¿Cómo se hurga en la cabeza de un investigador que tiene como herramienta de profundización el diálogo sostenido? En conocimiento de su experticia y como quien lanza unos pocos puntos para que rueden solos por la línea limítrofe, dije pocas palabras. Ariel Jiménez es uno de los historiadores de arte y curadores de arte moderno y contemporáneo más entrañables y prolijos de Venezuela. Autor, entre otros títulos, de La primicia del color (1992); He vivido por los ojos. Correspondencia Alejandro Otero/Alfredo Boulton. 1946-1974 (2001); Conversaciones con Jesús Soto (2001), Soto (2007), Alfredo Boulton y sus contemporáneos. Diálogos críticos en el arte venezolano 1912-1974 (2010), Carlos Cruz-Diez in conversation with/en conversación con Ariel Jiménez (2010), Jesús Soto in conversation with/en conversación con Ariel Jiménez (2011), Ferreira Gullar in conversation with/ en conversación con Ariel Jiménez (2012) y Roberto Obregón en tres tiempos (2014).
Sentarse a conversar con él es envalentarse a reconocer que este lado de acá sabe muy poco y que apenas unas escasas horas me servirían para emular una táctica de investigación que él ha practicado por más de treinta años. ¿Qué podría decirme de él el pasillo verde que conduce a su casa abierta, luminosa, llena de libros y obras de quienes ha estudiado? Incluso su postura al sentarse, atenta y sin defensas pero con la destreza de un gran deportista del diálogo, es una interpretación de su carácter. Ahí estaba frente a mí el hombre que ha podido indagar como nadie en la humanidad y en los procesos creativos de artistas que nos ayudan a comprender nuestro tiempo. Sobre la mesa de la sala, un café recién colado y palmeritas dulces acusan sin sonrojo que hemos llegado a un hogar generoso y cálido. También sus libros están ahí, frente a nosotros, como futuros destinos frecuentes de nuestro intercambio e insignias de una labor constante.
Este es un caso muy especial porque sé que tus libros son conversaciones.
Muchos, sí. Una serie en todo caso. Este de Cruz-Diez, el de Soto, Ferreira Gullar, Roberto Obregón… pero no todos, fíjate. Este de Soto es una monografía completa. Estoy haciendo ahora una monografía sobre Roberto. Es cierto que todos tienen como base el documento. Siempre busco que pueda tener eso: una memoria a partir de la cual yo intento producir una lectura.
Quiero empezar felicitándote por la publicación del libro de Roberto Obregón. ¿Quién lo diseñó?
Sigfredo Chacón, que además de ser un buen artista, es un diseñador más que sobresaliente y fue un gran amigo de Roberto Obregón. Todo el equipo que trabajó para este libro fue gente que apreció y conoció a Roberto y su obra. Javier Aizpúrua, el impresor de Ex libris, fue también un amigo de Roberto. Todos nos tomamos ese libro como parte de un proyecto personal de respeto y admiración con una obra.
¿Por qué rescatar la obra de Roberto Obregón?
No llegué a él por razones estéticas, digamos. Estaba en ese momento estudiando el movimiento que me ocupó durante más de veinte años, que es la abstracción geométrica, la abstracción cinética y concreta en Europa, América Latina y, por supuesto, Venezuela. Acababa de terminar mis conversaciones con Soto en 2001, y recuerdo que el día que la presentamos estaba también ahí Roberto, y empezó a interesarme su obra sobre todo por la noción de tiempo que yo veía en ella. Una noción de tiempo que incluye el accidente, lo precario, la fragilidad, la muerte… Y yo venía de estudiar la abstracción geométrica y concreta, que de alguna manera expresa una esperanza y confianza en el talento humano, la creación humana, y que tiene o intuye una noción del tiempo lineal, como un flujo que viene del pasado y va hacia el futuro, limpio, impecable, regular, donde la noción de accidente no existe.
Me interesó Roberto precisamente por eso, porque él intuye la noción de accidente y porque yo estaba empezando a ver o descubrir un país que definitivamente no podía ser pensado sin esa noción de lo precario que se nos estaba imponiendo desde 1989. A principio de los 2000 ya se hacía evidente que nuestra línea histórica no era la que yo conocía en Soto, Cruz-Diez (la línea pura y limpia, del pasado al futuro, sino que tenía necesariamente que incluir lo bizarro, el accidente, el error). Cuando veo o descubro esos elementos en Roberto, me intereso en su obra. Es una obra que yo más bien veía con cierta reserva, precisamente porque incluía factores que a mí me aparecían como sucios, grumos en esa visión lineal y limpia que tenía del tiempo. Es cuando comienzo a ver que esto expresa algo del ese país que yo estaba tratando de describir, con enormes zonas de opacidad, con cosas en las que no podía reconocerme.
¿Qué hay de moderno y qué hay de contemporáneo en Roberto Obregón?
(En ese momento, mientras Florencia hacía una foto de la biblioteca de Ariel, se rompe el bombillo de la lámpara que la iluminaba y la noción de accidente se materializa en nuestra conversación).
¿Viste que la noción de accidente es una cosa importante en nosotros?
Te lo está constatando la lámpara.
(Él se levanta a arreglarlo).
Me preguntabas entonces qué hay de moderno y de contemporáneo… Él comparte con artistas geométricos y con la abstracción concreta, una cierta pureza en su lenguaje plástico. Él tiene o retoma de los lenguajes modernos lo serial, lo repetitivo y la pureza de las estructuras en general. Solo que esas estructuras se encuentran quebradas, se desequilibran en algunas piezas y eso me interesaba. Hay allí un lazo de unión con los artistas modernos. Casi a todo lo largo de su obra madura está ese rasgo característico que él toma de los lenguajes modernos para, en cierta forma, desestabilizarlos. Los lleva a una dimensión contemporánea, al borde de una perspectiva crítica, introduciendo la noción de accidente o de quiebre, de estructuras abiertas, pero abiertas de manera indefinida, y frágiles, que lo hacen un artista contemporáneo.
Desde una perspectiva venezolana, hay que decir que cuando él hace eso por primera vez, a mediados de los setenta, es un momento en que Venezuela era un país que confiaba en su futuro. Y por eso, reintroducir la noción de fragilidad, era ya casi premonitorio. Y lo hacía recuperando el género barroco de las vanitas, que es lo que hace con la secuencia fotográfica de la rosa muriendo.
Para Venezuela era reintroducir la noción de lo frágil en un pensamiento que no lo esperaba. Apenas estaba comenzando a surgir la idea ecológica de que el planeta es también un organismo frágil, de que el progreso histórico no es necesariamente como lo creen los marxistas: una línea recta, sino que podrían incluir no solamente quiebres, sino también los retrocesos.
Elocuente silencio de las formas en São Paulo. ¿Cómo fue la experiencia de la Bienal?
Forma parte de un entramado de coincidencias. Yo había hecho esas primeras entrevistas con Roberto que publicamos ahora, entre finales del 2001 y principios del 2002. Seis, ocho meses antes de que él muriera terminamos la última entrevista. Yo estaba preparando la cuarta porque mi intención era hacer un libro como el de Soto, que son diez entrevistas en una sola, para cubrir una trayectoria y una línea de pensamiento. Pero él se murió. Y esas tres entrevistas quedaron así como el gran vidrio de Marcel Duchamp: definitivamente inconclusas.
Pasó una década entera en la que yo me dediqué a trabajar sobre Soto, Cruz-Diez, Otero, Gego, toda la abstracción geométrica y cinética venezolana en sus relaciones con el concretismo y el neoconcretismo de São Paulo y Río de Janeiro. Esto es quizás lo que me empezó a sensibilizar hacia una dimensión diferente de lo abstracto, en el caso de Hélio Oiticica, que se orienta muy temprano hacia una dimensión social y política, y que me sensibilizó con respecto a las responsabilidades del artista con lo social.
Hace dos años, en la Bienal de São Paulo, se da otra coincidencia feliz. Por una parte, Fernando Eseverri, de la colección Carolina y Fernando Eseverri, adquiere todo el legado de Roberto Obregón. Y a través de una amiga común se entera de las entrevistas que yo tengo con Roberto y me invita a publicarlas. Al mismo tiempo, Luis Enrique [Pérez Oramas] está haciendo la Bienal de São Paulo, se interesa por la obra de Obregón, y como sabe que yo tengo las entrevistas y estoy preparando el libro sobre Roberto, me pide que cure con él esa exposición en São Paulo. Un poco bajo su dirección, por supuesto, porque él era el Curador general de la Bienal.
Así organizo la primera retrospectiva de Roberto Obregón. No era completa. El período de Maracaibo y los primeros años en Caracas estaban excluidos, porque era una obra figurativa y compleja, pensaba Luis Enrique, para el público que no tuviera las referencias venezolanas. Per su obra de 1975 al 2003, estaba cubierta.
Luego la trajeron a Venezuela.
Luego trajimos una versión a Caracas pero más completa, donde sí incluí la obra figurativa de los sesenta. Por lo menos una pequeña selección, porque a mí me parecía importante marcar justamente ese pasaje, que se da a finales de los sesenta y principios de los setenta, de una a otra Venezuela, de aquel país que confiaba en sí mismo, en su futuro, a una Venezuela que duda, o que comienza a percibir sus contradicciones. Nuestra historia está marcada por una serie de quiebres y este de hoy es uno de ellos, quizás de los más feroces que hayamos padecido, de los más tristes que nos haya tocado vivir y que estemos viviendo todavía.
¿Cómo fue trabajar con la pareja que adquirió la obra de Obregón, Carolina Vollmer y Fernando Eseverri?
Fue una experiencia realmente hermosa y humanamente enriquecedora. Ellos adquirieron el legado completo de Roberto. Es decir, todo lo que dejó al morir: su correspondencia, su biblioteca, sus papelitos, estudios, bocetos de obras… Todo lo que dejó. A partir del testimonio que había recogido en mis entrevistas, todavía incompleto, inconcluso, más sus archivos, tuve la fortuna de hacer una primera reconstrucción de lo que fue su proceso creativo, un primer ensayo de lectura.
Fue una experiencia bellísima porque todos lo asumimos como un reto personal. El diseñador: Sigfredo Chacón, el impresor: Javier Aizpúrua, las personas que estábamos alrededor y yo, veíamos en esa obra algo realmente especial, de lo más potente que se haya hecho en Venezuela en el último cuarto del siglo XX. Eso, la Bienal de Sao Paulo, la exposición en la Sala Mendoza y la monografía que estoy escribiendo ahora, son para mí una experiencia absolutamente enriquecedora y también importante, porque marca el pasaje entre esas dos Venezuelas.
¿Qué ha llevado a Fernando y Carolina Eseverri a entregarse a la obra de Obregón?
Carolina es artista y por lo tanto está personalmente interesada por el fenómeno del arte, y Fernando tiene la pasión del coleccionista y algo muy, muy bello, una especie de compromiso: él se siente responsable de la memoria colectiva del país. Esa es una tan maravillosa enfermedad, una patología tan fabulosa, que me mueve a respetarlo y admirarlo profundamente. Una persona que sienta como compromiso el preservar la memoria de la actividad intelectual venezolana, es una excepción entre nosotros. Hay otros, por supuesto, pero son excepciones.
Dices que estas entrevistas quedaron inconclusas debido a su fallecimiento…
Sí, porque fueron tres entrevistas. La idea era que fueran muchas. Con Soto fueron diez, quince entrevistas; unas largas, otras cortas, otras con acaso una pequeña frasecita (porque Soto también era un hombre difícil y que hablaba poco). Con eso construyo una sola conversación que se convierte en un cuerpo, que es una lectura de esa obra y de su vida en el tiempo.
Quería hacer lo mismo con Roberto. Hice una primera entrevista… No sé si lo llegaste a conocer. Roberto era un hombre muy secreto, de mucha ironía y de gran inteligencia.
¿Cuál fue ese escalpelo que abrió su intimidad?
Una de las claves es que yo no era amigo de él. Lo conocía muy lejanamente, pero no fuimos nunca amigos. Me acerqué desde afuera, además desde una estética que tenía puntos de contacto con la suya, pero que estaba definitivamente muy alejada. A muchos de sus amigos les ha sorprendido, y a otros los ha enardecido, que alguien viniendo de afuera haya podido generar ese punto de contacto con él.
Roberto cedió a tres entrevistas. La primera, fue en la que él, protegiéndose siempre, quería responder a mis preguntas como se las hubiera respondido a un periodista desde una perspectiva profesional. Con la mala suerte para él de que yo venía con otras intenciones. Es decir, soy de los que cree que el arte no se hace desde una postura “profesional”, sino desde una necesidad expresiva. Quería atrapar precisamente cuál era esa necesidad en Roberto, que para mí viene de lo más profundo de un ser. No es profesional, es una cosa que viene de adentro y te lleva producir obra. Lo que él hizo, lo hizo, como decía Otero, como única salida.
En esa primera entrevista, mientras él se protegía, yo estaba buscando, indagando cuáles eran las fuentes viscerales, casi orgánicas, de esa necesidad. Eso, por supuesto, él lo sintió, y generó una tensión muy interesante desde la primera entrevista, que fue venciendo su resistencia poco a poco. Terminamos la primera. Él se mantuvo siempre en un clima profesional. Sintió aquella indagación extraña que venía de mi parte y me acordó una segunda entrevista.
En esa segunda entrevista él estaba, lamentablemente, muy medicado. Por una parte, eso me permitió vencer algunas de sus estrategias de defensa, quizá sin que se diese cuenta y, por la otra, fue muy parco. Sin embargo, creo que fue el momento en el que él decidió que valía la pena continuar y sucedió algo bonito: en la tercera entrevista no lo busqué yo.
Me buscó él. Me llamó. Me dijo, “ven”, “vamos a reunirnos de nuevo”, “tráete el libro de El Bosco con la reproducción de El jardín de las delicias” y mientras, él iba reuniendo considerable material personal y de su familia. En esa tercera entrevista él se abrió a tal punto que me dio claves de lectura completamente desconocidas para su obra, tanto para la figurativa que yo no conocía (la obra de los años sesenta) como para su obra desde el setenta en adelante.
Fue muy bello además que se generaran esos conflictos, porque entre la primera y la segunda entrevista yo disponía de más material. Tenía mis preguntas y estrategias para vencer sus reservas y en la medida que se iba abriendo, por supuesto, yo iba haciendo preguntas cruzadas, por la izquierda y por la derecha, y aquello lo iba desestabilizando. En algunos momentos se molestó porque me decía “tú estás funcionando ya como un psicoanalista freudiano” y se enojaba muchísimo.
Eras un detective…
En todo caso, me dio claves de lectura que me permitieron hacer lo que yo creo que es la primera lectura completa de su obra, y que incluye no solamente la esfera profesional en la que él siempre quiso mantenerse, sino también claves secretas de esa potente necesidad expresiva, que es la que hace que un hombre serio como él pueda dedicarse 30 años de su vida a trabajar un solo tema: el de la rosa.
No había lazos afectivos entre nosotros. No éramos amigos, ni enemigos, y le hice preguntas que nadie le había hecho. Él mismo me lo dice en un caso de la entrevista: “me gusta que me preguntes porque me haces recordar y nunca había hablado de estos puntos”.
¿Cuáles eran esas preguntas?
Por ejemplo, en muchas de sus disecciones tú ves que sus pétalos están organizados en líneas y columnas, y debajo de cada pétalo hay un número. Generalmente, tú lo lees: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8… Cuando llegas al 10, al 11, y cuando ves siempre un pétalo, y debajo el número que le corresponde, te detienes. Generalmente nadie termina de leer. Pero yo lo hice, y al final te das cuenta de que se genera un ruido, un desequilibrio. De repente el número 17 está antes que el 16 y el 14 después del 17. Y yo, que vengo de ese descubrir un país que me era oscuro, o por partes, en todo caso, y que sentía que el accidente formaba parte de nuestra historia, me intereso por esos desperfectos.
Él se sentía un accidente…
Su vida es la historia de un personaje que tuvo que luchar contra esa presencia del accidente y de quiebres dolorosísimos. Desde problemas absolutamente personales, familiares, hasta de la bipolaridad que sufrió, y que le hizo vivir constantemente asediado por el riesgo del suicidio.
Me decía: “Mucha gente ha visto estas obras y nunca se preocupó por el hecho de que hubiera un accidente en los números”. Él aun se protegía: “es que tengo un poco de dislexia”. Sí, pero me parece mentira que un artista que haya trabajado una obra con tanto cuidado, que está hecha a mano y tan meticulosamente, cometa errores tan evidentes sin corregirlos. Y él continuaba…: “es que se me perdieron unos pétalos…” Se te perdieron, pero qué casualidad que se te pierdan el «7-21», el «21-7», y el «14-14». Es decir, que se te pierdan pétalos donde hay una coincidencia tan curiosa. Resulta que después yo encontré en sus archivos que esos pétalos no estaban perdidos, que él los había conservado. De manera que eso era un accidente creado por Roberto Obregón dentro de una estructura aparentemente regular.
O sea, él era una persona que estaba trabajando la noción de accidente y, ahora que conozco su trabajo, sé que es algo que se observa desde el principio de su obra madura hasta el final. Estudia lo incidental, coincidencias que le vienen de una noción del tiempo cíclica. Eso es importantísimo también: la idea de un tiempo cíclico, que viene desde los presocráticos, cuatro o cinco siglos antes de Cristo. Es una noción del tiempo que se opone a la noción de progreso. Permite pensar el progreso durante determinados períodos y de repente aquello puede detenerse, o puede quebrarse. Los ciclos pueden volver a repetirse y esto puede incluir lo catastrófico. Su obra, definitivamente, era algo que me permitía pensar el mundo que estábamos viviendo.
El hecho de recuperar un género barroco como el de las vanitas. Eso para nada es arbitrario.
(Toma el libro y nos ilustra su comentario).
Estas obras están pintados a mano. Fíjate, los números pierden el orden, mientras que los que están en la primera parte de la obra continúan en orden regular y casi nunca nadie termina de leerlos. Suponen que van a continuar así. Es así como nosotros vemos el tiempo histórico. Creemos que porque desde nuestra infancia hasta hoy ha sido una sucesión regular, al menos para los que han tenido la suerte de que fuera así, seguirá así por siempre, y resulta que nada nos permite saberlo a ciencia cierta.
Esa noción de accidente es la enseñanza esencial que saca de El jardín de las delicias. En el primer panel, que es el Paraíso. Ahí están Adán y Eva, con Cristo, como si estuviera dejándolos en el Edén al inicio del universo, y resulta que a los pies de ellos hay animalitos comiéndose los unos a los otros. Es decir, que desde el inicio mismo, al menos, de la historia humana, y por lo menos en la tradición cristiana, el mal, el pecado, el accidente, estaban ya presentes.
La ausencia de continuidad en los números, el accidente, fue adrede…
Todos estos mecanismos que busqué para entender su obra fueron los que hicieron que él se abriera conmigo. Había una lectura otra, fresca de su obra, que no la reducía a un problema exclusivamente formal, de diseño, sino que empezaba a interpretar las nociones que tenían que ver con sus fuentes literarias: Borges, El Marqués de Sade, Voltaire, eso en los años sesenta. Y entonces me doy cuenta de que cuando él hace las crónicas, no se trataba solamente de utilizar los lenguajes de Muybridge para aplicarlo a un tema diferente: la rosa. Era Muybridge desestabilizado, eran los lenguajes repetitivos de lo moderno, quebrantados de alguna manera.
Él hace su autorretrato en una crónica como Muybridge, pero es el retrato de su erección. Quizás no hoy, pero en la Venezuela de los años setenta, eso era más explosivo, el hecho de poder mostrar su sexo, su pene en erección y pensarlo como si fuera una crónica a la Muybridge, desde que se produce la erección hasta que cae, y medirla en grados, contenía un alto grado de ironía.
Otra cosa es la crónica de una rosa mientras muere, lo que la convierte en una verdadera vanitas. La vanitas, del barroco, son un dispositivo plástico que escenifica el cuerpo de una mujer hermosa, por ejemplo, para decirle: hoy eres bella, mañana serás un cadáver. O un hombre poderoso y rico, rodeado de todos los signos de su riqueza y su poder, pero que tiene entre ellos un cráneo, y ese cráneo parece decirle: “hoy eres grande, poderoso y rico. Mañana serás polvo”.
Hay además una cosa importante, muy borgeana, en Roberto; esa especie de superposición de estratos de sentido. En esta obra él recurre, para pensar el tiempo, a la visión o a la asociación del tiempo como un río, que viene de Heráclito. Emplea el agua de diversas fuentes para hacer sus acuarelas. Recurre al ciclo hidrológico, un esquema moderno para pensar el tiempo. Es como si esa obra intentara pensar el tiempo desde la estratificación de conceptos históricos, en capas de tiempo y de conceptos acumulados, lo que es perfectamente borgeano. Si lees a Borges en un texto como “La historia de la eternidad” ves que él intenta pensar el tiempo a partir de todas las ideas que la humanidad se ha hecho sobre el tiempo. ¡Eso es maravilloso! Porque todos esos elementos mezclados formaban parte de lo que me mantenía a distancia de su obra, porque yo me decía, ¿es que él cree realmente en el Tarot? ¿es que él cree que la alquimia puede ser hoy una herramienta contemporánea para pensar el mundo? Claro, yo me hacía la pregunta como el racionalista que ve ahí lo kitsch, lo popular… Cuando lo ves desde la perspectiva de Borges, de esa superposición de capas de sentido, entonces aquello se convierte en otra cosa. Es una herramienta contemporánea que funciona mezclando tiempos históricos, teorías, incluso hibridándolas.
En la obra de Obregón hay una sistemática desestabilización de los lenguajes modernos y eso es algo completamente diferente a lo que pasa en Muybridge. Lo hace temáticamente, lo hace en los procesos y técnicamente… porque son fotografías mas bien pobres. Así Roberto Obregón se engrandece, se convierte en algo que nos permite pensar lo que vivimos. Y que nos dice que el mundo, la vida, la historia… no son esas secuencias regulares que nosotros, y la ciencia moderna cree ver, que el accidente, lo diverso, lo inesperado forman parte de lo que somos.
Estoy utilizando un texto de Jung para la monografía, en el que esos conceptos de un mundo que genera constantemente formas semejantes, pero nunca idénticas, es fundamental. Dice Jung que todos los cristales de cuarzo son hexagonales, y mientras lo pensemos refiriéndonos a la figura geométrica del hexágono, los vamos a considerar a todos como hexágonos perfectamente equivalentes. Pero si observas la naturaleza con más cuidado, te vas a dar cuenta de que a pesar de que todos los cristales de cuarzo son inequívocamente hexagonales, ninguno es exactamente igual al otro. Entonces ahí hay un concepto bien diferente de lo que es el mundo, uno que incluye la diferencia.
Un pensamiento así es el que nos permite comprender mejor un mundo mestizo y bizarro como el que estamos viviendo. Ciudades y países multiculturales donde no se puede pensar a los ciudadanos en general como seres equivalentes. No somos todos iguales. Somos quizás simétricos con respecto a la ley, como dice Jean François Lyotard, pero todos somos diferentes. Así que un pensamiento como el que está planteando en su obra, temáticamente, pero que también está implícito en sus técnicas, es uno que nos permite entendernos más y mejor que el que pretende reducirnos a esquemas globalizadores y generalizadores.
Mencionaste que la obra de Obregón te ayudaba a comprender un país.
Sí, el que estamos viviendo.
¿Qué es país para ti?
Es esta especie de conjunto geopolítico heterogéneo que llamamos Venezuela, y en el que por un momento creímos ver un solo país, con un solo idioma y una sola religión, en un territorio, y que hoy entendemos que no es así; que entre los indígenas o los que (aún siendo mestizos) se sienten herederos del mundo precolombino, y el hijo de italianos que nació y vive aquí en Caracas, hay un universo de diferencias. Si ambos son venezolanos, no lo son de la misma manera, porque no se vinculan con el pasado de la misma forma, porque los futuros que se imaginan no son los mismos.
Entonces, a este país así, mestizo, complejo, es más fácil pensarlo desde las estructuras de Roberto, que desde las de Soto o Cruz-Diez, que corresponden a un imaginario de país diferente. Ese era el país que creía en el progreso, en la historia lineal, que es un pensamiento de esperanza, y corresponden a un momento ya superado. El de Obregón es un imaginario histórico que nos habla de un país que ya tiene que pensarse como una realidad heterogénea, multicultural, con accidentes, con quiebres, y que entiende que nuestro devenir histórico no es el de una línea perfecta, sino el de un país que vive quizás secuencias felices, pero que en algún momento también puede vivir, como sucede hoy, un quiebre.
¿Qué similitudes hay en los procesos de creación de tus otros trabajos: la monografía de Soto, las conversaciones con Ferreira Gullar…?
Primero, siempre los he concebido como una herramienta no solo para conocer a un artista, sino también el mundo en el que vivo, para conocerlo a él y a través de él y su obra, conocerme a mí y mi entorno. Así estudié a Soto, Cruz-Diez, Ferreira Gullar, y así me acerqué también a Roberto Obregón. Por esto te digo que en el pasaje de mi trabajo sobre Soto y Cruz-Diez al de Roberto Obregón, se dibuja el pasaje de una a otra Venezuela. Al menos tengo la pretensión de creer que quien los lea con cuidado, y algo de buena fe, podrá al menos encontrar algunas herramientas para pensar ese pasaje de una a otra Venezuela, su imaginario histórico, su concepción del pasado y del futuro.
Estudiaste con la hija de Soto.
Sí (sonríe).
¿Cómo fue tu relación con ellos?
Eso forma parte de la historia marginal del país. Yo vengo de un barrio. Nací en la Puerta de Caracas, en el cerro, cuando no sé por que milagro decidí que quería irme del país a estudiar afuera. Uno oía que Michelena se había ido, que Soto también, y yo quería ser como ellos, pues, irme de aquí, y, por supuesto, adonde ellos fueron: a París. Sofía Ímber, a quién conocía, me ayudó a conseguir una beca Fundayacucho. Me fui con la ingenuidad típica del que no conoce sino el barrio. Imaginaba que el primero que me iba a encontrar allí era Soto (risas). ¿Me entiendes? Me imaginaba que él iba a estar esperándome ahí en la calle… en una ciudad de millones.
Sofía me había dado una carta de recomendación para él. Pero yo ni sabía que iba a hablar otro idioma. Quería irme y punto. Llego allá y cuando salgo del avión, el taxista me pregunta “¿y a dónde va usted?”. ¿A dónde voy yo? Pues no sé, aquí, a esta dirección (todo esto en señas por supuesto), y le doy la dirección de Soto. Entonces llego a su casa, sin conocerlo, un domingo a las nueve de la mañana, con mi maleta. Claro, Soto se calentó… “¿Que te manda Sofía Ímber? ¿Cómo se le ocurre?” Estaba furioso [risas]. Así descubro a Soto, imagínate. Claro, con la ventaja de que Soto es un personaje que viene también de la pobreza y de la absoluta aridez del interior. En su caso: el mundo rural, en el mío: el mundo suburbano de los barrios… que entonces, claro, no eran tan radicalmente peligrosos como los de ahora.
¿Y dónde te quedaste, qué hiciste entonces?
Otra hija suya, más joven, me llevó a un hotel cercano y ya. Pero esa noche me invitó Soto a su casa porque iba Serenata Guayanesa a tocar a su casa. Estando ahí, esa misma noche, conocí a Cruz-Diez. Él se convirtió casi en un padre para mí en París. Así empezó mi vida allá.
De esa manera ingenua, y como muchos otros venezolanos que vienen de la aridez cultural de nuestras zonas marginales, así conocí a Soto. Fui a París a estudiar arte y por lo visto no tenía muy claro lo que quería y tuve una crisis fuerte. En ese momento, Ana Soto, que estudiaba en la Sorbona historia del arte, me invitó a que me inscribiera con ella. Lo hice, pero para mí eso era algo paralelo. Es decir, saber lo que habían hecho los artistas mientras yo hacía mi obra. Así es la vida, finalmente abandoné las artes plásticas y me quedé en el universo de la historia del arte, que me fue apasionando cada vez más.
¿Y tu relación con Cruz-Diez?
Bueno, lo conocí esa noche. Le hablé, le dije quién era. Muy amable además, otro personaje que viene también de una Venezuela muy sencilla, sin ser pobre. Ahí hubo un gancho entre nosotros que hizo que fuéramos y somos amigos todavía. El hecho de venir de la aridez que él conocía también. Me invitó a su taller al día siguiente y me aparecí allá. Ahí empecé un trabajo de casi siete años, de manera irregular, porque yo iba a la universidad, a veces los fines de semana, en las vacaciones, etc. Después, los últimos tres años sí trabajé a tiempo completo en su taller y en el de Soto.
Sé que fueron tres décadas de diálogos con Cruz-Diez.
Con Cruz-Diez y con Soto, sí. Imagínate, desde 1977, que nos conocemos, empecé a estudiar su obra, a veces sin quererlo, solamente trabajando en el taller, aprendiendo cosas que me servirían luego para las entrevistas.
¿Qué es la conversación para ti?
Es una especie de cortocircuito entre dos historias personales. Yo, por supuesto, quería conocer a ese personaje, su obra, pero te digo una vez más, era buscando herramientas para conocerme a mí y a mi tiempo.
Entonces la conversación como una confesión ambigua.
Sí, porque buscas una confesión de él que te permita conocerte a ti. Haces preguntas en función de tus necesidades y tus carencias intelectuales y eso genera que sus respuestas no sean siempre lo que esperaban, o que no siempre se acuerden a lo que él mismo pensaba de él. En el caso de Cruz-Diez fue muy neto, él me lo confesó. Varias veces estuvo a punto de detener el libro de conversaciones porque le hacía preguntas que lo llevaban a un universo que él no esperaba.
Es una herramienta de profundización.
Es una herramienta, sin lugar a dudas. En ese libro, por primera vez, Cruz-Diez aceptó que se publicaran sus obras figurativas de los años cincuenta que él siempre ha detestado. A partir del momento en que comenzó su obra abstracta, sintió rubor por la anterior, por toda esa pintura de corte político. Y yo lo llevé a hablar de esas obras, porque consideraba y considero que forman parte de su historia y de la historia del país, y que uno no puede borrar lo que fue, porque eso condiciona, lo queramos o no, lo que somos. Pero eso lo mantuvo en un conflicto muy grande.
¿Cómo son tus tácticas de convencimiento?
No sé, creo que primero parte del hecho de que tú entrevistas a personas por las que sientes un sincero y genuino respeto, y eso lo sienten. De manera que cuando le hago preguntas que pueden ser molestas, el hecho de que sepan que se hacen desde el respeto, ya se desactivan muchas estrategias de defensa. Con las personas con las que he hablado y en momentos en que la conversación ha tenido algunos roces fuertes, es eso lo que nos ha permitido continuar, porque sienten que eso se hace desde una necesidad genuina y desde el respeto.
El diálogo como búsqueda de nuevas significaciones…
Sí, de su obra y personales…
…Y un puente hacia el entendimiento de la creación.
Claro, de los procesos que lo llevan a crear a él su obra y de los procesos que a mí, a través de su obra, me permiten comprender mi tiempo y mi vida. No es solamente algo profesional. No es una persona tratando de leer a otro, hay una necesidad ahí, y es lo que me ha llevado siempre a las entrevistas.
(En ese momento empieza a llover fuertemente, la concreción de unas pocas gotas que tanteaban su caída desde hace rato).
Hablando un poco de Ferreira Gullar, una referencia de la poesía neoconcreta en Latinoamérica. Ha sido y es crítico de arte y poeta.
Sí, me acerco a él porque es un crítico de arte esencial en el Brasil durante las décadas de los cincuenta y sesenta. Si hay alguien que marca el pasaje del arte moderno brasileño al contemporáneo, ese es Ferreira, tanto en la crítica de arte como en la poesía. Cuando empecé a trabajar en la abstracción concreta venezolana y la brasileña, y a hacer estudios cruzados, Ferreira aparecía siempre como una referencia ineludible. Surgió entonces una especie de necesidad de conocer a ese personaje. Yo sabía que estaba vivo, y que a lo mejor podía encontrarlo. Me lo propuse. Un amigo brasileño me consiguió la dirección, le escribí y resultó que es un señor encantador. Creo que se dio el mismo tipo de vinculación que se conseguí con Soto y con Cruz-Diez, porque él también viene de una región muy pobre del norte de Brasil y viene, una vez más, de esa aridez de las regiones marginales o populares, y creo que ha sido un contacto similar. En Brasil, Ferreira Gullar es como lo que fue aquí un Soto, un Arturo Uslar Pietri…
Se dio bonito, porque él me recibió como al periodista de alguna revista de circulación masiva, que venía hacerle una entrevista de sociales, y además, venezolano. Entonces empezó a responderme las preguntas con aquella ligereza de quien le responde a un periodista de sociales, y de otro país. Pero luego empezó a darse cuenta de que yo conocía alguito de su obra [risas] y además, la entrevista comenzó un poco tensa, porque yo, que soy una persona puntual, llegué tarde ese día. Por los nervios mismos, cuando llego a su casa y faltaban quince minutos para entrar, me doy cuenta de que había dejado el grabador. ¡No te imaginas la angustia! Tomé un taxi y salí corriendo al hotel y, al regresar, llegué con quince minutos de retraso. Él me recibió con aquella carota, molesto. Empezó muy seco, serio, duro. Y me respondía suponiendo que yo no sabía nada de su obra.
Fue así hasta que le hice una pregunta que además no la puse al principio del libro sino más bien al final, o a mediados del libro, y que resultó ser crucial, porque se la hice a partir de la poesía, que no es mi universo. Yo pertenezco al mundo de las artes plásticas, hacerle una pregunta de poesía era meterme en una camisa de once varas. Y sin embargo, me atreví a hacerla, muy genuina, lo que sentía yo –analfabeta en cuestiones de poesía–, ante la lectura de su obra. Aquello lo atrapó y a partir de ahí comenzó una relación muy fluida y notó que conocía su obra, que sabía algo del Brasil de los años cincuenta y sesenta, que conocía las artes plásticas y los artistas que él había trabajado, y que había leído prácticamente toda su producción literaria, poética y ensayística.
Hicimos más de diez entrevistas. Terminamos siendo amigos.
(Me muestra la versión portuguesa del libro).
Fue muy bonito porque al mismo tiempo era una experiencia de traducción muy interesante. Él entiende el español, pero no lo habla. Como yo, que entiendo el portugués de Brasil, pero no lo hablo o hablo “portoñol”. Entonces, yo le hablaba en español y él me respondía en portugués. Aquello nos obligaba a menudo a hacer un trabajo de traducción que era interesantísimo, porque no era la traducción de diccionario, sino cada vez que nos enfrentábamos a un término, de esos falsos amigos que abundan entre dos lenguas cercanas (la misma palabra en los dos idiomas, pero con diferente significado), recurría a algo muy bonito: yo le decía lo que esa palabra evocaba en mí, y entonces él me decía el vocablo que en portugués despertaba las mismas sensaciones. Muy bello. Como yo estaba leyendo toda su poesía, sabía que en algún momento íbamos a tener que abordarla, y él se dio cuenta que estaba estudiando su obra.
Fue una relación intelectual muy hermosa que a mí me dejó este libro, y algunas pocas intuiciones, y quien lo lea puede entender los pasajes, en las artes plásticas de Brasil, entre lo moderno lo contemporáneo.
En particular, la parte del libro que a mí más me conmovió y la que más me ayudó, fue precisamente esa, la de la poesía.
¿Por qué?
Bueno, quizás porque estaba en un terreno ajeno, fuera de mi área de confort, como decimos, y eso me obligó a lanzarme a hacer preguntas no profesionales, sino basadas en lo que yo, genuinamente, sentía ante la lectura de sus poemas.
La parte del libro en la que hablamos de sus procesos creativos, me parece fantástica. Me enseñó mucho.
En el Manifiesto del arte neoconcreto, él dice: “El origen no está en la teoría, sino en la práctica, aunque sin duda orientada, enriquecida por la teoría y por las ideas que habíamos expuesto en este manifiesto” y Heidegger dice “El artista es el origen de la obra, la obra es el origen del artista. Ninguno es sin el otro”.
Eso es un problema interesante. A menudo, no sé si en Venezuela es más fuerte que en otros lugares, pero sientes que hay personas que se creen artistas y no han hecho dos cuadritos. ¿Qué te permite saber que eres artista? ¿Un deseo, una sensación o un calor interior, qué se yo…? mentira, lo que hace al artista es la obra. Por supuesto, tú la ejecutas, la produces, pero lo que dice o garantiza que eres un artista, es la obra, lo demás es pura pretensión.
¿Y cuándo se puede decir que un artista tiene obra?
No es solamente el número de objetos producidos, es la densidad de los procesos, que son más importantes incluso que las cosas producidas. Me acuerdo de una cosa muy bonita, de cuando yo hacía mis cositas plásticas y se las quise enseñar a Soto. Estas cosas que están aquí… que por supuesto tenían mucho qué ver con su trabajo.
(Se levanta y me la muestra).
Son como campos de fuerza en el espacio, y hay uno que es en espiral, en blanco sobre blanco. Soto me decía “sí, tienen mucha influencia mía” y me llegó a decir algo muy importante: “guárdalos, porque algún día pueden convertirse en obra de arte”. Yo me quedé boquiabierto. ¿Cómo es eso, o son o no son obra de arte, pero cómo es eso de que podrían llegar a serlo?. No entendía y no lo vine a entender realmente sino veinte años más tarde, justamente pensando en este tipo de problemas del que estamos hablando: un objeto en sí no posee una especie de valor agregado, como un color más, que lo hace obra. Lo que lo hace obra de arte es su inscripción en un proceso de pensamiento, y si ese proceso es todavía insipiente, puede que no se sepa si estamos ante una obra o no. Del mismo modo, cuando ese proceso ha alcanzado la densidad suficiente, es posible entonces que los primeros objetos se revelen ya inscritos en ese campo de sentido que los eleva a la categoría de obras. El arte es ese proceso constante de reflexión técnica y conceptual que produce cosas, situaciones, tensiones.
Esa es la diferencia entre una persona que hace objetos –algunos bellos, otros no–, y un artista. En este último, esos objetos están unidos al proceso de elaboración de una necesidad expresiva que no necesariamente tiene aquel que produce cosas y que pueden ser puntualmente muy bellas. Cuando Soto me decía eso, me quería dar a entender que a lo mejor mis procesos algún día harán que esos objetos pudieran alcanzar la categoría de obra de arte. En el sentido de que serán testimonio de un proceso que se fue enriqueciendo con el tiempo.
¿No continuaste trabajando como artista?
No, hice fotografía después, otras cosas, y no está excluido que las haga luego. Quizás asumo mi proceso de investigación más como arte que como historia de arte.
Es tu obra…
Lo es, en cierta forma. Es mi manera de enfrentar esa necesidad y ese reto que significan las imágenes que se me imponen.
Que también tienen su mística.
Por supuesto, eso es un misterio… Esa imagen que te atrapa y no sabes por qué, y que te obliga a ocuparte de ella, a tratar de comprender lo que ella produce en ti. Es una manera de conocer un mundo que no has escogido, en el que un día abrimos los ojos sin pedirlo… ¿por qué es así? ¿por qué es mi vida así? ¿por qué debo morir? ¿por qué muere el otro? Son cosas a las que uno le busca respuesta en esas imágenes.
Perdón por la distancia, pero yo también puedo decir, como Otero, que he vivido por los ojos.
Eso viene de un libro, una compilación que hice de la correspondencia que él intercambió con Alfredo Boulton desde muchacho hasta adulto. Así titulé al libro He vivido por los ojos. Toda mi vida se ha desarrollado en torno al enigma de lo que eran las imágenes para mí y que me han obligado a tratar de saber por qué me atraparon de esa manera. Entonces te sientes obligado a estudiar las obras, los procesos que las hicieron posible, en fin, me fui haciendo historiador del arte, y tratando de exponerlas y de llevárselas a los otros, me hice curador. No porque me interesara ser “profesionalmente” curador, sino por esa necesidad de comprender las obras que se te imponen y compartirlas con los demás.
También, claro, yo había leído una frase de Uslar Pietri que decía que todo intelectual, en América Latina, debía tener necesariamente una vocación didáctica, porque nuestro continente está lleno de muchísimas carencias. El intelectual tiene ese deber de ayudar a los otros en sus procesos, y creo que muchos de mis libros responden a eso. Deseo que sean un documento que pueda servir de base para el estudio, que no recojan solamente mi opinión, sino que contengan también un documento que pueda ayudar a los otros a conocer ese mundo que me atrapó en algún momento dado.
Eres un hombre apasionado. ¿Qué es la pasión para ti?
Es la expresión de una necesidad. Son esas cosas que se te imponen. Por eso me apasiona tanto la obra de Roberto, porque creo que fue un hombre que no hizo más que responder a necesidades. Así fueron Soto y Alejandro Otero… Por eso esa frase de Otero me cautivó siempre: todo lo que uno hace, lo hace como única salida.
¿Cuál crees tú que es la tarea del arte? ¿O no tiene tarea?
Uy, claro que sí. Hay unos que dicen que no… Pero yo creo que sí, que nosotros somos la única especie animal que aparte de vivir en una atmósfera de gases que le son vitales para respirar, produce además, –genera, secreta–, otra atmósfera de sentido que le es tan vital como el oxígeno. El arte es solo una de las herramientas que secretan esa atmósfera de sentido que necesitamos, y ahí yo recuerdo una frase muy bella de Merleau-Ponty: “nunca nos enfrentamos a otra cosa que no sea una arquitectura de signos”. Nuestro contacto con el mundo nunca es directo, mentira. Siempre está mediado por una arquitectura de signos que es esa atmósfera de sentido que generamos nosotros los seres humanos, y el arte es solo uno de los mecanismos con que contamos para producirla.
Acabas de nombrar a un filósofo que admiro profundamente.
Merleau-Ponty es una maravilla. Lo leo mucho. En las artes plásticas hay un libro que he leído más de diez veces, El ojo y el espíritu, sobre la obra de Paul Cézanne. Es uno de los libros más hermosos y profundos que se hayan escrito sobre las artes plásticas modernas.
Dice: “A medida que pinta, se dibuja…”
Eso lo dice Cézanne, pero él [Merleau-Ponty] que es un fenomenólogo parte de allí, de esa idea de que el pintor no es solamente el que atrapa lo que está allá y lo trae a la tela… No, entre el adentro y el afuera, entre lo que se ve y la idea que lo concibe, hay todo un universo, no hay fronteras posibles. Esto te lleva a ver la obra de arte como algo mucho más denso y más complejo que simplemente un objeto bello que te gusta o no te gusta.
¿Y cuál es tú tarea en el arte?
Primero, comprender mi tiempo a través de esas obras que son para mí un enigma. Luego, a lo mejor es una pretensión o una ingenuidad, pero contribuir en la medida de lo posible a la creación de esa atmósfera de sentido en la que vivimos inmersos. Compartir con los otros la experiencia que tengo ante las obras, ante Soto, Cruz-Diez, Otero, Obregón… y lo que significan para mí. Por eso hago exposiciones y escribo libros sobre ellos, porque es mi manera de secretar en esa atmósfera de sentido. Y nosotros, que vivimos en un país de tan escasa densidad atmosférica, necesitamos generar más de estos gases extraños. Aquí todo es importante, es necesario. Cualquier libro o entrevista que hagamos… todo eso ayuda a ir densificando nuestro entorno y a ir creando la atmósfera de sentido que necesitamos y que es vital para nosotros.
Te formaste en Francia, ¿cómo ha influido en ti el vivir afuera?
Viví siete años y medio en Francia y, viniendo de un barrio, de una casa donde no había biblioteca, donde nadie leía, y de una zona donde nadie leía, ni lee, donde ninguno de mis vecinos o amigos de infancia tenía mayores necesidades intelectuales, porque nada lo lleva a ello, vivir allí fue una felicidad. Venir de allá, y caer de repente en París, como un disco duro virgen, o casi, fue algo maravilloso y dramático a la vez.
Desde adolescente tuviste inquietudes intelectuales.
Sí, que canalicé al principio con un profesor de pintura español que vivía allá en mi barrio y me daba clases. Fue cuando descubrí los impresionistas y uno que otro clásico español… Pero, en fin, algunas de sus imágenes, más nada, que copié. Imagínate, venir desde esa aridez y encontrarse en París de un solo golpe es un reto maravilloso, una experiencia que jamás podré olvidar. También fue un choque terrible, porque me encontré en la universidad escuchando a un profesor de arte griego y Romano que me hablaba de Júpiter, Apolonio, y todos los demás sabían qué era eso, y yo ni idea de quiénes eran esos personajes. ¿Afrodita? ¿Qué es eso? ¿Un personaje de la prensa, de la televisión? Yo venía de un mundo donde la más remota antigüedad era Bolívar. Y yo no sabía si la Edad Media era antes o después de Bolívar y si Platón vivió antes o después, nada.
Antes de que pudiera tener las más mínimas herramientas para asimilar aquellas clases, estaba muy en retraso con respecto a los demás alumnos. Aquello para mí no se convirtió en una barrera, sino en un acicate, en una necesidad monstruosa de comprender y de leer que me hizo pasar siete años atormentados, pero también maravillosos.
¿Qué fue lo primero que hiciste al llegar de Francia?
Al llegar trabajé con Sofía Ímber, en el Museo de Arte Contemporáneo, en el Departamento de educación, el puesto que ella me dio y disfruté mucho. Era el contacto con los niños, con el público en general, para las exposiciones. La primera exposición en la que trabajé fue la de Alejandro Otero. Trabajé con él, lo conocí, lo entrevisté… El MACCSI Fue una muy bella experiencia que duró dos años. Después de ahí, trabajé con Cruz-Diez en el Instituto de Estudios Avanzados, en la unidad de arte que él creó, y que fue donde escribí mi primer libro, que es una suerte de historia del color en el arte occidental. Después trabajé unos seis meses con José Antonio Abreu, en el Ministerio de la Cultura, y luego entré a la Sala Mendoza.
Llegué y fui director de la galería, curador y museógrafo sin quererlo, sin buscarlo, sencillamente porque era una de las vías para acercarme a esos enigmas que han sido siempre para mí las imágenes y la obra de arte. Por eso, el otro día tenía un intercambio con una curadora, que ella sí, estimaba que era importante profesionalizar la curaduría en Venezuela. Y no digo que no sea importante, solo que a mí no me interesa, la idea de profesionalizar mi relación con el arte no me interesa.
¿Cómo fue tu etapa en la Colección Patricia Phelps de Cisneros?
Fueron 15 años de trabajo. Fíjate, surge del hecho de que mis intereses estéticos coincidían con los de Patricia Phelps de Cisneros. Quizás porque ella también se formó en la Venezuela de esperanza, donde la abstracción y la abstracción cinética fueron como una guía, un modelo para los venezolanos cultos de ese momento. Uno se formó en ese universo dominado por las abstracciones, la Universidad Central de Venezuela y la síntesis de las artes. Compartíamos con esos artistas no solamente una estética de pureza y limpieza, de estructuras netas y racionales, sino también una esperanza de desarrollo y de progreso para país.
Me tocó ser curador de un circuito expositivo que hicimos por toda América Latina y parte de los Estados Unidos. Empezó en Harvard, en el Fogg Museum, donde hicimos una primera muestra de arte latinoamericano. Fui co-curador ahí junto a Luis Enrique Pérez Oramas, Jim Cuno y Mary Schneider Enriquez. Ahí empezó el circuito, y después lo llevamos a Brasil y de ahí a Argentina, Uruguay, Perú, Chile, Colombia, Costa Rica El Salvador y finalmente a México, a lo largo de más de una década. Siempre trabajando la abstracción concreta y cinética latinoamericana y venezolana. Para mí fue un descubrimiento maravilloso porque era también comparar los procesos de los artistas cinéticos que conocía bien y desde la intimidad (porque incluso trabajé en sus talleres) con las obras y los procesos de los concretos y neoconcretos brasileños.
Los diez primeros años en la Fundación, tuve esa fortuna de hacer un estudio comparado de la obra de arte. Yo nunca “trabajé” en la Fundación Cisneros, siempre disfruté mi actividad. Se trató de compartir con otras personas la pasión por el arte. No creo en el acercamiento profesional al arte, no en el sentido de Profesión. Me considero un profesional del arte solamente en la medida en que hago mi trabajo con la más absoluta seriedad, con un total compromiso, pero no me siento parte de un gremio, de una profesión. En todo caso, no es mi manera de acercarme a él.
(En ese momento salimos al jardín porque la luz para las fotos se escurría entre las nubes lluviosas).
Es lindo el jardín… ¿quién lo mantiene?
Yo. Adonde he ido siempre he tratado de hacer mi jardín posible. Quizás porque nací en el verdor, a orillas del Ávila. Era la única riqueza del barrio y mi única riqueza.
¿Cómo ves la generación de artistas jóvenes en Venezuela?
Yo creo que Venezuela tiene uno escenario interesante y que, a pesar de la crisis que estamos viviendo, es considerablemente rico. Tenemos, lamentablemente, esa especie de herencia autodepreciativa –si puede usarse el término– que nos viene de la colonia y que nos lleva a despreciar lo que somos y lo que hacemos, pero creo que a medida que uno estudia los artistas que han hecho obra aquí, y empieza a ver que algunos de ellos responden también a esos procesos genuinos del arte, aprende a apreciar mejor lo que somos, sin mentiras y sin nacionalismos estúpidos eso sí. Hay jóvenes valiosos, que están haciendo una obra considerable, aunque en medio de la más lamentable orfandad oficial. Hoy, más que nunca, recuerdo las palabras de Boulton cuando me decía que nuestros artistas son verdaderos milagros, porque surgen de la nada.
Ustedes tienen allá uno muy bueno, [Christian] Vinck, que es una persona que aprecio mucho, y a quien considero una especie de talento salvaje, en el buen sentido del término; que responde a una necesidad personal, que además lo hace con una genuina alegría, y eso se ve en su obra.
El tiempo se encargará de darle su lugar a cada artista, sin duda alguna. Eso es normal, que el tiempo lo haga. Hay una generación que está formándose, y que tiene sus maestros, como los paisajistas de principios del siglo XX, y luego las personalidades de Soto, Cruz-Diez, Otero, Gego, que sigue y se enriquece en Obregón, Sigfredo Chacón, Eugenio Espinoza, Antonieta Sosa, en fin… Hay una continuidad orgánica desde principios de siglo hasta hoy que es nuestra responsabilidad sacar a la luz.
¿Cuál sería tu trabajo ideal?
El que estoy haciendo, escribir, leer… Imagínate: me pagan por leer, reflexionar sobre lo que leo, escribir lo que entiendo sobre eso que leí, y además me publican. ¡Es maravilloso! Estoy feliz. Hasta ahora he tenido la fortuna de poder lograr ese trabajo y ojalá el país siga permitiéndolo.
Si bien la soledad es un disparador de la creatividad para el artista, ¿qué es la soledad para un investigador?
Es la materia prima. Sin ella no hay manera de leer con calma lo que hace falta para entender un autor, lo que quiso decir, lo que eso significa hoy para ti, que no es necesariamente lo mismo. Lo que quiso decir a lo mejor no tiene mucho qué ver con lo que tú ves hoy en la obra, pero eso también forma parte de ella. Sin esa soledad no hay manera de escribir. A partir de esa experiencia de la lectura, generar una lectura, otro texto, enriquecer nuestra vida intelectual. La soledad es una herramienta primordial para el intelectual.
Soy un solitario, la soledad no me pesa. Quizás otros tienen una soledad adquirida y buscada, yo más bien tengo que cuidarme de ella. Para alguien que lee y que escribe, ser un solitario es una suerte.
¿Por qué dices que debes cuidarte de la soledad?
Sí, porque a veces tiendo a estar muy solo. Mi esposa se puede ir de viaje y yo puedo pasar quince días sin salir de la casa, feliz. Hasta descuelgo el teléfono. Ella no, llama a sus amigas, sale con unas, conversan horas por teléfono… Yo no puedo.
¿Cuántos hijos tienen?
Dos, ya adultos.
Tu hija baila en la Ópera.
Baila en la Ópera de Vilnius como profesional y Alexander, el mayor, que tiene 25 años, es escalador. Él trabaja y estudia alpinismo en Suiza.
¿Cómo fue tu relación con Rusia?
Mi hija vivió tres años en Moscú, donde estudió en la escuela del Bolshói y ahora está en Vilnius, Lituania. Moscú fue un descubrimiento, uno de los viajes más exóticos que hayamos hecho. Ya hemos ido tres veces y ha sido una maravilla. No solamente porque fue siempre ese universo escondido del otro lado de la cortina de hierro, y que era completamente opaco para nosotros los occidentales, sino por que es un país extremadamente rico.
¿Tus dos hijos nacieron acá?
Sí, luego se fueron a estudiar. Oriana se fue con diecisiete añitos…
(Una vez más tratamos de salir al jardín porque presumimos que ha escapado un poco. Florencia logra hacerle unas fotos. Un grupo de loros nos sobrevuela).
A las cinco de la mañana empiezan a salir. También nos llegan guacharacas.
¿Qué es el hogar para ti?
Es mi guarida. Vengo de una familia muy corta de inmigrantes cubanos, entonces aquí somos pocos. Mi esposa viene de Francia. Nos conocimos allá… De modo que vivimos en universo chiquito, con unos cuantos amigos. El núcleo familiar es primordial para nosotros.
¿Cómo manejan la distancia con los hijos?
Ese es el dolor de casi toda la clase media venezolana. No hay un amigo o conocido nuestro que no tenga a sus hijos fuera del país o que no quiera sacarlos. Imagínate, mi hija en Lituania… Ese país y Vilna, una ciudad de la Unión Soviética, era un nombre lejano y extraño. Resulta que es una ciudad bellísima y ahí está mi hija, con su novio bielorruso. Mi hijo está en Suiza, un país absolutamente exótico para nosotros y bueno, afortunadamente, hoy existen Skype y Facebook, que nos permiten ver sus fotos y verlos evolucionar con el tiempo, ver a sus amigos… sobre todo a Oriana, porque Alexander es más como yo, solitario y poco hablador.
Si revisáramos tu historial de navegación de tu explorador… ¿qué encontramos?
Recientemente todo ha estado muy unido a los estudios sobre Roberto Obregón, la alquimia, la astrología, historia del Barroco (por las vanitas). Por otra parte, estudios de la noción de ruido y de accidente en la cibernética, porque me parece importante. Son procesos paralelos. Mientras Roberto está explorando la noción de accidente, hay personas que en la cibernética están pensando la inteligencia artificial y como una de las herramientas utilizan la noción de ruido. Recientemente me descargué unos libros del Marqués de Sade, que son muy importantes para entender la obra de Roberto, Justine y los infortunios de la virtud, también Zadig, de Voltaire, porque lo cita Sade al inicio de Justine.
¿Cuáles son los libros indispensables para ti?
Son tantos… pero diría que últimamente, los últimos diez, quince años, han estado muy presentes varios de Merleau-Ponty, El ojo y el espíritu, lo leo y releo. Otro autor fundamental para mí es Paul Valéry. También Borges y más ahora con Obregón que es un releer a Borges, una referencia fundamental. Otro a quien he leído mucho, por supuesto, es Ferreira Gullar. Él dice que el enfrentamiento con la página en blanco es como ir reduciendo el número de posibilidades. Cuando empiezas, las posibilidades son todas y a medida que empiezas a escribir, el número de tus posibilidades se van reduciendo.
Esta es una pregunta que te hago para que me ayudes a entender lo que está pasando en el arte contemporáneo del país. He sabido que las galerías les dan contratos a sus artistas que a veces les castra su desarrollo.
Creo que en el mundo de las galerías siempre ha habido personalidades de ese tipo, pero efectivamente, en Venezuela, se han creado recientemente, por lo menos dos galerías que han comenzado a funcionar de una manera a mi entender excesivamente agresiva y posesiva, algunos casi se verían dueños del artista y de su obra [risas]. En definitiva, no me relaciono así con el arte. He pasado veinte años estudiando a Soto y no me estimo en el derecho de decir qué es lo que se puede escribir o no sobre él, porque no creo ser dueño de esa producción, ni de su sentido. Lamento que sea así, porque si bien el trabajo que hacen hoy los galeristas es vital, y debemos defenderlo, también es cierto que ese excesivo celo puede a la postre perjudicar a los artistas. Sin embargo, no pretendo corregirlo, ni enfrentarlo. Me limito a constatar que eso existe.
¿Esto es un fenómeno propio del país o también sucede en otras latitudes?
Siempre ha habido personajes así, recuerdo galeristas de los años cincuenta que eran así de posesivos, pero en un momento histórico en que hay muchas opciones, esos caracteres tienen muchas menos posibilidades de controlar o dominar a los artistas. Hoy son tan escasas las posibilidades que tiene un artista para vender su obra, para colocarla en el mercado, hacer exposiciones, que entonces esos caracteres terminan convirtiéndose en pequeños monstruos dominadores. Es consecuencia de la precariedad del medio.
¿Le cuesta o no al artista venezolano salir del país?
Claro, más en este momento, porque viajar es un verdadero lujo. Afortunadamente tienen la ventaja de Internet, donde pueden obtener más información. Pero eso nunca es suficiente. El contacto con la obra no puede ser suplantado por el contacto con su imagen. Hay un problema con la materialidad de la obra que nunca puede ser suplido por la imagen. La relación espacial y corporal con la obra en un lugar específico. Esto es algo que está afectando a muchos artistas. Ojalá, en algunos casos, el de los más talentosos, sirva como para orientarlos hacia vías nuevas o diferentes de producción. Las dificultades se convierten en acicate para los más talentosos.
Sin duda alguna, estamos viviendo un momento dramático para todos los venezolanos y para los jóvenes artistas en particular.
Ludwig Wittgenstein dice que en todo gran arte hay un animal salvaje domado…
Quizás por eso que discutíamos al principio, que toda gran obra nace de una necesidad expresiva que es más animal, casi del orden de lo orgánico en el individuo, que simplemente profesional. El arte es una actividad intelectual en ese sentido: viendo la vida del intelecto como una más de las necesidades biológicas del ser humano. Animal en el sentido de que son absolutamente vitales, que forma parte de su esencia. Entonces no es un problema profesional o de género artístico, de gremios ni nada… Es una más de las necesidades animales del ser humano.
Hace poco, trabajando para las investigaciones de Roberto, estaba leyendo El origen de la tragedia griega, de Nietzsche, donde él habla de eso: del impulso dionisíaco vital y absolutamente necesario, que hay que superar para llegar al verdadero arte, pero viene de un impulso dionisíaco, casi animal, de la especie.
Creo que todo artista potente, profundo, es así. No hay imágenes que me conmuevan más que los Picasso de 1907, 1908, 1909. Lo ves y parecen imágenes prehistóricas, y aquella cosa animal y salvaje, es el origen de la modernidad. Ahí está ese lado animal y orgánico que hace potente a un artista.
Según Jean Baudrillard tal vez el arte llegue a ser un paréntesis en la historia de la humanidad.
Él tiene esas teorías, bien curiosas, que parten de la idea de que el arte, un día, puede desaparecer, como funciones que un día podrían dejar de ser pertinentes, y entonces desaparecen. Yo no lo veo así, sinceramente. Creo más en la teoría de que es una necesidad vital, casi animal, de la especie.
Ojalá no sea cierto. Ojalá no tenga razón.
¿Qué es la belleza?
Uy… (se veía en aprietos) Tengo una visión bien curiosa. Por supuesto la belleza existe, pero está sometida a la historia. Es una noción histórica. Es decir, la belleza no es una. Se modifica, son convenciones generacionales. Lo que hoy es bello puede que mañana no lo sea. Lo que ayer no lo fue puede que hoy llegue a serlo. De manera que no es un absoluto, veo más bien la belleza como uno de los subproductos del arte. Digo que el arte es una actividad intelectual, metafísica, de la humanidad. Una actividad que secreta belleza, como un cuerpo secreta sudor al trabajar. Pero el belleza-sudor no es sino un síntoma, eso que denota la existencia de un trabajo muy particular, específico, nunca un objetivo en sí para el artista.
Los pasadizos hacia la lucidez pueden escogerse, pero en ocasiones son ellos los que eligen. Ariel Jiménez encausa su búsqueda de sentido en el arte moderno y contemporáneo como una traducción de incertidumbres. Esto, más allá de la tarea de un investigador y curador, es la necesidad de un hombre que intenta conocerse a sí mismo y entender su tiempo. No hay nada que este párrafo cierre: la imagen, la representación (en correspondencia con la última etapa del pensamiento nietzscheano) se configura como “el único modo en el que se nos puede dar el mundo verdadero”.