La idea parte de la obra, o de la suposición de que la obra de arte mueve cosas en el interior. Pero como no cualquier obra produce algo en cualquier persona, es preciso indagar, tantear, exponer el ojo y el cuerpo, someterse a la experiencia sensible y también al azar. Las probabilidades se reparten iguales entre obras que hacen hablar y otras que hacen callar.
La serenidad de los museos configura un espacio suficientemente holgado para explorar un algo que está por pasar; pero los museos venezolanos y sus colecciones permanentes se han ido tornando en un misterio opaco, que ha venido siendo sustituido por pequeños circuitos de galerías como espacios predilectos para el consumo y la contemplación del arte. Sin embargo ocurre que es difícil separar las galerías de su dinámica particular de mundillo, de visita social. Una sala de museo permite el aire y, recorrerlas, recoger un eco de lo que las obras producen en mi acompañante y en mí. Airear la sala es, entonces, una curaduría de acompañantes que apunta a vislumbrar e indagar en eso que conmociona: el arte.
Decidí iniciar mi exploración en el Museo de Arte Contemporáneo en compañía de Igor Barreto, poeta, profesor y, hasta hace algunos años, servidor público en el intrincado mundo de los museos. Apenas configurada la dupla, empecé a recorrer imaginariamente la Suite Vollard de Picasso —quizás la sala más emblemática del Museo por tratarse de la única colección completa en Latinoamérica de los cien grabados producidos entre 1930 y 1937 que hablan del amor, la ruptura y la guerra. Me proyecté conversando con Igor del proceso de creación del artista y del poeta, de los trazos y el balbuceo, del boceto, del grabado como analogía pictórica del poema y de la fuerza —física y mental— que requiere producir lo sublime.
Cuando nos encontramos en la librería, Igor ya pagaba los libros; espiarlo husmear los estantes quedaba como excusa para una próxima ocasión. Pronto estuvimos sentados en la camioneta verde que maneja y avanzando hacia Bellas Artes.
En la autopista, en vez de la radio, Igor enciende la transmisión de la historia de sus 17 años como servidor público en los museos: la Galería de Arte Nacional, el Museo Jacobo Borges y el extinto Museo de la Fotografía aún le mueven las fibras. Con las ventanas abajo, comienza a hablarme de su separación de los museos y de cómo los ha visto transitar hacia la decadencia. Sus palabras deben esquivar las motos que pasan veloces, al ras de los costados. “¡A mí no me botaron de vaina!”, dice y procede a contar la historia de sus últimos tiempos en la administración pública.
“Había una amenaza y un acoso; me vigilaban. Luego me quitaron todas mis responsabilidades como editor y me recluyeron en una esquina, a escribir cartas de agradecimiento. Entonces empecé a usar el tiempo para escribir, para hablar de un funcionario que está en una oficina, en una soledad inútil, alienante, y decide irse a los Himalayas a través de Google Earth… Así salió Annapurna. Hice un gran esfuerzo espiritual por hacer la experiencia iluminadora, verla desde otro ángulo, para sobrevivir”.
Llegamos y, en la luz tenue de la primera sala, se oye un sonoro “¡Señor Igor!”. Una silueta femenina provista de una libreta se acerca y estoy segura de que se trata de una fan del poeta, pero la certeza me dura lo que dura el encuentro. Se trata de una antigua compañera de trabajo de los años de museo, recién trasladada a la institución.
Más allá de las escaleras de caracol se encuentra una sala gigante con dos únicos cuadros de 61 por 73,5 centímetros: original y copia de la Odalisca con pantalón rojo de Matisse, recientemente regresada al museo luego de años de misterio y peregrinación. Igor menciona que le parece una obra muy emblemática, no tanto del museo sino de su proceso de deterioro interno. Me cuenta lo que sabe y lo que elucubra acerca de la desaparición. Teniendo las dos piezas, una al lado de la otra, la copia hace gala de su basta y vulgar factura. Nos impresiona que alguien, especialmente personal del museo, pudiera haber pensado por un minuto que se trataba de la original. Nos acercamos a una pared rotulada con una “crónica breve de la sustracción y repatriación de la pintura original” de la Odalisca y leemos con horror que la copia permaneció tres años —de 1999 a 2002— exhibida sin que nadie sospechara de su veracidad. Igor reparte su indignación entre la historia de ineptitud que leemos y el hecho de que tilden de crónica a un texto que no lleva firma.
Un guardasala nos invita a entrar al cuarto donde proyectan un video en loop de todas las obvias diferencias entre la obra original y la copia, pero nos parece redundante. «La propuesta museográfica se centra en un análisis comparativo entre la pieza original y la copia», leemos. Una sala completa para celebrar la ineptitud e indolencia de la misma institución que pretende llamar la atención sobre el tráfico ilícito de bienes culturales.
Seguimos a la Sala 3, donde se exhiben piezas de la colección permanente: un Picasso de marco plateado que abarca la mitad de la pared hace que salga un suspiro y que Igor empiece a hablarme de Sofía Ímber. “Sofía quizás no sea la gran teórica del arte en este país, pero sin duda alguna es una mujer con un ojo de coleccionista privilegiado, que supo comprar obras en un momento donde nadie sabía qué comprar y tenía los contactos para hacerlo”. Avanzamos por piezas de Henry Moore, Auguste Herbin, Mondrian, Alejandro Otero, Fernand Léger y Reverón. En la ficha leemos «temple, óleo y carboncillo sobre tela» y me pregunto si en algún museo se ficharán obras de Reverón como «excremento sobre tela», pero le ahorro la escatología a Igor.


En la Sala 6 nos recibe un Gego flotando en luz blanca. “Gego para mí es muy importante”, me cuenta, “porque recuerdo períodos de mi vida que no eran muy florecientes económicamente y la diversión de los domingos era ir con mis tres hijas a la Galería de Arte Nacional a ver una obra de Gego que estaba instalada, que era una especie de pasillo constelado donde se desplegaban esa suerte de mapas astrales que a veces simulan sus obras y que les dan un sentido cósmico muy marcado”.
Calder, Pierre Adechinsky, Zapata, Georges Braque, Miró, Jacobo Borges y Jean Dubuffet son vecinos que padecen el castigo de la iluminación de la sala. A través de los vidrios de las lámparas logramos vislumbrar bombillos incandescentes de bajo consumo energético. Nos despide una obra de Nicky de Saint Phalle fechada 1963-1992 y caemos en cuenta de que es la pieza más reciente que hemos visto hasta ese punto. Se asoma una pregunta por la contemporaneidad propuesta por el Museo y por el estado de las adquisiciones en la Fundación Museos Nacionales.
Avanzamos siguiendo un hilo musical que nos dirige a la Sala 7. Miramos la muestra de Soonik, La ausencia del ego, en silencio.
Las salas 8 y 9 quedan escaleras abajo y exhiben únicamente piezas de videoarte. Allí vemos las obras más recientes de todo el museo: Javier Téllez 1998-1999, Nan González 2003-2005, —préstamos de otros museos en comodato a la institución—, y una pieza de Alexandra Meijer-Werner y Kristin Childs Burke de 2001 —la única adquisición propia del siglo XXI en exhibición.
Avanzamos ansiosos anticipando el gran final. La Suite Vollard está bajo nuestros pies. Diviso la escalinata al fondo y me niego a hacer sentido del cartel frente al acceso. Nuestros pasos alertan a un guardasala solitario y somnoliento que nos advierte que esa sala está cerrada por montaje. Desconcertados, descolocada, pregunto si acaso la habían sacado en préstamo, si la volvían a montar o qué. Le apunto que se trata de una exhibición permanente y entonces intenta buscar una explicación plausible, pero no la halla y acaba confesándonos que no sabe qué hacen allá abajo, pero que algo están haciendo, que hay gente trabajando allí, que tal vez limpian los cuadros.
Desilusionados, optamos por el consuelo de algo sabroso en el café del museo, pero otro funcionario nos advierte que también eso está cerrado.
Para alegrarnos, Igor propone almorzar en uno de sus lugares habituales y acabamos en una mesa de merendero italiano en alguna transversal de Altamira. Allí me cuenta de sus años de estudiante de teoría del cine y del teatro en Bucarest y de los trabajos veraniegos para conocer Europa; de cómo la pérdida de unos papeles le había impedido regresar a hacer un doctorado y, para consolarse, se había inscrito en el taller Calicanto y había comenzado a escribir poesía.