas de «no pase» que las rodeaban. El personal me informó que se trataba de un café que aún no está en funcionamiento, pero que es uno de los proyectos de la nueva gerencia del museo para hacerlo más habitable.

 

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Recorro las visuales: al otro lado de la Av. Universidad, la estructura inacabada del Aula Magna de la Universidad del Zulia (LUZ), una promesa misteriosa más antigua que el propio Maczul. Un poco más allá, en el mosaico terroso y verde de la ciudad, se alza el nuevo rectorado de la Universidad: un edificio imponente y multicolor de proporciones colosales. De vuelta en mi baranda, alzo la vista… A juzgar por su estado de corrosión y haciendo un acucioso ejercicio de memoria, concluyo que el techo de la entrada debe tener al menos diez años sin recibir restauración.

 

El Maczul es un especimen raro, atípico dentro de la fauna museística del país: no pertenece a la Fundación de Museos Nacionales, aunque tampoco es ajeno a ella; sus 13.000 m² yacen en 3,6 hectáreas de terrenos de la Universidad del Zulia, pero ha logrado escapar de la crisis universitaria. Fue inaugurado en 1998 gracias al esfuerzo conjunto de LUZ, el gobierno nacional, el gobierno regional, el gobierno local y el sector privado. Uno podría inferir que es su origen mestizo lo que lo resguarda.

 

 

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Cuando Heberto llegó, a las tres de la tarde en punto, cerraban las puertas del Museo. Acá debo explicar dos asuntos importantes acerca de la realidad del contexto: Lo primero es decir que el Maczul es de difícil acceso en el caótico sistema de transporte público de la ciudad y que Maracaibo tiene gravísimos problemas para la movilización particular: hallar un taxi resulta una labor que puede fácilmente tomar más de una hora. Lo segundo lo informaron trabajadores de la institución: el sistema de aires acondicionados del Museo estaba dañado desde hacía algunos meses** y estaban trabajando en horario reducido, de 10:00 a.m. a 3:00 p.m. Nos sentamos entonces en el café inacabado a reorganizarnos.

 

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Reprogramamos la visita para el día siguiente y decidimos refrescar la tarde con unas cervezas heladas en un bohío frente al Lago de Maracaibo. Desde la mesa se oía el vaivén y veíamos el horizonte llano, enmarcado a la izquierda por la Plaza del Buen Maestro y a la derecha por los patios costeros de El Milagro. “Es lo más parecido que se puede encontrar en Maracaibo a los lugares que quedan a orillas del río Limón –dijo para animarnos–. Cuando estudiábamos en la universidad, Agustín [Rincón] y yo íbamos todo el tiempo [a esos restaurantes]: agarrábamos el bus de El Moján en la salida de Maicaíto y nos íbamos a tomar cervezas a cinco bolívares cuando aquí costaban doce”. Hablamos un rato de la universidad y de los amigos, de su paso por la Facultad Experimental de Arte de LUZ. Trazamos, sin querer, un breve mapa de la diáspora. Recorrimos también, verbalmente, la Maracaibo de Calle Vieja, Ganja Alegría, Rollertec y Pony Park.

 

Pasamos la tarde conversando. Hablamos de TLX y su permanencia en el tiempo. Aunque con otras dinámicas, es un proyecto musical que sigue existiendo, “porque Roberto [Jiménez] está más enfermamente enamorado de Maracaibo que yo”, me dijo. También contó que desde hace algún tiempo trabaja con el ex integrante de Guaco Ronald Borjas, en su proyecto solista. “Es un ambiente sumamente estimulante, rodeado de gente talentosísima. De hecho, ahí hay varios ex guacos y algunos se entusiasmaron con lo que les mostré de Sr. Presidente y quieren empezar a tocar conmigo”. Había logrado armar una banda de siete personas, pero, uno a uno, por distintas circunstancias, fueron yéndose del país. En cuestión de meses volvió a ser el proyecto de un solo hombre.

 

Ahora está reagrupándose, armando de nuevo su banda. “Idealmente, me encantaría una banda de unos 12 integrantes: dos baterías, dos teclados, un par de guitarras, bajo, voces, beats, tal vez trompeta…”. También tiene proyectos de conciertos en espacios públicos, que aún no han encontrado financiamiento. “Amaría tocar en esa especie de tarima que está debajo del mirador del Parque La Marina –me dijo–, pero con los litigios que ha habido entre la alcaldía y la gobernación para saber quién lo restauraba y que luego ambos se desentendieron de eso, no ha habido quien se interese de verdad por hacer un evento de ese estilo”.

 

Día 2. (o la pregunta escondida)

 

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El Maczul es un auténtico museo tropical. Sus pasillos y espacios abiertos albergan verdor que estalla en los ojos cuando lo ilumina el sol; los deja encandilados, limpios, prestos para recibir –y también obviar– lo que el Museo ofrece –y a veces carece– en sus salas.

 

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La Sala 1 estaba cerrada al público, pues en ella rodaban un cortometraje. La actual dirección del Museo, a cargo de la artista y profesora Lourdes Peñaranda, está apostando a llenar de vida a la institución: sea con actividades y talleres de arte, como con iniciativas particulares. Ahora las áreas del Maczul se alquilan para eventos tan diversos como congresos, quinceaños o bodas… “¡No escatiman! –dice Heberto entre risas–. Casarse en el Maczul me parece una completa locura… Pero me parece más desquiciado todavía que, vos de repente metéis aquí un proyecto de arte y te dicen ‘verga, no, no se puede’ (risas)”. La sala alojaba la muestra Error de sistema, del artista cubano Wilfredo Prieto, producto del programa de residencias artísticas del Museo.

 

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En la Sala Lateral se exhibía Ética estocástica expandida, de Ernesto Montiel, curada por Lourdes Peñaranda. Desplegados en el piso y las paredes había dibujos, retículas y distintas estructuras tridimensionales cuyas formas y volúmenes habían sido determinados por el azar. También había hojas con cálculos y anotaciones que acompañaban cada ejercicio. Comentamos cuánto nos alegraba ver allí el trabajo de un artista novel, –aunque varios años mayor– de nuestra generación. “Él dice que los colores resultantes no le agradaron”, me dijo. “¿Entonces por qué los usó?”, pregunté. Me explicó que se trataba de un ejercicio de alejarse del control, implementando un riguroso sistema artificial y azarosamente codificado que produce resultados, curiosamente, bastante orgánicos. “Casualmente fui a visitar a Ernesto en noviembre [de 2015], una semana antes de que se fuera del país, y precisamente estaba trabajando en una de estas obras y me mostró el sistema. No sabía que era para una exhibición aquí”, me contó.

 

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El espacio breve de la sala fue suficiente para hacer aparecer las primeras gotas de sudor.

 

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La Sala 2 es amplia, de dos niveles y, en ese momento, solo para nosotros. «Alter-ego. Lecturas del retrato | Colección Mercantil», leemos en la pared. Ángela Bonadies, Manuel Cabré, Juan Calzadilla, Amalia Caputo, Marisol Escobar, Antonio Herrera-Toro, Suwon Lee, Arturo Michelena, Luis Molina-Pantin, Francisco Narváez, Alejandro Otero, Claudio Perna, Jorge Pizzani, Héctor Poleo, Armando Reverón, Luis Salazar… Son algunos nombres que nos asaltan y anticipan el banquete sensible que estamos por disfrutar.

 

Iniciamos el recorrido por la sección Iconos del poder. Pinturas, bocetos, grabados… una sucesión de representaciones atípicas de próceres. Un retrato de 1822 nos presenta a un Bolívar desconocido: flaco, con destellos de locura en la mirada. La imagen de un billete israelí con la cara de Einstein y un átomo estampados, fotografiado por Molina-Pantin, nos hace pensar la frontera entre lo real y lo ficcionado y da paso a la pregunta por el fetiche heroico venezolano: “¿Hasta cuándo (des)gastamos los mismos referentes? ¿Cuándo vamos a tener un billete con la cara de Jacinto Convit, con Cabré o Reverón? De verdad, son más 200 años, ¿hasta cuándo la sobreexposición de Bolívar?”, inquiere.

 

Avanzamos hacia retratos de gran belleza y romanticismo. No damos crédito a la hermosura de las piezas. Pasamos ratos en silencio, incapaces de romper la conmoción.

 

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(Izq.) Amalia Caputo, Masculino y Femenino. (Der.) Dibujos de Alejandro Otero.

Dos retratos inmensos de extranjeros nos paralizan e invitan a escudriñar: «4. Saddam Hussein» –leemos en un cuadro de las mismas proporciones colgado junto a la foto y seguidamente lo ubicamos–. «5. Indira Gandhi» –leemos–, «3. Disco de La Sonora Matancera», «11. Fragmento de La familia de Carlos IV de Goya», «1. Sirio», «2. Siria», «16. Dibujo publicitario del Banco Consolidado». Se trata de los Inventarios de Ángela Bonadies. “¿Vos alguna vez habéis hecho algún inventario de tu cuarto?” –me animo a preguntarle–. “No a este nivel, pero todo el tiempo estoy en eso, porque soy medio obsesivo. Sé todo lo que tengo, pero no he llegado a este nivel… ¡aunque provoca mucho!”, confiesa entre risas.

 

Vemos una fabulosa Cabeza de negra de Narváez. Vemos una pieza de instalación de Luis Salazar. Buscamos a Waldo en un dibujo de Carlos Julio Molina. Vemos obras cuyos materiales y técnicas jugamos a adivinar en vista de la omisión informativa en las fichas de la sala. “Me encanta Manuel Cabré”, me dice frente a un pequeño cuadro que clasificamos como grafito. Me cuenta que tiene “algunas cosas pequeñitas de Cabré y de arte venezolano del siglo XX” y pienso que se trata de auténticas piezas pequeñas. Entre risas me aclara que se trata de una colección de libros: “Yo colecciono muchas cosas, pero Cabrés no”. Me habla entonces de su colección de casi 300 discos de vinilo que ha acumulado desde los nueve años. De ahí en adelante, no ha parado de coleccionar cosas.

 

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Francisco Narváez. Cabeza de negra (1937).
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Luis Salazar. De la instalación Cultura muerta (2003) (Detalle).

Luego vemos algunos retratos de Reverón y fotos de éste hechas por Victoriano de los Ríos. Heberto se emociona y me anuncia que es su favorito. “Este coño es el mago –me dice–. Su nivel de misterio para mí es mayor. Por eso siempre pongo en duda la hipótesis de su locura total: lo relaciono más con un tema teatral, desde un lugar mucho más puro… ¡Tenía demasiado caricanteado cómo trabajar con la luz!”.

 

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Salimos a la intensa claridad del post merídiem marabino deslumbrados, felices, absolutamente sudados. Nos costó identificar de qué se trataba la muestra que ocupaba la Sala 3. En la timidez lumínica fuimos atisbando piezas que nos hablaban desde la fotografía y el video. Al final conocimos que se trataba de las obras resultantes del taller Prácticas vs. Teoréticas: El “cuerpo-en-vida”. La representación en conflicto, coordinado por Lorena González.

 

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Las salas del Museo se conectan casi como pasadizos y, sin darnos cuenta, caímos en otra sala. En un recuadro, a modo de anuncio de prensa, leemos: «Para mi esposa, con toda la sensibilidad que me da el gran amor que te tengo». Lo amamos. El sentido del humor es –pareciera– también un rasgo generacional. Ubicamos el rótulo y leemos: «SALA 5 | Patrimonio nacional: Melodrama y poder | Conrado Pittari Volcán». Hay pinturas que copian fotogramas de telenovelas reproducidas en YouTube en baja resolución, en el momento justo del error de los píxeles; un “dropping”. El error digital reproducido a la perfección por el pulso humano. En la Sala Audiovisual se reproduce en loop una escena dramática protagonizada por Amanda Gutiérrez y Carlos Olivier, sobre la que suena el audio de una lectura dramatizada. Lupita Ferrer, Jean Carlos Simancas y Nohely Arteaga son otros de los rostros que reconocemos e identificamos como iconos de una época-país. “Los millenials no entienden la telenovela como referente cultural del mismo modo que nuestra generación”, comentamos.

 

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«11º Salón Regional de Jóvenes Artistas», leemos con un suspiro. “¡Dios mío, estoy viejito!” –exclama–. Entramos sabiendo que será polémico; siempre lo es. La primera obra que observamos había recibido una mención de honor. «Pieza sonora y esferas de vidrio intervenidas con materiales diversos» –leemos–. Silencio. “¡O sea, metras!” –decimos al tiempo que confesamos no entender el concepto de esta pieza conceptual–. Nos entusiasma una mesa de madera desvencijada en cuyo tope habían tallado el mapa de Venezuela y por debajo una frase que se leía desde un espejo ubicado en el piso. Nos divertimos dividiendo las obras entre “la tendría en mi casa” y “no la tendría en mi casa”. Nos preguntamos qué cosas tuvo que contemplar el jurado de selección para acabar admitiendo tantas piezas que convocan el uso franco de adjetivos como “horroroso”, “repetido” y “forzado”.

 

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Con algunas excepciones, resulta raro para un par de antiguos asiduos no reconocer los nombres participantes. Recordamos que desde hace un par de años el Salón –que tradicionalmente había sido muy riguroso con la procedencia de los aplicantes a fin de mantenerlo regional– abrió el espectro de su convocatoria a artistas jóvenes de todo el país. No sabemos las razones, pero nos inclinamos por dos: a) para ser más incluyentes, o b) para palear las consecuencias del éxodo de jóvenes artistas zulianos. Nos movemos en la más pura especulación. Lo que sí sabemos con certeza es que ahora entregan un primer premio regional y otro nacional.

 

El primer premio nacional nos decepciona. Es un cuadro pequeño y blanco que tiene en el centro una diminuta bandera venezolana. El primer premio regional está al subir la rampa, en el nivel superior. Es un retrato de Bolívar hecho con pedacitos de papel de Coca-Cola. No logramos identificar las demás obras galardonadas. Heberto me confiesa que, aunque hace rato que no expone, sigue haciendo arte: “Toda la vida, nunca he parado y no creo que pueda, es parte de lo que hago… pero yo dejé de enviar a salones…”. “Yo también”, confieso. Compartimos infidencias que quedan off the record.

 

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Entramos a una pequeña sala y, por un instante, creo que estamos ante la pieza más compleja de la muestra: una instalación con elementos diversos y mensajes en tiza superpuestos; pero Heberto me aclara que no soy la primera en confundir este espacio lúdico sin identificación. La sensación térmica en el cuarto tiene al menos dos grados más que el resto de la de-por-sí tibia sala, así que salimos cuanto antes de allí.

 

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Recorremos nuevamente la sala en dirección a la salida. Un guardasala nos escolta anunciándonos que son casi las tres de la tarde y el Museo va a cerrar. Una última mirada al conjunto reitera el sinsabor que nos deja ese retrato del arte joven –banalmente político y aburrido–, legitimado una vez más por las instituciones nacionales del arte.

 

Salimos cargados de una sensación extraña. “Estamos en un momento en que los jóvenes artistas están muy perezosos… y creo que es un síntoma”, me comenta. Adivino en su expresión la pregunta que también yo llevo rato haciéndome: «¿Dónde está nuestra generación?», pero no la digo. “Hay que volver” –me dice recostado en la baranda mientras esperamos el taxi–. Mientras seamos jóvenes, hay que volver…”.

 

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* Del tema Ilustre ventanal de estrategias de Sr. Presidente.

** A la fecha de publicación de este texto, el Maczul ha conseguido reunir fondos para reparar el 50% del sistema de aires acondicionados y sigue en campaña de recaudación.

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