Entrevista

María Elena Ramos: Sístole y diástole

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«Explicarse» es muy difícil, dice Deleuze en la primera línea de Diálogos. Una pregunta es una orquestación, una prefabricación de la que constantemente se huye pero ese huir es volver varias veces. La pregunta y la respuesta, una máquina binaria que tal vez sirva para nada. Se puede hablar de María Elena Ramos, transcribir lo que dijo… pero lo que realmente importa es reconocer los énfasis a los que muy atentamente vuelve. El cúmulo de insistencias de una de las críticas y curadoras de arte más importantes de Venezuela. Del cúmulo a continuación puede inferirse las ideas que la secuestran, como de sus gestos o las texturas de sus manos las facciones menos evidentes. En el hilo de esta conversación tal vez se noten los olores en su casa que también hablan por ella: el jardín asomado por la puerta del patio y las ventanas, los libros en todas las estancias, y libros con marcas evidentes porque una cosa es un libro y otra un libro habitado, la presencia exclamativa de Canela, documentos y catálogos echados sobre la mesa para ilustrar la historia de su vida, e incluso la tarde que deviene a acercamiento a lo largo de esta palpitación. Hablar con María Elena Ramos requiere la máscara de quien sabe a lo que juega, pero que una vez hecha la apuesta constata el riesgo del azar. No podría ser de otra manera si quien estaba frente a mis preguntas era una investigadora con el instrumento de la interlocución afilado y fuera de su carcaj.
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María Elena Ramos es Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Católica Andrés Bello con estudios de maestría y doctorado en Filosofía de Universidad Simón Bolívar. Fue Presidente del Museo de Bellas Artes de Caracas de 1989 a 2001. Miembro fundador de la Galería de Arte Nacional (1976) y del Museo de Arte Popular de Petare. Fue también miembro del equipo creador del Instituto de Educación Superior Armando Reverón en los años 80. Curadora de arte, con exposiciones en Venezuela, Francia, Estados Unidos, así como en las bienales de Cuenca, Medellín, Sao Paulo y Venecia.

 

Es autora de El libro de la belleza, reflexiones sobre un valor esquivo (2015), El Ávila en la Mirada de todos (2014), La cultura bajo acoso (2012), Gego (2012), Diálogos con el arte (2007), Fotociudad. Estética urbana y lenguaje fotográfico (2003), De las formas del arte (2002), Armónico-Disonante (2001), Intervenciones en el espacio (1998), Acciones frente a la plaza, 1995, Pistas para quedar mirando (1991), y Arte y naturaleza, (1987).

 

¿Qué es encontrarse con alguien? Vuelvo al filósofo francés. Es entrar a una escenografía con nombre propio, y en este caso escuchar una revisión de confesiones secas pero luminosas que vienen de un ardor específico. Afirmaciones desde la valentía, un recorrido prolífico por el andar de esta hacedora desde el arte que se ha parado como Presidente de importantes instituciones culturales del país y frente a grandes pensadores como Jean-François Lyotard o Jean Baudrillard. María Elena Ramos ha hurgado profundamente las artes contemporáneas de Venezuela, en el estado de la cultura, en la belleza esquiva. Lea a continuación la sístole y diástole, un intercambio triangular donde las imágenes completan nuestras líneas ¿o las hacen obvias? Un homenaje correspondido desde una cierta desnudez.

 

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¿Cómo fue tu formación? Sabemos que empezaste estudiando Comunicación Social.

Estudié Comunicación Social en la (Universidad) Católica porque me interesaba la escritura. Incluso pensé en la posibilidad de Letras, pero sentí que Comunicación me abría otras puertas además del ejercicio de la escritura. Yo no quería reducirme a una sola o a pocas posibilidades. Por ejemplo, me interesaba también lo audiovisual en ese momento. Hice la especialidad en lenguajes audiovisuales, a pesar de que empecé a escribir en El Nacional desde que era estudiante.

¿Cómo influyó la formación de Comunicación Social en la gramática de tu investigación?

En el libro que me dices que leíste [Diálogos con el arte] señalo al principio que la carrera te da instrumentos, entre ellos el de la entrevista, algo que a mí me ha resultado siempre muy interesante. Pero no he trabajado solo la entrevista periodística sino más bien la de investigación, con la gente que me ha sido más cercana en el mundo en que me desenvuelvo desde que me gradué, que son los artistas, los intelectuales, los filósofos… Creo que Comunicación Social me dio mucho más que la herramienta para la entrevista. Nunca podría arrepentirme de haber estudiado esa carrera, pues allí se reunían dos pasiones mías de siempre: la necesidad de la escritura y el afán por la búsqueda de la verdad.  El escribir es algo que puede lograrse –de mejor o peor modo- a lo largo de una vida profesional. Escribo todo el tiempo, cuando hago una crítica, una curaduría, un libro, una conferencia –que siempre preparo antes como escritura- y hasta en proyectos de gerencia que, aunque tengan mucho de oralidad e interacción humana, de liderazgo, tienen también orígenes o aterrizajes en la palabra escrita. En cuanto a la verdad, ese algo aparentemente más escurridizo y sinuoso, en rigor no lo es tanto si lo circunscribimos: en el ámbito de la comunicación social como necesidad de buscar la verdad de los hechos, en el ámbito más personal y creativo como lo que es verdad para uno mismo, eso que vale para uno, eso que lleva nuestras pistas a lo largo del propio recorrido. Años después de estudiar Comunicación Social hice estudios de maestría y doctorado en filosofía, en la Universidad Simón Bolívar. Y entonces el complejo problema de la verdad adquirió otros matices, ampliando la comprensión tanto de las certezas éticas como de las dudas escépticas, o conociendo la aceptación, como en la filosofía analítica, de los propios límites del pensar filosófico para conocer verdades que fueran más allá del lenguaje. El tema de la verdad se volvía entonces algo más esencial pero a la vez más modesto en medio de sus límites.

 

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Pero en los dos casos, tanto en Comunicación como en Filosofía, hay una especie de compulsión por esa búsqueda, incluso a riesgo. En unos casos, hay riesgo porque puedes enfrentarte a una realidad cotidiana, grupal, política, ética que generan conflicto. En otros, son verdades que tocan de modo más profundo la vida intelectual y el compromiso más personal de vida.

 

Mis años de estudio en Comunicación fueron una gran apertura hacia lo escrito y hacia lo visual. De hecho, pensaba originalmente estudiar la especialización de prensa, pero como ya había empezado a escribir en El Nacional, mis profesores me dijeron: ¿para qué vas a hacer eso si ya estás trabajando en la prensa real? Y me recomendaron elegir los lenguajes audiovisuales, algo que me atraía también especialmente y que me abriría a más conocimientos. En el periódico hice desde el principio periodismo de opinión. No hice trabajo de calle, cosa que lamenté. No podía hacer pasantías pues tenía que levantar a mi familia con un trabajo fijo. No era tan fácil como lo fue después, cuando  las nuevas generaciones hacen pasantías en periódicos y otras instituciones. Pero en mi tiempo de estudiante, aunque no fui pasante en el periódico me acogieron muy receptivamente como incipiente colaboradora de opinión. Recuerdo que tenía discusiones con el director de la página, Julio Barroeta. Me decía: esto es periodismo de opinión pero siempre sobre la actualidad. Yo me fajaba a escribir así y luego lo engavetaban. Pasaban días, dos semanas, y yo lo llamaba para decirle que se estaba perdiendo esa actualidad que él pedía. Al final siempre los publicaba. Y me decía que debía darme con una piedra en los dientes por escribir en la misma página que autores como Alfredo Tarre Murzi (Sanín), Pedro León Zapata y otros reconocidos periodistas y escritores, pues para entonces yo estaba apenas en segundo año de la universidad. Cuando me publicó el primero, Barroeta me hizo ver, explícitamente, una diferencia entre el texto que yo entregaba y el que salía publicado, cuando me preguntó: ¿notaste que el texto impreso huele diferente al que me enviaste? Me sorprendió, y me hizo notar un aspecto sensorial, olfativo, muy particular del periódico, pero su pregunta, claro, venía también cargada de intención simbólica. Fue una buena experiencia la de esos tiempos iniciales, en la página de crónicas. Años después escribiría en el Cuerpo E, el Papel Literario.

 

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Cuando me tocó elegir la especialidad, elegí audiovisual. Verdaderamente yo no soy tanto del ejercicio práctico de ese tipo de medios. Siempre he sentido que aprendo mucho más escribiendo un texto que haciendo un programa de televisión. Pero esa especialidad me dio instrumentos y acercamientos teóricos a lo que sería luego profesionalmente importante: mi vínculo con las artes plásticas y visuales. Además he realizado videos y programas audiovisuales relacionados con los artistas, los museos, las curadurías

¿Qué te motivó a estudiar el postgrado de Filosofía?

Me acerco a la filosofía después, y no antes, de mi relación con el arte. Y ese “después” fue significativo, pues con la filosofía quería buscar fundamentos para mi estudio del arte, que era lo principal. Pasó mucho tiempo. Me había graduado en 1975 en Comunicación y fue a mediados de los años ochenta cuando empecé a hacer el postgrado en la USB (fueron Armando Rojas-Guardia y Alberto Comte, una noche en mi casa, quienes me hablaron de las virtudes de ese postgrado). Ya tenía años trabajando en museos, pues poco después de graduarme en la UCAB empecé en la Galería de Arte Nacional, que estaba iniciándose y reclutando profesionales jóvenes.

¿Empezaste en la GAN?

En realidad, mi primer trabajo profesional después de graduarme fue en la OCI [Oficina Central de Información]. Allí dirigí las publicaciones internacionales, publicaciones en inglés, francés, dirigidas por un periodista muy veterano, reconocido y querido: Clemente Cohen. Estuve poco menos de un año con ellos porque enseguida la OCI me envió a México para acompañar a Carlos Cruz Diez, y cada vez fui entrando más en el terreno del arte. Hice, también desde la OCI, todo el trabajo de prensa de Jacobo Borges en México. Y pasó una cosa interesante. Jacobo fue con una serie de textos de prensa que escribí y que se publicaron allá en varios medios durante los días de su exposición en el Museo de Arte Moderno. Entonces Alejandro Otero, que lo acompañaba, le dice a Jacobo: qué maravilla estos periodistas mexicanos, qué buenos son, fíjate, ese periodista mexicano que escribió esto… Jacobo lo dejaba hablar… ¡y este artículo en este otro periódico!  Estaba emocionado con los periodistas mexicanos.

¿No los firmaste?

No aparecía mi nombre porque era un apoyo institucional de la OCI. Jacobo lo dejó hablar, y cuando terminó de ponderar a los varios magníficos periodistas mexicanos, le dijo: eso lo escribió una joven periodista venezolana que acaba de salir de la universidad y se llama tal.

 

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Entonces un tiempo después Jacobo mismo me sugirió ir a la Galería de Arte Nacional [GAN] que estaba iniciando y reclutando a gente joven. Y pasó entonces algo interesante: yo me acerqué a la Galería sin pensar dejar mi trabajo en la OCI, sino para hacer alguna investigación específica sobre algún artista, algún texto o video eventual…

Una comisión…

Sí, con la idea de ir profundizando mi vínculo con el arte. Pero desde el primer encuentro el director, Manuel Espinoza, me ofreció un cargo directivo en el área de Educación por el arte. Así, mi formación en museos empieza en el año 76, muy vinculada con educación e investigación, lo que me entusiasma cada vez más. La experiencia en la Galería de Arte Nacional en esa época, además, era muy intensa.

¿Cuánto tiempo estuviste ahí?

Cuatro años, del 76 al 80.

¿En el mismo programa de Educación?

Dirigiendo el Departamento de Proyección Didáctica, pero que no era solamente de educación. Incluía cinco áreas: prensa, audiovisual, publicaciones, eventos y el área más propiamente educativa. Era grande y múltiple y fue para mí un aprendizaje muy importante, en todas esas variantes profesionales que estaban allí presentes, pero también en la gerencia cultural. Creo que ese fue mi verdadero primer postgrado, si puede decirse.

¿Cómo llegas al Museo de Bellas Artes?

En el año 80 me voy de la GAN y hay dos grandes razones para esto: por una parte quiero dedicarme más intensivamente a la investigación, un deseo de siempre; por otra parte, quería estar más tiempo con mis hijos, especialmente con la más pequeña, Marién, que apenas tenía un año. Desde mi casa pude hacer un trabajo más individual y estuve nueve años en ese proceso. Por entonces también hice la maestría, luego pasé al doctorado y estaba feliz reuniendo todos esos aspectos de la vida, personales, intelectuales, profesionales, desde mi casa. En 1989, con el cambio de gobierno, José Antonio Abreu fue nombrado Ministro de Cultura, y me llamó. No lo conocía personalmente, claro que sí como músico, y él había leído algún texto mío. Me invitó a dirigir el Museo de Bellas Artes, pero yo no quería aceptar pues me dolía dejar ese espacio de trabajo intelectual que me había costado tanto esfuerzo ir creando. En este punto es importante decir que en Venezuela no ha habido suficiente estímulo para el investigador. Cuando eres una persona joven que quiere dedicarse al trabajo teórico tienes dos tipos de problema: por una parte no puedes vivir con los honorarios que te ofrecen como investigador; por otra, y desde el lado «positivo», te ofrecen mejores condiciones para gerenciar proyectos. Entonces, claro, aceptas gerenciar procesos si están dentro del mismo mundo cultural que te interesa… y estás feliz, pero no tanto como si te estimularan como investigador y te dijeran aquí tiene estos recursos, siéntese a investigar.

 

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Le vamos a pagar por eso.

Le vamos a pagar por investigar, por escribir, por generar trabajo teórico. Tuve siempre ese problema, que no es solo mío sino de mucha gente que quiere hacer esa labor intelectual sin necesariamente tener un tiempo completo en la academia universitaria, de estructura más rígida. Cuando llego a la GAN, pensando en algo que me reportaría satisfacción en el área de la investigación, me ofrecen en cambio esa otra función, gerencial, que tuvo luego mucho de formación y creatividad también, que estaba muy bien y fue una gran experiencia, aunque no me dejaba tiempo real para la investigación. Entonces la vida de uno ha sido una lucha constante con esa dificultad, por hacerse ese espacio de rigor intelectual pero a la vez de libertad.

 

Yo digo que tengo épocas de sístole y diástole en mi trabajo. Es decir, épocas en las que he estado haciendo investigación, de modo más independiente y reservado, y otras en las que he estado dirigiendo grupos, proyectos e instituciones. He disfrutado los dos tipos de experiencia, aunque me identifico más con la escritura y la investigación, y eso ha sido creciente hasta hoy.

 

Esta casa lo dice. Se siente que hay una persona habitándola, pensándola todo el tiempo. 

[Asiente de manera tácita y en ese estrecho silencio entran los ruidos de la calle que habíamos ignorado durante la conversación.]

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En la dirección de equipos uno aprende mucho, no solo de la misma actividad profesional sino del modo de ser de los humanos moviéndose en la dimensión productiva, con las fuerzas que allí se activan: relaciones de poder, de solidaridad, modos más positivos o negativos de entender la competencia entre colegas e incluso afectos entrañables que se forjan en el ámbito laboral y duran luego toda la vida. Muchos años después vi, por ejemplo, que había mucha gente que salía de la universidad creyendo que, por haberse graduado y por estar llegando a un museo reconocido, ya se era curador, actuando con bastante arrogancia pero con muy poco conocimiento real. Su objetivo central era “ser curador», esa palabra mágica que obnubila a alguna gente. En mi caso, en los inicios de la GAN yo venía de Comunicación Social y empecé dirigiendo el área de Educación, donde tienes que entrar de una manera modesta pero, al mismo tiempo, tienes que ser eficaz para atrapar el interés de las personas, primero las de tu grupo, luego las del público. Es decir, tienes que poner en términos sencillos cosas que son complejas en el arte y la estética, y no regodearte herméticamente en su complejidad como pasa con frecuencia con los muchachos recién salidos de la universidad (aunque de modo más general hay que estar conscientes de que nuestro intelecto tiende a ser arrogante, por eso hay que aprender a moderarlo, y para eso a veces tienen que pasar los años).

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Cuando salí de la GAN, en 1980, estuve nueve años trabajando desde la casa, con algunos horarios de docencia universitaria, haciendo curadurías de modo independiente con los museos y escribiendo para la prensa. Fue entonces cuando escribí de modo más regular en el Papel Literario de El Nacional, haciendo la columna de artes visuales durante más de una década  (por cierto una selección de esos y otros textos de los ochenta la publicó luego la Academia de la Historia, en Pistas para quedar mirando, 1991). Hubiera seguido más largamente en aquellas actividades porque me sentía muy bien, pero entonces apareció José Antonio Abreu con su invitación al MBA. Le dije que no varias veces y cada vez él me decía «piénsalo mejor, te doy unos días más». Eso fue increíble, y muy tenso. Yo le decía: no quiero dejar el posgrado y él respondía: «yo te ayudo a crear una mención especial en estética en el postgrado de filosofía que estás haciendo». Y así fue, me ayudó después y creamos un proyecto especial en la USB. Por distintas razones no duró, pero se creó y trajimos profesores de otros países, de Chile, Colombia… con la idea de crear una mención de Estética dentro del postgrado de Filosofía.

 

Empecé a dirigir el museo en 1989, y no me arrepiento. Lo acepté solo por dos años pero luego pasaba el tiempo y me fui quedando. El mismo Abreu mucho tiempo después, cuando él ya no estaba en el ministerio, me echaba broma por eso…  Estuve doce años en el MBA.

 

En este libro [La cultura bajo acoso] que tal vez sería interesante que vieras, te lo puedo prestar…

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Lo compraré. Quisiera tener una casa llena de libros como la tuya y con libros prestados no lo voy a lograr. 

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Además cuando es prestado uno no lo puede rayar con el mismo entusiasmo…

Diálogos con el arte lo tengo y lo subrayo a placer pero con lápiz.

He tenido épocas en que los marcaba con bolígrafo. Después fui más cuidadosa y lo hago con lápiz. Hay un texto muy bueno que te recomiendo de George Steiner (“El lector infrecuente”) en que se refiere al acto de subrayar los libros y de hacer notas al pie y en los márgenes, como un primer indicio de la respuesta del lector hacia el texto. Dice algo radical: “en cada acto de lectura completo nace el deseo de escribir un libro en respuesta. El intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee un libro tiene un lápiz en la mano”.

 

[Lo anota en un bloc donde iba apuntando sus ideas mientras conversábamos.]

 

¿Presidiste el Museo de Bellas Artes?

Sí. El primer cargo con el que entré en 1989 era de director, pero en el 90 se empezaron a crear las fundaciones de Estado para los museos, lo cual daba muchísima más autonomía y fortaleza a las instituciones culturales. En 1990, cuando pasamos a ser Fundación de Estado, ya la figura no era de director sino de presidente, que sumaba a la actividad regular de un director de museo las que se derivaban de dirigir una fundación, con una Junta Directiva, una Contraloría Interna y una serie de funciones administrativas que permitían mayor crecimiento del museo y también un mejor control de la gestión. Estuve desde 1989 hasta Enero de 2001, cuando se dio la llamada revolución cultural.

Durante esos 12 años estabas abocada al Museo de Bellas Artes.

Sí, y también continué con el postgrado.

¿Para ese entonces cuál podrías decir que era tu línea de investigación?

Siempre se orientó hacia problemas de arte y estética. Algunos de ellos los recojo en el libro Armónico Disonante (Reflexiones sobre arte y estética), que publicó la UCAB en 2001. El postgrado de la USB era variado en sus materias obligatorias y electivas. Por ejemplo, me interesó mucho San Agustín y los problemas de la percepción que él estudia.

“Si nombro al sol y no lo veo no sé lo que nombro…”, parafraseando a San Agustín.

Este autor me interesó mucho, lo trabajé largo tiempo. Tuve profesores excelentes en el postgrado, como Ángel Cappelletti, Arturo Ardao, Eduardo Vázquez, José Jara, Rafael Tomás Caldera, Javier Sasso, Pablo Oyarzún… En el índice de este libro te puedes hacer una idea de algunos de los temas que trabajé por esos tiempos. Paralelamente hacía algunas curadurías para el MBA. Naturalmente yo no actuaba como un curador de museo que está dedicado a esto exclusivamente, pero sí hice varios proyectos curatoriales en esos años mientras dirigía el museo. Por ejemplo, Intervenciones en el espacio fue una curaduría de la que me gustaría hablar como un capítulo particular, porque tiene que ver mucho con el proceso más amplio que se dio en la institución.

Soy toda oídos. Háblanos sobre Intervenciones en el espacio.

No sé si conoces la historia de la división de la Galería de Arte Nacional y el Museo de Bellas Artes. En el año 75 se crea la Galería de Arte Nacional, pero no se crea lamentablemente como ha sucedido en otros países, cuando un nuevo museo especializado  no agrede al museo matriz anterior. Por ejemplo, cuando se crea el Museo de Arte Moderno de París no se hace en detrimento del Louvre, o cuando se crea el MoMA en Nueva York no nace en detrimento del Metropolitan sino como complemento, porque llega un momento en que esos grandes museos enciclopédicos que abarcan tanto no son suficientes para ahondar en ciertas áreas específicas. En Venezuela, el Museo de Bellas Artes era el único gran museo, y era de ese tipo universal, con colecciones de tipo enciclopédico, con obras del antiguo Egipto, de arte medieval y de la modernidad; del arte contemporáneo, del arte venezolano, latinoamericano, europeo, norteamericano, colección de grabados italianos, entre otras. Es decir, era lo que son los museos de bellas artes, con un perfil universal. Pero había la necesidad de crear un museo especializado en arte venezolano, lo que era muy razonable y valioso. Sin embargo, de la manera en que se dieron aquí las cosas, el nacimiento de la Galería de Arte Nacional resultó un golpe demasiado fuerte e injusto para el Museo de Bellas Artes. La GAN recibió todo el patrimonio de obra venezolana que tenía el museo, y también su edificio original.

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Este tabloide que te estoy dando es el catálogo que hizo la universidad de Southampton, Inglaterra, en 2011/2012 para homenajear a Terry Smith,  creador inglés que estaba cumpliendo treinta años de vida artística. Smith fue uno de los artistas que invité a la exposición de Intervenciones en el espacio, en 1995. Esa universidad inglesa me pidió que hiciera un texto que reflejara lo que había significado aquella experiencia en el MBA de Caracas, con la obra de Smith y en general la de los once artistas invitados, creadores como Joseph Kosuth, Dan Graham, Luis Camnitzer, Víctor Lucena, Gonzalo Díaz, Micha Ullman, entre otros, que dejaron para la colección contemporánea del MBA instalaciones y obras significativas.

 

[Me va señalando las obras y el museo en el catálogo.]

 

Apareces con Terry Smith en un video de cuando hicieron el foro entorno a la exposición Moving Target.

Claro, porque Lisa Blackmore y yo organizamos la exposición Moving Target (2012/2013) con videos de Terry en Periférico. Ahí hablamos también de la experiencia del 95 en el MBA, cuando él hizo con su obra una metáfora de las columnas del antiguo edificio del museo, por entonces sede provisional de la GAN. Todo el tiempo en que dirigí el museo, y desde mucho antes, ese antiguo edificio construido por Villanueva en los años treinta lo utilizó la Galería de Arte Nacional (en un préstamo “provisional” que duró más de treinta años). Esa fue una de las heridas que recibió el museo a mediados de los setenta: si bien había logrado construir su nueva ala precisamente porque ya el antiguo edificio neoclásico no era suficiente, una vez que se construye solo se le entrega el ala nueva, ni siquiera del todo terminada, mientras el edificio original fue asignado a la GAN. Así, el MBA continuó siendo deficitario a pesar de haber luchado por años para tener más espacio, y la GAN fue deficitaria desde su nacimiento.

 

Hubo una situación muy compleja que describo más detalladamente en el libro La cultura bajo acoso: cómo fue tratado el director anterior del Museo, Miguel Arroyo, muy competente y estimado; cómo fue minimizado el museo, opacado su perfil de arte universal, tomada su colección de arte nacional, y otras situaciones que sucedieron entonces y que deprimieron por mucho tiempo a aquella institución que había sido pionera en la cultura del país. Es interesante notar que una de las personas claves en aquel conflicto fue quien llegaría más tarde, a inicios del nuevo siglo, a ser Vice-Ministro de Cultura y que sería autor, con el beneplácito de Hugo Chávez, del desmontaje institucional que significó la llamada Revolución Cultural. ¿Ves lo que es la historia? Tú que eres joven, de las más recientes generaciones, no conoces de cerca aquellos episodios de los años setenta sino los más recientes, del nuevo siglo. En el país, además, tenemos muy poca memoria, y por eso vivimos sorprendiéndonos…y repitiendo ingenuidades y errores.

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Cuando empecé a dirigir el Museo, en Marzo de 1989, una de las situaciones más graves a resolver era que, desde la crisis de los setenta, había perdido su perfil de museo universal. A pesar de que tenía sus colecciones internacionales, estaban guardadas en los depósitos. Por años se había llevado al MBA, arbitrariamente, a ser un museo de arte latinoamericano esencialmente, dando atención solo a una de sus importantes colecciones e ignorando las otras, y sobre todo anulando su fuerza como sitio de la cultura universal. Pero eso era como decir que tienes diez hijos pero te obligan a cuidar solo uno de ellos.

 

Esa tendencia vino marcada por una cosa ideológica, de una izquierda sesentosa y trasnochada, que veía con ojeriza la idea de universalidad, e incluso el concepto mismo de “bellas artes” (y eso eran, en definitiva, ese tipo de museos como el MBA de Caracas: llamados de bellas artes, y representativos de la cultura universal). Según ese enfoque ideologizante el museo llevaba el estigma en el nombre, y sus colecciones universales debían ser minimizadas, pues solo la latinoamericana tenía valor para ellos. Asunto más grave aun si consideras que, al quitársele su amplia y valiosa colección de arte nacional, la colección latinoamericana del MBA quedaba incompleta. Y lamentablemente el MBA, después de la renuncia de Arroyo, no tuvo la fuerza de un liderazgo interno que luchara por revelar su natural perfil, y permitió que las colecciones –y la antigua energía del museo- reposaran por muchos años en el ocultamiento.

 

Entonces, parte de mi trabajo al inicio fue recuperar el perfil de museo universal, enciclopédico a la manera de los antiguos museos, en este caso desde el arte de los antiguos egipcios, de 3.000 años antes de Cristo, hasta las obras más contemporáneas. Pero para poder rescatar ese perfil había que recuperar, y mostrar, y estudiar, las colecciones ignoradas por tantos años. Entonces se rescató la colección egipcia y obtuvimos recursos para instalarla en las rampas. Se recuperó la colección china que había quedado conservada en una sala tapiada, como una burbuja. Tuvimos que crear sitios nuevos o refaccionar los viejos, terminar la Terraza de esculturas, que ni siquiera tenía piso en condición de funcionar; crear el Gabinete de Dibujo y Estampas para mostrar y estudiar las obras sobre papel, un antiguo proyecto de la institución. Pero además, como nosotros los trabajadores intelectuales andamos buscándole tres pies al gato (¿o cinco?.. nunca he sabido por qué se dice tres cuando deberían ser cinco). Estábamos constantemente reflexionando sobre ese proceso del espacio haciéndose, reactivándose, recuperando un pasado oculto pero a la vez dando lugar a nueva vida y energía cultural. Y había también allí una reflexión, más básica pero también más teórica, sobre el espacio mismo, pues ni los museos ni las artes visuales pueden existir sin espacio, simple y llanamente.

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Paralelamente creamos proyectos expositivos y teóricos relacionados con aquel rescate de los espacios, las colecciones y el sentido del lugar. De ellos, Intervenciones en el espacio fue el más intenso en términos también de arte contemporáneo. Hubo una experiencia anterior, El espacio, escenario de un museo (1991/1992) con dos muestras individuales, de Víctor Lucena y Domingo Álvarez, además de un estudio arquitectónico de las dos edificaciones que diseñó Villanueva para el MBA, en los años treinta y en los setenta. Y se presentó otra colectiva posterior, Árboles, (2001) con artistas nacionales e internacionales luego de haber rescatado la totalidad del jardín de esculturas. Para Intervenciones en el espacio, presentada en 1995, invitamos once artistas internacionales, entre ellos un venezolano, varios latinoamericanos y algunos europeos y norteamericanos. Vinieron a conocer y estudiar el museo, la trayectoria de esos dos edificios uno al lado del otro, los aspectos políticos de la crisis de los setenta. Cualquiera de las once intervenciones tiene su propia historia, compleja y rica, y sería largo referirme a cada una. Hablamos especialmente de la de Terry Smith porque fue adquiriendo distintos matices conceptuales y políticos a lo largo de los años, movilizados por la peculiar situación que vive el país desde finales del siglo XX.

 

Terry había elegido el corredor que separa el viejo edificio del nuevo. Hizo deconstrucción en la pared, con las formas de las columnas neoclásicas de la sede original (retomando así similares deconstrucciones que había realizado poco tiempo atrás en el British Museum de Londres).

 

Él hizo deconstrucción en la pared de este museo caraqueño, e incluso dejó la tierra allí en el piso, que se mantuvo así, como parte de la obra, por mucho tiempo. Pasaron los años…. Me siento como una abuelita contándoles así, pasaron los años

 

[Nos reímos.]

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Pasaron los años, vino este gobierno y vino Farruco Sesto y odió esa obra, que era una instalación-deconstrucción en la arquitectura. El plan que habíamos acordado de entrada, el artista y yo como curadora, era que cuando se dañase la pared él volvería al país, y junto a jóvenes estudiantes del Instituto Armando Reverón utilizarían sus propios cuerpos, presionándolos contra el muro como instrumentos para grabar, y producirían así estampas de gran formato que serían donadas al MBA y al IUESAPAR. Y todo eso antes de eliminar la obra, pues en el plan original estaba que era una intervención efímera.

¿En qué año fue eso?

La exposición se hizo en el 95. Pasó el tiempo. Estuve en el museo hasta el 2001 y hasta esa fecha, cuando se dañaba el muro, no hacía falta pedir que lo arreglaran. Los arquitectos y obreros del museo estaban pendientes de mantener la obra y el friso. Todo el mundo estaba entusiasmado con esa pieza, por su fuerza plástica y también simbólica, y porque se convirtió en una vía de entrada (física, pero también conceptual y memoriosa) al MBA desde la GAN. Cuando me fui, en 2001, pensé que tal vez no se sostendría. De todas maneras no tenía esperanza a futuro con esa instalación porque había nacido para ser efímera. Pero los muchachos del museo la siguieron cuidando y, de tanto afecto de ellos y del público, la obra se fue ganando su derecho a la existencia, volviéndose largamente duradero lo que había sido creado para no durar. Pero la nueva directiva quiso poner fin a esa pieza que tanto molestaba al ministro Sesto. Trajeron a Smith de Londres para que dirigiera, él mismo en 2010, la demolición de lo que había sido su obra por deconstrucción en el 95. Al prohibirla y, aun a pesar suyo, esos dirigentes del chavismo dieron a la obra un renovado cariz político, muy revelador de la intransigencia en la Venezuela actual, pero complementario de la crisis de separación de los museos, con el avasallamiento del espacio y las colecciones que sucedió en los setenta, y a lo que originalmente la obra de Smith aludía. Por todo eso la universidad inglesa de Southampton me invitó a contar esa experiencia en su publicación.

Para que dieras el testimonio.

Conté la experiencia curatorial de 1995 y también lo que sucedió cuando Terry Smith vino a desmontar la obra en 2010. Cuando lo llamaron para venir a eliminarla él lo aceptó, en vista de que la idea inicial era la de no durar. (Él mismo había sido el primer sorprendido de la duración de esta pieza pues, de sus obras internacionales también pensadas como efímeras, esta era la única que había tenido larga vida, gracias a tanto entusiasmo y cuido de los museólogos). La desmontó, pero se sintió tan contrariado que en su charla posterior en Periférico Los Galpones dijo: “…obviamente hubo presión para borrar la obra. No sentí que tenía derecho a quejarme, así que me quedé para examinar la pared y comenzar su destrucción. Me pareció importante que fuese yo quien le diera el primer golpe. Pero luego de pensarlo, no estuve tan contento con mi decisión. Empecé a preguntarme a quién le pertenecía la obra. No sentía apego a la obra pero me sentía muy conmovido y apegado a la gente del museo que la había cuidado tanto. Me di cuenta que la obra no me pertenecía y ese había sido mi error, tal vez era hasta presumido de mi parte tener la palabra final. La obra le pertenece a la gente que la cuida así que quise disculparme públicamente por lo que había hecho”.

¿Cuáles era los alegatos de la nueva directiva para la demoler la pieza?

No les gustaba ese tipo de arte contemporáneo. También, de alguna manera, era un recuerdo de los tiempos anteriores, cuando los museos funcionaban. Además, la gente la quería,  y eso no le gustaba a algunos. A mí me conmovió mucho cómo la cuidaban. Y sentía, además, que no solamente mantenían esa obra por su propio valor, evidente como arte contemporáneo, sino que cuidaban una situación más amplia.

La memoria…

Sí, ellos estaban cuidando también una memoria del lugar. Por ejemplo los muchachos de educación empezaban la visita guiada por la pileta del viejo edificio y contaban la historia de los dos museos. Iniciar por la obra de Terry Smith hacía entender. La gente se emocionaba con ese trabajo, pero también se ponía a reflexionar. Habiendo despertado por años mucha emoción, era también una obra muy conceptual, que movilizaba ideas.

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Este es un ejemplo de cuando el arte ayuda a entender la historia.

Claro. Y es un caso notable porque fue una exposición en la que cada uno de los artistas asumió un espacio distinto y una razón diferente de la historia que se les había contado sobre la realidad de ese edificio. Por ejemplo, uno de los relatos que les hacíamos, al invitarlos a conocer el lugar, era que cuando la gente empezó a transitar la nueva ala, estrenada en los años setenta, se quejaba: no era cómodo como la antigua sede, que se recorría por la izquierda o la derecha y te llevaba de vuelta a la puerta principal, todo en una planta única y accesible. En la nueva ala, como había que tomar ascensor y subir rampas, el público se quejaba. Un día yo estaba parada en la terraza, mirando hacia el Parque Los Caobos que nos rodeaba y les dije a las personas que estaban conmigo: este edificio es como el árbol más alto del parque. En ese momento alguien dijo, ese es un buen slogan, y lo usamos como estrategia para atraer. Nos funcionó muchísimo ese giro: no es un fastidio venir y subir esas rampas o en ascensor sino que es, más bien, el museo más alto que usted puede recorrer en Venezuela. Ahí estábamos jugando con el rol de comunicadores.

 

A Joseph Kosuth, como sabes un creador esencial en el arte contemporáneo y un maestro del conceptualismo, cuando lo invitamos y le contamos esta historia le atrajo precisamente para su obra esa idea de la verticalidad del edificio, así como esa antigua queja de la gente para moverse por las rampas. Entonces en los antepechos de esas rampas construyó su intervención en neón: Humboldt’s Range.

¿Son proyecciones?

No, son textos en neón y nos costó un mundo conseguir el material. Kosuth eligió citas de Humboldt con descripciones de las alturas de América: volcanes, cascadas…reunía de ese modo la geografía latinoamericana y la topografía del edificio. Además utilizó algunas citas en que el viajero alemán se refería a los lugareños, algunas incluso muy deterministas sobre el modo de ser de los habitantes de las alturas del continente.

¿Quién financió este libro?

CANTV financió el amplio catálogo, y el libro de entrevistas fue patrocinado por Fundación Cultural Chacao. Y el de la anterior exposición sobre el espacio lo financió el Banco Mercantil. Siempre nos movíamos para conseguir recursos pues, si no, habría sido imposible hacer ese tipo de publicaciones.

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¿Los artistas desarrollaron la obra aquí en Venezuela? 

Sí, vinieron como un año antes a estudiar y elegir su sitio, a empaparse de la historia del museo pero también a conocer la realidad del país. Se les dio un dossier muy amplio, se les llevó a conocer la ciudad. Esos proyectos expositivos eran una de nuestras formas de reflexionar sobre el espacio que ocupan los museos en un país, y el que ocupaba el MBA. Años después presentamos la colectiva titulada Árboles, porque también recuperamos la totalidad del jardín de esculturas, que antes se usaba apenas en un 30%. También eso lo hicimos con el apoyo de diversas instituciones. El Metro de Caracas, por ejemplo, no podía darnos financiamiento pero sí importantes apoyos. Hicieron los tratamientos fitosanitarios de las plantas. Y cuando se fue logrando la recuperación total del jardín, nos enviaron a sus ingenieros, que diseñaron todo el sistema de iluminación. Años antes de dirigir el museo, yo había sido asesora en la creación del proyecto cultural del Metro, antes incluso de que este entrara en servicio. Cuando después empecé en el MBA, Pepe González Lander, el presidente del Metro, se puso a la orden para apoyarnos en aspectos técnicos, lo que se concretó por ejemplo con ese proyecto del jardín de esculturas.

¿Cuál es la faceta menos conocida de María Elena Ramos?

Tal vez que estudié música formalmente, desde los 5 años hasta los 15.

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¿Qué instrumento?

Piano, más solfeo y teoría, claro. Luego no seguí por distintas situaciones de la vida. Me casé muy temprano y luego no continué, pero me quedó esa marca muy fuerte. Para mí la música y la religión tienen una característica parecida, en el sentido de que las recibí en la infancia y hoy no soy practicante de ninguna, pero las dos me marcaron. Me pasó algo que a mí misma me impresionó mucho: en el postgrado de filosofía mis primeros trabajos, que eran casi todos vinculados con la estética, no se concentraban tanto en las artes plásticas, que era mi terreno de investigación habitual, como en la música. En ese libro que te comenté, Armónico-disonante, Reflexiones sobre arte y estética, hay algunos de esos textos. La música ha estado siempre muy dentro de mí. No es algo a lo que me aproximo analíticamente desde afuera, ni soy melómana de esas que pueden adivinar el exacto compás de una pieza, no; pero vivo con música todo el tiempo, acercarme a sus estructuras ha sido emocional e intelectualmente estimulante, y además  mi contacto con ella en la infancia me hizo percibir mejor ciertos aspectos de la modernidad, y también de lo urbano, de esta Caracas de la simultaneidad extrema donde he vivido. Por ejemplo, tengo unas experiencias que narré en ese libro de cuando yo entraba, cada vez, a la Escuela de Música José Ángel Lamas, la antigua escuela de la cuadra de Santa Capilla. Entraba en medio de los sonidos que venían desde salones distintos: de los más variados instrumentos, de voces de soprano o tenor, del buen canto de un profesor o las voces incipientes de los alumnos. Eran sonidos que me llegaban juntos pero sin acuerdo, interpretaciones de distintas melodías y ritmos. Así me iba llegando, en simultáneo, todo aquello tan heterogéneo, con su toque de incomodidad, de desajuste en los primeros instantes pero de un goce muy particular que me venía de inmediato y que fue creciendo con los años. La entrada a la Escuela de Música fue, y luego me di cuenta, como un aprendizaje para vivir diferencias y disonancias de la vida urbana, y mucho después, ya en mi trabajo teórico con el arte, vi que aquella experiencia de la infancia también me había abierto muy pronto a algunas características de la modernidad y aun hoy de la postmodernidad.

 

Inocente Carreño era allí, por cierto, mi maestro de solfeo y teoría. Yo tenía 7, 8 años y era la única niña del grupo. Para esa época no existía el kinder musical. ¡Qué envidia retrospectiva me dan hoy los niños que tienen kinder musical! Yo en cambio estudiaba solo con adultos, entre los que la más joven tenía 16 años y era nada menos que Rosario Marciano, concertista ya famosa a esa edad. Esa era mi compañerita, que me dejaba entrar y disfrutar de alguno de los ensayos para sus conciertos de piano. Nos llevábamos muy bien, pero claro, como todos los otros adultos, me trataba un poco como a una mascotita.

¿Qué música sonaba cuando llegamos?

Bach

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¿Escuchas algo especial?

Normalmente piezas muy suaves para poder trabajar, nada que tenga voz porque me distrae.

La música entonces es una particularidad de María Elena Ramos…

Y que soy abuela… ¡Y bisabuela! Tengo cinco nietos y una bisnieta.

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Háblanos de tu amistad con el poeta Armando Rojas Guardia.

Nos conocimos en el Taller Calicanto, que Antonia Palacios dirigió por años. Blanca Elena Pantin escribió un artículo en la revista Criticarte de Fundarte, que tituló algo así como Todos éramos de Calicanto, y hasta portada nos dieron con una foto del grupo, tomada por Vasco Szinetar en casa de Antonia cuando ya no estábamos en el taller, una imagen más bien rememorativa. Armando Rojas Guardia y yo creamos desde Calicanto una relación muy fraterna, que dura hasta hoy.

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En Calicanto fuimos muchos a lo largo del tiempo. Coincidíamos o no, en distintas etapas y como en oleadas. Yo estuve en la primera oleada, entre los que fundamos con Antonia el taller. Calicanto todavía no existía cuando ella era guía del taller de narrativa en el CELARG. Aquellos talleres duraban un año, terminaba un guía y su grupo y entraba otro guía con nuevos talleristas. Yo iba de oyente, pues no podía optar al taller (que tenía una pequeña beca) pues para entonces estaba  trabajando en otro ente del Estado, la Galería de Arte Nacional. Pero aun de oyente yo iba con el mayor entusiasmo a ese taller de Antonia en el CELARG. Y cuando se iba a terminar su año varios talleristas, y también Antonia, y  Oswaldo Trejo que dirigía el sistema de talleres, sentimos que eso no podía acabarse. Entonces ella ofreció su casa “Calicanto” y así nació el taller. De la experiencia del CELARG nos fuimos al nuevo proyecto, de lo que recuerdo, Eduardo Liendo, Eleazar León, Alberto Guaura y yo, y el compromiso era que cada uno de nosotros llevaría dos personas al nuevo taller. Nos reunimos en la casa de Antonia una vez a la semana, los lunes por la noche. Y el taller siguió creciendo con los años.

¿Cuáles eran los géneros?

Poesía y narrativa. Algunos hacían los dos tipos de escritura… pero normalmente era bastante definido. Yo estaba en narrativa. Se elegían y publicaban los textos de los participantes, en la revista Hojas de Calicanto. 

¿Quién las publicaba, ustedes mismos?

Sí, conseguíamos apoyos varios. A mí me tocaba contactar artistas plásticos, que  para cada edición nos regalaban una obra, o nos prestaban el derecho de autor y esa obra se multiplicaba, y esa impresión se incluía como regalo a las personas que compraban la revista. Tú que estás interesada en la literatura, sería interesante para ti conocer de ese grupo, del que por cierto luego se derivaron otros, como Tráfico y Guaire. Por Calicanto pasaron jóvenes creadores que serían después muy reconocidos: ahí estuvieron, además de los mencionados Liendo, Rojas-Guardia, Guaura, Eleazar León, Szinetar, otros jóvenes escritores como Yolanda Pantin, Lourdes Sifontes, Igor Barreto, Stefania Mosca, Blanca Strepponi, Rafael Castillo Zapata, Rafael Arráiz, Carol Prunhuber, Miguel y Alberto Márquez, Patricia Guzmán, Blanca Elena Pantin entre tantos otros.

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¿Cómo mantiene ingenua la sensibilidad un teórico del arte? ¿Es posible?

Es interesante esa pregunta. No sé si la palabra exactamente es «ingenua», pero sí es importante la apertura a lo sensorial, a los primeros instantes del llamado de las cosas sensibles, entre ellas las obras de arte, y eso yo lo cultivo. A mí me echan broma porque me gusta ver películas de muchachos sin que necesariamente vaya con los nietos. No es el tipo de cine al que voy con frecuencia, pero de vez en cuando sí disfruto algunas de esas películas, para darte un ejemplo un poco elemental. O si me caen en la mano ciertos comics, me gusta. De hecho, mi tesis de pregrado fue sobre los cómics.

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Qué sorpresa…

Esa tesis la hice con mi esposo, Ricardo. Estudiamos juntos Comunicación Social en la Universidad Católica, allí nos conocimos, e hicimos el trabajo de grado sobre semiología e ideología del cómic y el anticómic. El cómic elegido fue Lorenzo y Pepita, y Mafalda fue el anticómic. Nuestro tutor de tesis fue Ludovico Silva. Ese estudio recibió mención publicación, pero ha permanecido inédito.

El canon de la literatura ha estado abrazando el género del cómic últimamente.

Y no sólo el de la literatura, también el de las artes visuales: el dibujo, la pintura, el video. Muchas de las personas que se acercan al arte con estudios teóricos, de filosofía o historia del arte, pero sobre todo de filosofía por la naturaleza de estos estudios, se acercan en una dirección muy en picada, muy racional y desde arriba, exigiéndole a ese objeto artístico que convalide de alguna manera los elementos de la razón que lleva esa persona como una estructura previa. En ese sentido yo agradezco a la vida (porque fue la vida, no fue que yo decidí ni fue así porque yo sabía que iba a pasar, no… simplemente se fueron dando las cosas) que mi entrada al mundo del arte estuvo directamente vinculada al ejercicio de la educación por el arte, en museos, y no porque yo trabajara con niños directamente, que no lo hacía, sino que tenía que generar procesos con todo un equipo que estaba conmigo: sicólogos, comunicadores, egresados de letras, educadores, profesionales y jóvenes de distintas áreas humanísticas.

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Muchas veces, visto el arte desde la filosofía, falta un tratar de sentir la obra, más que entenderla. Con frecuencia en ese modo de aproximación desde la racionalidad uno siente que falta un trato previo con el objeto sensible, con “la cosa” como habría dicho Gadamer. No se trata entonces de “ingenuidad” exactamente, pero sí de aproximarse al arte con una sensibilidad abierta. Sentir la obra para poder apropiarla y acaso luego, con suerte, para poder transmitirla.

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Sí, esa era la naturaleza de mi pregunta…

Y siempre trato (aunque uno es también intelectual evidentemente, no puedes quitártelo de encima, esa es parte de tu problema o de tu virtud, o de ambos) que la inteligencia esté al servicio, en el caso de los que trabajamos con el arte, de la comprensión del acto creador de los artistas, que esté al servicio de una penetración más directa y personal del arte por parte del público, que esté también al servicio de conocer mejor las complejas relaciones que se dan entre un qué y un cómo interactuando estrechamente dentro de una obra, y también, ya en un terreno más amplio, que esté al servicio de una actividad artística que llegue a ser relevante para la vida de la gente, de la sociedad. Así, no se trata de ver las obras solo como un objeto de análisis puramente racional, aunque tampoco puramente intuitivo. Pues hay además mucho en el arte, acaso lo mejor de él, que no puede ser del todo aprehendido o explicado: una zona de complejidad y de enigma que aumenta su interés y su fuerza.

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Estudio con interés a filósofos que se acercan al arte. Algunos especialmente, precisamente  porque tienen una capacidad –que no es tan frecuente en la filosofía- de penetrar sensiblemente en las obras, comprendiendo tanto los procesos de creación como la estructura de los lenguajes. Uno de ellos es Maurice Merleau-Ponty. El aporte que nos hace con su estudio de Cézanne, su concepción de la “fórmula carnal” del artista son notables en la filosofía que estudia el arte; también Hegel, que dedicó análisis muy agudos a cada uno de los lenguajes de las artes: la pintura, la escultura, la música, la poesía, el arte clásico, el arte simbólico. Otro, de manera distinta, es Walter Benjamin, que estudia el arte en el contexto de la comunicación, de las nuevas técnicas de reproducción, de las relaciones con la ética y la política en el contexto de las primeras décadas del siglo XX. Y si me interesa mucho Heidegger es más por las pistas que dejó, a pesar suyo, para penetrar en las obras modernas, y no por su propia capacidad para comprender la creación artística de su propio tiempo, que no fue precisamente una de sus virtudes. Hoy estaba releyendo la entrevista que hice a Stanley Cavell. Allí le pregunto sobre la insensibilidad, en muchos filósofos, hacia las vanguardias o, al menos, ante el arte que les es más contemporáneo. Entonces él explica cómo le cuesta a los filósofos, desde Platón y Aristóteles acercarse al arte de su propio tiempo. Y hace unas pocas excepciones: Nietzsche y John Stuart Mill. Y también Hegel. Cuando invitamos a Cavell a dar un seminario en el MBA, él se interesó mucho en una exposición que estaba en ese momento, la de Antonieta Sosa, Cas-A-nto. Quedó tan motivado que quiso escribir un comentario para el catálogo, que estaba por entrar a imprenta. Pero nos dejó claro que esa cercanía era más bien inusual, que él no la sentía habitualmente frente al arte contemporáneo. Creo que precisamente por eso lo de Antonieta le gustó doblemente: por el propio interés de la obra y porque había despertado en él una emoción y una apertura. Decía: “Ojalá me sucediese más frecuentemente que, como en el caso de Antonieta Sosa, pudiese demostrar que estoy abierto y atraído a algo que no amo precisamente como medio de arte, pero que si una instancia individual me trae, me lo permito”. Pero el mismo Cavell habla de otro modo, más personalmente involucrado, sobre el arte de la música, y es que él fue músico antes de ser filósofo. Y llega a decir: “No necesito escuchar música todo el tiempo, pero cuando me encuentro absorto en ella me asombro de que no me sumerja en ella todo el tiempo. Le temo, le temo, me llama…”

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Como ves, es frecuente ese problema de los filósofos para saber ver las obras de su tiempo, incluso en los que, como Cavell, muestran una especial sensibilidad para la música o el cine. Heidegger, por ejemplo, trabaja sobre Van Gogh, pero elige las obras más iniciales, convencionales y naturalistas, con el tema de los campesinos. Pero hay muchas obras de arte que eran relevantes en el tiempo de ese filósofo (como las del mismo Van Gogh posterior) que Heidegger no se interesó en ver. Y, sin embargo, él aporta unos instrumentos de análisis que a mí me parecen especialmente valiosos para nosotros aproximar mejor las obras modernas, e incluso nuestras contemporáneas. Es decir, que a pesar de no habérselo planteado directamente, o de no tener eso en su sensibilidad o sus intereses, su pensamiento nos dejó abierto un importante terreno de aproximación al arte. Eso sin contar con que mejor es el Heidegger que sabe penetrar la poesía de Holderlin o los textos de Sófocles. Es mejor, entonces “viendo” la palabra que las artes visuales.

Leí con especial interés la entrevista que le hiciste a Lyotard. 

Ah sí, es muy entrañable esa entrevista. Además, para entonces él estaba cercano a la muerte. Es conmovedora la parte donde dice que nadie te puede sustituir en el sufrimiento. Si te vas a morir, si padeces, nadie por mucho que te quiera puede cambiar contigo su lugar. Eso me impresionó, a sabiendas de lo que él mismo estaba viviendo.

También me detuve en la parte donde hablan de la interlocución y los maestros. Dice Lyotard: “Había tomado el ejemplo de la relación entre el maestro y el alumno, ¿esa relación acaso es del orden de la interlocución? Yo sé que la pedagogía democrática quisiera que fuera así, que quisiera desde luego que no hubiera dominación del amo -del maestro- sobre el estudiante, que el discípulo también tiene derecho a la palabra, que tiene tantas cosas que enseñarle al maestro como el maestro al discípulo… Pero yo no creo en nada de eso, y pienso, al contrario (y esto vale para la interlocución de un pintor con su maestro, aunque haya muerto cientos de años antes) que solo hay relación magisterial en el viejo sentido agustiniano: que si en efecto el maestro enseña algo al alumno y si él aprende algo es porque el discípulo no lo sabía”. Y esto que dice: Toda enseñanza es en principio una lengua extranjera».

Cuando uno empieza a estudiar filosofía, por ejemplo, las primeras lecturas son atrayentes pero muy difíciles, casi como lengua extranjera. A la tercera lectura, con suerte, te empiezan a llegar algunos sonidos más familiares.

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Así como te preguntaba sobre lo que has parafraseado sabiamente como la apertura de la sensibilidad, me da curiosidad cómo conviven la rigurosidad y la libertad en un teórico.

Eso es una lucha permanente y es algo que uno no puede dejar de lado. De hecho, me interesan mucho ciertos procesos y ciertos artistas en los que eso es un asunto central, como por ejemplo el caso de Gego. En mi libro sobre Gego hay un capítulo precisamente sobre ese tema de la racionalidad y la libertad, en ella y en su obra. Esa relación, ese encuentro necesario entre el aspecto racional del pensamiento constructor, del pensamiento creador, y la libertad permanente que se debe tener –tanto el artista como incluso el que analiza al artista– tienen que surgir de visiones personales, y aunque sean fragmentarias, parciales, han de poder ser rubricadas por uno mismo. En cuanto a los textos, no me gustan esos que se parecen a otros textos… que se parecen a otros textos: donde sientes que hay una moda en la manera de enunciar, donde hay ciertas muletillas, donde todos utilizan los mismos términos. Me da flojera leerlo.

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¿En los textos sobre arte?

En realidad aplica a cualquier tipo de crítica pero, claro, aquí estamos hablando de ciertas aproximaciones al arte, y especialmente al contemporáneo. Creo que hay que rescatar la parte del goce individual, las elecciones personales. Eso se da mucho cuando uno es curador. Yo no he sido propiamente un “curador de museo” en el sentido de formar parte de un departamento de curadurías en donde, a veces, debes analizar las obras que se te indiquen, de la colección que esté bajo tu cuido. En mi caso ha sido distinto. O bien he realizado curadurías independientes cuando he trabajado por mi cuenta desde afuera de las instituciones, o bien he estado dirigiendo un museo, dedicada a funciones gerenciales, y he realizado curadurías que he elegido pasionalmente o intelectualmente. Así ocurrió por ejemplo con Intervenciones en el espacio, que para mí era una vinculación directa con lo que estábamos haciendo paralelamente para el rescate del Museo, de sus espacios, de su perfil definitorio, y del sentido del MBA en la ciudad de Caracas. Así, he tenido la suerte de que todas las curadurías que he hecho han sido muy elegidas por mí, según temas que me han movilizado. Por eso te digo que hay una diferencia, si mi trabajo hubiera sido como curadora de planta, hubiera realizado proyectos que yo misma hubiera propuesto con entusiasmo, pero también otros como parte más formal del trabajo, a veces sobre artistas o situaciones que te interesen menos. Pero al estar tan ocupada en la dirección del museo tenía que elegir unos pocos temas de curadurías que fueran para mí especialmente significativos.

 

Hice, por ejemplo, una muestra individual que disfruté mucho, Alejandro Otero: las estructuras de la realidad. Fue una exposición de tipo temático pero de un solo artista. Me permití no hacer una exposición cronológica de su trayectoria, ni antológica, sino relacionada con un concepto que consideré central en la producción de la obra de Otero, el concepto de estructura, con la preocupación inicial de este creador por las estructuras del mundo y de la realidad y con su capacidad de crear luego peculiares estructuras del arte. Ese era un asunto que se reiteraba en las conversaciones que tuvimos Alejandro y yo a lo largo de los años.

 

Luego hice otra individual-temática: Jesús Soto, la física, lo inmaterial. Parte de mi trabajo de tesis era sobre la inmaterialidad en la obra de Jesús Soto. Invité a una joven curadora del museo, Gladys Yunes, que había hecho su tesis sobre el tema de la física en la obra de Soto. Ella desarrolló la parte de la física, y yo la de la inmaterialidad. Fue un buen trabajo conjunto, de las dos curadoras y el artista.

Acabo de ver el libro de Pintón Pasado, sobre Starsky Brines, José Vívenes, etc. Me pareció precioso.

Hicimos primero un catálogo sencillo, como los que el equipo de la Galería GBG publica usualmente, y luego quedó el entusiasmo para hacer este libro, que quedó muy bien. La experiencia de Pintón me ha gustado mucho. Pero no se considera una colectiva, sino cinco pequeñas individuales reunidas por el lazo que vincula a estos cinco artistas (Vívenes, Ferrer, Brines, Parrella y Mendoza) desde sus estudios en el Instituto Armando Reverón. Es más un grupo afectivo que un grupo de principios estéticos, aunque también los reúne su gran atracción por lo pictórico.

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¿Qué líneas curatoriales has trabajado? Aunque creo que ya hemos ido nombrando algunas.

Me interesan mucho las exposiciones colectivas temáticas. La palabra «temática» es importante: hay una idea que centra el proyecto. O exposiciones individuales, de maestros o artistas jóvenes, pero sobre todo eligiendo algún núcleo de interés. No me interesan las exposiciones cronológicas, me fastidian un poco. Las antológicas a veces son valiosas y necesarias, pero en mi caso prefiero crear colectivas en torno a un tema. Pero incluso la de Otero, o la de Soto que te mencioné, siendo individuales también fueron temáticas, porque elegí conceptos particulares (la estructura, o la inmaterialidad) y puse la lupa en ellos en un seguimiento particular de sus trayectorias. Años antes había realizado una curaduría individual y temática sobre el espacio y el color en Bárbaro Rivas (Museo de Arte Popular de Petare, El espacio y el color en Bárbaro Rivas).

 

Una de las colectivas de estos últimos años se presentó en GBG en 2013 y fue una experiencia muy especial. Se tituló Ética, estética y política y abordamos esos tres temas, tan importantes para mí y para tantos especialmente en esta época difícil que estamos viviendo.

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Hay algunas exposiciones que están marcadas por la teoría del arte y la estética, por el pensamiento filosófico. La Imaginación de la transparencia, por ejemplo, surgió como idea en el momento en que estaba haciendo los estudios de maestría. La convertí en una exposición cuando el entonces director del MBA, Oswaldo Trejo, me invitó a presentar un proyecto de curaduría independiente. Reuní allí más de cincuenta artistas venezolanos, creadores muy diversos entre sí, que trabajan distintos modos de la transparencia y la levedad en sus dibujos, pinturas, esculturas, instalaciones.

 

En 2002-2003 presenté otra colectiva temática, esa vez en  Corpbanca. Se tituló Fragmento y universo, y me interesaba allí una situación del arte contemporáneo según la cual un artista puede desarrollar un mundo –visual, conceptual- a partir de un pequeño fragmento. O, complementariamente, puede ir desde el universo más amplio hasta un pequeñísimo segmento, pictórico o gráfico. Se planteaba allí tanto la fragmentareidad en el arte contemporáneo como la búsqueda de los artistas por otorgar sentido, integración y síntesis.

 

En 2012, en la Sala Mendoza, hice la curaduría de otra colectiva temática: Contaminados, con obras y reflexiones sobre lo que hoy se puede considerar impuro en el arte, frente a la pureza especializada de los antiguos géneros. Lo contaminado acepta e incluye lo distinto, el contagio, los cruzamientos e injertos entre recursos y discursos muy diferentes. Si es verdad que esos modos tienen antecedentes en otras épocas (el surrealismo, el collage cubista, el arte pop, entre otros) la promiscuidad entre los medios creció con el pase de la modernidad a las estéticas llamadas postmodernas y con la incorporación de nuevas tecnologías.

 

Te regalo este catálogo reciente de Soto. Esta exposición está actualmente en Caracas. La curaduría no es mía, pero sí el texto. Y allí establezco una relación de ciertas obras de Soto con Heidegger, de quien tomo dos conceptos: tierra y mundo. Ahí se da un poco ese vínculo que te venía diciendo, entre una obra de arte y un pensamiento filosófico. Pero ese tipo de relación la llevo siempre con el mayor cuido, como con pinzas, evitando que el “peso” del pensar teórico aplaste el carácter sensorial de la obra. Este es por cierto un peligro que también pueden correr los artistas (y en ellos es más grave aun) cuando no se da en su proceso de creación de una obra el logrado encarnamiento de la idea en materia, eso que solo alcanzan las obras verdaderas.

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También he hecho curadurías más específicamente didácticas, por ejemplo en el MBA. Una colectiva la llamé El movimiento, otra, La direccionalidad. Eran pequeñas exposiciones con esculturas y pinturas de la propia colección del museo. Con la segunda muestra, por ejemplo, quería hacer ver la direccionalidad de las fuerzas internas en una obra, pero también la orientación de las visuales que desde la obra se expanden hacia el espacio alrededor. Para que las personas percibieran mejor el sentido del proyecto, hicimos que se asomaran en las terrazas, para observar la direccionalidad: hacia el oeste o el este, enfrentándolos así no solo a las obras sino también a la ciudad real (a esto se agregaba que ya para esa época habíamos rescatado las visuales de esos dos puntos cardinales caraqueños, a los que el público no había tenido nunca acceso antes de que acondicionáramos la amplia Terraza de Esculturas y la  pequeña sala y terraza que le antecedían). Otra didáctica que me gustó mucho hacer fue El plano en el cubismo, que compartí con José Ignacio Herrera, director de Educación. Allí no sólo queríamos acercar el público al arte abstracto (que con frecuencia se les hacía difícil), no  nos conformábamos con eso. En las actividades con las escuelas, por ejemplo, había un juego en que se llevaba a los adolescentes hasta la Terraza de Esculturas para que desde allí pudieran ver la estructura de planos y yuxtaposiciones que identifica a la ciudad como una forma peculiar de collage, el collage urbano. A continuación se les llevaba a la Sala Cubista y se les hacía ver el collage cubista. Así se les incitaba a una reflexión más amplia sobre los modos de ver y el pensamiento del siglo XX: una imagen no solo de la fragmentación sino de la construcción, la composición y la simultaneidad de lo diferente, donde las cosas coexisten aun no siendo de la misma naturaleza. Como puedes ver, las curadurías son un placer intelectual pero también una responsabilidad de transmisión. Y hasta dan la posibilidad de mostrar cómo en el arte se necesita la coexistencia –armónica, democrática- de los elementos más diferentes entre sí (un aprendizaje que podría ser aplicable, por cierto, a las relaciones humanas, sociales y políticas).

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Ética-Estética-Política. ¿Te invitaron o tú la ideaste?

Normalmente no te invitan a un tema, sino a ti para que presentes un proyecto. En esos casos me gusta presentar dos o tres (que suelen ser, todos, hijos en proceso de gestación) para que la institución elija el que prefiere. Ética, estética y política la había presentado antes en dos casos donde fui invitada, y aunque les interesaba prefirieron elegir otras de mis propuestas. Así fui viendo que el concepto, y quizás sobre todo el título, asustaba un poco. A las personas de la GBG les encantó la idea desde el principio y asumieron el riesgo. Y fueron los mejores cómplices, ellos y los diecinueve artistas. Se presentó en 2013. Se hizo un muy buen grupo con creadores venezolanos y extranjeros, entre estos la artista guatemalteca Regina Galindo, muy relevante en performance y video; el colombiano Juan Manuel Echavarría, que tiene obras a la vez maravillosas y terribles acerca del problema de la violencia en Colombia; Lihie Talmor, que trabajó sobre la experiencia de su visita a Auschwitz.

 ¿Ella vive acá en Venezuela?

Entre Venezuela e Israel. La invité específicamente para que desarrollara una serie de grabados en base a su experiencia del viaje a Auschwitz que organizó el sacerdote ortodoxo griego Emil Shoufani en el año 2003 para personas de distintas religiones, sobre todo de las religiones en conflicto. Compartió con musulmanes, árabes de distintos grupos, católicos, cristianos ortodoxos griegos, y judíos naturalmente.

Cuando conocí la Sala Mendoza estaba Once tipos del once.

Esa curaduría de 2011 la hicimos tres curadores, Rafael Santana, Costanza De Rogatis y yo. Fue una colectiva doblemente colectiva.

Como la Sala Mendoza de 2014.

Eso era distinto, era ya el Salón Mendoza. Nos invitaron a un grupo de personas, pero en rigor no trabajamos como curadores sino como jurado de selección.

 

En cuanto a Once tipos del once, en la Sala Mendoza me habían llamado para asesorarlos en la reapertura y nuevo impulso de la sala. Hicimos un diseño de la nueva estructura y estuve trabajando con ellos en 2011 y 2012. Quisimos hacer un relanzamiento, un llamado de atención, y entre otras cosas nos propusimos rememorar, como homenaje a los aportes de la Sala, aquella experiencia de Once tipos, colectivas que la Mendoza hacía en los setenta y ochenta para dar a conocer talentos nuevos.

En el texto curatorial de Ética-Estética-Política mencionas que recobra vigencia el arte de contenido en la actualidad. ¿Cómo sobreviviría el artista la etiqueta arte político? Las complejidades de nuestro contexto permean, estamos saturados de lo que está pasando actualmente. ¿Es posible que el tema político se coma a la obra?

Si el artista es verdadero –verdadero en la relación entre su obra y él mismo- es libre. Si es libre, en un momento en el cual sienta la necesidad de hacer ver un problema político, pues lo hará. Y en el momento que sienta la necesidad de hacer algo sobre el tema del amor, pues lo hará. Yo creo que cada vez menos se puede decir que un buen artista, cuya lealtad es básicamente con aquella verdad consigo mismo, pueda ser absorbido por un tema más que otro. Hay artistas que pueden trabajar temas políticos mientras crean, paralelamente, un paisaje, un dibujo intimista o un retrato.

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Es distinto si eres actor, de cine o televisión, si te encasillan, si siempre te ofrecen los mismos papeles: el malo, el asesino, la chica buena y tonta. Pero en el caso del artista plástico, en que hay que presuponer una libertad de elección, los temas tienen que ver directamente con los problemas y motivaciones que le son importantes en ese momento. Pero cualquiera sea el contenido de la obra es esencial que se concrete en un lenguaje estéticamente logrado, eso siempre lo tengo en cuenta y, de manera especial, en una muestra como Ética-Estética-Política, en la que había que evitar cualquier riesgo panfletario o, como tú dices, que el tema político “se comiera” estéticamente a la obra.

 

A eso le agregas otros componentes: si un artista quiere hacer un tipo de obra, va a usar un video; pero mañana va a generar otro tipo de mensaje y entonces preferirá hacer un dibujo. En este sentido, los creadores de hoy en día se forman multitécnicos, en mayor diversidad linguistíca. Así, a la libertad del artista para elegir contenidos hay que agregar su formación en un conocimiento más afinado de múltiples herramientas. Antes un pintor era un pintor, un escultor era escultor, eran especialistas en pintura o escultura. Las barreras se han ido rompiendo, por una parte dentro del mismo artista -que puede hacer varios tipos de obra con la misma capacidad y entusiasmo-, pero también se han roto las barreras dentro de las mismas obras porque pueden ser construidas en simultaneidad de modos y lenguajes diversos. Y además incide una postura más conceptual de la época, según la cual lo que prima es la idea, y de ella dependerán los recursos necesarios para materializarla.

 

Estos son temas que me han interesado. Y de allí la exposición Contaminados (Sala Mendoza, 2012) con obras que presentaban simultaneidades y “contaminaciones”: a veces de sentido y a veces de lenguaje, o ambas. Un elemento musical dentro de una obra plástica, o ¿dónde termina un video como cine y empieza un video como artes plásticas? Ese tipo de relaciones están basadas –otra vez- en la palabra libertad. En este caso libertad en el uso de recursos y tecnologías. Y esto se da así, modernamente, desde la etapa misma de formación de los jóvenes en las instituciones de  enseñanza artística. En las últimas décadas se ha ofrecido allí mayor diversidad en la bandeja de aprendizaje de los alumnos, que se gradúan con conocimientos más diversos, con más opciones.

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Volviendo a tu pregunta, con lo político creo que ocurre algo muy particular, y no únicamente con respecto a los artistas sino también con relación a los que escribimos. Si eres una persona que escribe sobre crítica, artistas, curaduría y teoría de arte, puede llegar un momento –como me sucedió a mí- en que se necesita dar el salto a algo más cercano a una teoría de la cultura. Es un salto, desde la obra de arte como objeto de estudio, a una visión más global del proceso cultural. Si además eso se da en tu propio proceso personal, el de tu edad y las experiencias que has vivido, y si más aun eso coincide con una época en que tu país vive un proceso de pérdida de libertades, todo eso te está llamando para que hagas algo. No es mi terreno analizar la política de modo amplio, pero sí poder penetrar en lo que le ocurre al país en un momento crítico, en el que necesita a sus trabajadores intelectuales de las distintas áreas para hacer ver esa tragedia. El teórico italiano de la política Norberto Bobbio se refiere a los intelectuales en la época del fascismo. Habla de los que hasta entonces estaban dedicados a sus respectivas labores: profesores y teóricos de literatura, filosofía e historia, analistas de teatro o artes plásticas, que empezaron a sentirse motivados –más aun, obligados moralmente- a escribir sobre la realidad política. Ya mucho antes Ortega y Gasset se refería a la urgencia de tener conciencia sobre el presente en que se vive, de saber atender lo que él llamaba “el tema de nuestro tiempo”. Algunos analistas, tal vez la mayoría, se quedan en sus zonas de especialidad habitual, sin salirse. Pero otros necesitan moverse –aunque sea ocasionalmente- al análisis de la realidad cultural y política en tiempos de crisis.

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Me consta que, para quien no es habitualmente un analista político, y mucho menos un político activo, la experiencia puede ser anímicamente ardua. Así lo sentí con este libro, La cultura bajo acoso, que no escribí de una vez para su publicación sino que reúne una serie de textos que fui escribiendo desde fines del siglo XX y a lo largo del chavismo hasta el momento que el libro se da a conocer, en 2013. Es un análisis de cómo la realidad política ha afectado la institucionalidad cultural pero también, de modo más amplio, la cultura del venezolano. Y aquí la idea de cultura no la limito a los museos, la música, las artes plásticas. Por ejemplo, el venezolano es un ser idiosincráticamente espontáneo, mucho más que personas de otros países de América Latina. Pero este tipo de regímenes coarta progresivamente la espontaneidad de las personas, que empiezan a pensar: ¿lo digo o no lo digo?, se callan o bajan la voz. Eso es un cambio cultural, entre otros de los que allí hablo. Hay capítulos que están directamente vinculados con el deterioro institucional de la cultura artística y con el deterioro institucional en general. A veces hago comparaciones: cómo se han politizado las instituciones culturales en paralelo a cómo se ha politizado PDVSA o las industrias básicas. En unos y otros, con las diferencias del caso, una situación se repite: la demonización de la meritocracia, el desprecio por el conocimiento especializado, la sustitución del rigor profesional por la confianza y la adhesión política.

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En la Venezuela de los últimos 20 años de los 40 de la democracia había crecido la corrupción, pero se mantenían áreas del trabajo público que funcionaban como islotes de  pulcritud administrativa, y de excelencia. Las instituciones culturales en general lo eran, más allá del hecho de que unas fueran más dinámicas o más reconocidas que otras.

El sistema de orquestras es uno de los pocos que ha sobrevivido.

Pero incluso sin tener la destreza en las relaciones políticas que ha sabido tener José Antonio Abreu con todos los gobiernos, las instituciones culturales en general se sostenían con rigor, con capacidad de hacer y multiplicar, a pesar de las dificultades. Incluso en momentos de precariedad financiera, se sostenían con dignidad. En el libro me refiero a cómo esa situación empezó a cambiar. Llegó un momento en que pertenecer una institución cultural nacional no le daba ya a los trabajadores el mismo orgullo que daba en otro tiempo, cuando uno sabía que era un trabajador cultural del Estado, nunca de un gobierno. Y es que, para comenzar, antes había una clara separación entre lo que era Estado y lo que era gobierno, pues ningún gobierno había secuestrado el concepto de Estado como lo ha hecho este. Y cómo lo ha hecho, además, por tantos años, porque con todos los problemas que podían haber generado algunos de los gobernantes del período democrático, todos sabíamos que a los cinco años con las elecciones lo podíamos cambiar. Pero el actual es, en cambio, un régimen indefinible en su duración. Y lo terrible es cuando lo que funciona mal se extiende en el tiempo y se hace…

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…Régimen.

Un régimen crecientemente invasivo de todos los terrenos (así es precisamente la consistencia totalitaria, esa cosa chiclosa que secuestra al Estado desde el gobierno, o desde un partido central). Los que trabajan en las instituciones culturales ya no sienten orgullo sino pesadumbre y hasta vergüenza. A pesar de eso, muchos siguen luchando y manteniendo los patrimonios, en la medida de sus posibilidades. En el caso de los museos se ve, y hay por cierto un capítulo en ese libro dedicado al personal, a la resistencia que han ido haciendo silenciosamente, cuidando las colecciones y dando luchas internas efectivas, que no han salido a la luz pública.

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Se dio en la prensa cultural en Venezuela un proceso nunca antes visto: los periodistas en sus reportajes citaban testimonios de los empleados de un museo sin decir los nombres, para protegerlos. Tú veías que a cada rato, especialmente en el tiempo del ministro Farruco Sesto, había ese tipo de declaraciones. La persona no quería decir su nombre, no podía hacerlo. Eso en la Venezuela democrática no se había dado jamás.

No tenían miedo.

No tenían miedo, pero por otra parte en este país la prensa que fuera respetable no habría admitido –en tiempos normales y en periódicos serios- ese anonimato, cuando lo usual era decir las cosas con el nombre. Entonces, por ese miedo se abrió un campo de credibilidad para los anónimos que provenían de los museos y otras instituciones culturales. Todos sabíamos que decían verdades, que era importante que ellos dieran aviso a tiempo acerca de las irregularidades que estaban sucediendo, y que el público estuviera informado. Todos sabíamos que era gente honesta la que hablaba, y que sus testimonios estaban siendo difundidos por los periódicos, que además de cumplir con el deber de dar la información, protegían el anonimato de esos trabajadores.

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Pero esto es algo que no se habría justificado en épocas más normales, democráticas. Cuando yo trabajé en museos jamás hubiera ocurrido esto. Si por entonces un empleado de cualquier rango daba una declaración, su nombre y cargo aparecían. (Estamos hablando aquí, claro, de la prensa seria, no de la prensa amarillista, que se ha movido siempre de otras maneras, con otros intereses y en los que el anonimato ha sido, desde antiguo, utilizado perversamente). Entonces claro, está el miedo, el miedo, el miedo. El miedo que hace que cambien muchas actitudes individuales e incluso, como antes te decía, el miedo que va produciendo un cambio cultural más profundo en los modos de ser de la gente de un país.

Entendemos que la actualidad puede que se filtre en los canales del artista. Pero esto me hace pensar en algo que conversamos en un encuentro con los poetas Igor Barreto y el norteamericano Christopher Merrill, director además del International Writing Program de la Universidad de Iowa. En ese encuentro ellos comentaban que era necesaria cierta digestión de los hechos de la actualidad para que el poema, que era lo que discutíamos, persistiera en el tiempo. Podría resultar efímero si no hay una suerte de entendimiento, de digestión. ¿Cómo es posible tal digestión del ahora en la obra de un artista que tiene la actualidad política como uno de sus temas?

Lo que pasa es que hablamos de un ahora que lleva unos cuantos años ocurriendo. Es un ahora distendido, dilatado. Entonces los artistas que están escribiendo ahora sobre esta situación política, la vienen sufriendo y reflexionando y trabajando, por lo menos internamente, desde hace varios años. Yendo a un tema más teórico: el ahora en la creación es muy expansible. Es decir, el ahora puede ser hoy, en este instante en el que sucedió un movimiento del pajarito allá y yo acá lo estoy escribiendo. O el ahora puede ser este mes. O el ahora puede ser lo que está pasando en la frontera colombiana. O el ahora puede ser el régimen y sus 17 años. La capacidad del artista, en cualquier caso, es hacer un presente intensivo: ponerse en el instante, ver ese ahora y hacerlo sentir hondamente. Puede ser muy variable el tamaño real-temporal de ese ahora.

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También depende de los temas. Como te digo, si es un ave o un relámpago te sirve un instante para hacer un poema. Tienes que atrapar ese rayo de luz con la palabra. Eso se va después de unos cuantos segundos… y, con suerte, el poema queda. Y está el ahora intenso de tu propio presente. El ahora de lo político es más expandido, en una zona temporal más amplia. Es lo que comentaban esos poetas: ese rumiar. Pero es que rumiar lo que está pasando hoy va más lejos, porque viene pasando en meses o años o lustros. Hay regímenes de este tipo en nuestra América cuyo ahora viene durando ya seis décadas.

 

Este libro, La cultura bajo acoso, yo lo sufrí mucho. Normalmente uno sufre al escribir un libro, aunque lo disfrute. Uno sufre porque quizá el libro no está quedando como esperaba, o por la falta de financiamiento,  o por el tiempo de producción que se alarga… Pero la escritura misma la gozas. En este caso fue un libro sufrido de a poquito porque eran ponencias para universidades, pequeños o más amplios textos para El Nacional o Verbigracia de El Universal, que fui escribiendo cuando había una nueva crisis en las instituciones culturales, en los museos, y en muchos de esos textos era necesario “pelear” con el ministro o el viceministro de cultura de turno. Eso produce sufrimiento. Asumo que si uno fuera un político, de los que viven y gozan la política, no sufriría. Para ellos eso es…

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Energizante.

Energizante, sí, les mueve la adrenalina (y una adrenalina que para ellos es positiva). Porque ellos tienen esa constitución del político para ese tipo de luchas. Yo no la tengo. Soy de esos intelectuales que menciona Bobbio: de los que investigan en otras cosas, las artes, las culturas, la estética, pero que en ciertas circunstancias se detienen y giran el foco, porque resulta que lo que está pasando alrededor nos exige participar de algún modo. Lo interesante –aunque también lo doloroso- que pueda tener ese libro es que fue escrito poco a poco, en cada una de las crisis. Cada texto tiene fecha, motivos, y esto convierte la publicación en una pequeña historia –claro, desde mi óptica personal– de cómo se fueron acusando en la propia estructura de las instituciones culturales y de la gente de la cultura graves golpes en estos años del régimen con sus diversidades, con distintos directivos de la cultura -los que entraron con buena fe, los que no, los que desde mucho antes de llegar acariciaban la idea de generar un desmontaje cultural-. El tema del desmontaje institucional está ahí, por cierto, a lo largo de todo el libro, y es una de las cosas más lamentables en estos años. Un desmontaje que ha ido ocurriendo en todas las áreas del país. Esto es algo que ya decía Gramsci y que ya practicaron la revolución rusa o la cubana: para imponer una nueva hegemonía hay que hacer el desmontaje de lo que existe. Pero la experiencia muestra, una y otra vez, que ese desmontaje pasa por depravar lo que existía sin, usualmente, construir algo nuevo que sea mejor. Lo vemos claramente en la Venezuela actual.

En el marco de esta conversación, que nos hemos trazado reconociendo que el género del diálogo ha sido para ti una herramienta de investigación, existe la curiosidad sobre María Elena Ramos, la dialogante. Cuéntame sobre la interlocución en tu trabajo.

Una vez Alejandro Otero me dijo: uno de los graves problemas que tiene este país, su medio cultural, sus artistas, es que no hay suficiente interlocución. Me lo dijo un día después de que tuviéramos una conversación larguísima, que fue exquisita para mí porque él era un gran conversador. Creo que en esto de la interlocución tanto su visión como la de Lyotard son acertadas. Siento que el intercambio activo, la tertulia, el diálogo entre colegas, y entre seres diferentes, debe ser una herramienta esencial del humanismo. Lyotard penetraba un terreno todavía más sensible cuando decía: “en la interlocución uno le dice al otro: no me dejes solo”.

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¿Cómo te preparas para dialogar con artistas, filósofos, escritores…?

Pedro León Zapata fue uno de los presentadores de ese libro de Equinoccio-USB, en la Feria del Libro de UNIMET en 2007. Dijo algo que me conmovió: que lo que más le gustaba de ese libro era que todas las entrevistas eran distintas y que allí se podía sentir lo que realmente era cada uno. Que no había un patrón, algo que hace que todas las entrevistas que hace una persona se parezcan aunque cambie el personaje.

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Llegas directo a la carne, como dicen.

Esas entrevistas no se hicieron para libro. Ocurrió sin previo planteamiento y el libro se fue armando solo, eran conversaciones que se fueron dando a lo largo de muchos años. Las hacía por razones distintas: o bien porque estaba haciendo una curaduría y entrevistaba al artista, y lo guardaba. O hacía una investigación para otro libro y entrevistaba a varios creadores. Un día me llamó Carlos Pacheco, director de Equinoccio de la USB, para invitarme a presentarles un proyecto editorial. Le hablé de este material: 25 entrevistas realizadas a lo largo de más de 30 años. Él y su equipo se interesaron, y apoyaron la edición con entusiasmo. Además, el libro podía tener un sentido educativo, que consideraron oportuno para ser editado por una universidad. Pero como te digo, yo no lo había planteado como un libro de entrevistas, fue la invitación de Carlos lo que me estimuló a armarlo.

 

Tengo también un libro de entrevistas aún inédito, solamente con Jacobo Borges a lo largo de varias décadas. Él también es un gran conversador.

¿Has tenido alguna experiencia donde llegas preparada y te encuentras que tu interlocutor te propone otra cosa y has tenido que replantear el diálogo in situ?

No tanto, quizás porque los conozco, en lo artístico y a veces también en lo personal. A veces sin conocerlos previamente había estudiado su obra, como en el caso de Alechinsky, o de Boltanski. A Baudrillard yo no lo conocía directamente.

 

Sobre lo que dices, a veces pasan cosas increíbles. Estábamos almorzando Baudrillard, Sofía Imber, Ariel Jiménez y yo comento sobre un libro que escribió Baudrillard sobre arte. Él, extrañado y algo incómodo, me dice: “Yo nunca he escrito un libro sobre arte”. Como sabes, él tenía una especie de relación de amor-odio con el arte, que después se hizo notar también en la entrevista. Pero para aquel momento en que apenas nos estábamos conociendo y él negaba haber escrito un libro sobre arte, saqué un librito de mi cartera, que había estado leyendo y garabateando por esos días y que se llama La sparizione del arte, una publicación de Baudrillard en italiano que había comprado en Roma. Se inquieta, me dice que ese no es un libro que él escribiera como tal, sino que fueron conferencias suyas que luego editaron los italianos (risas). Posteriormente, en mi entrevista con él, hay algunas respuestas a mis preguntas donde se ve obligado a reconocer ciertas actitudes suyas poco comprensivas del arte contemporáneo. Era un personaje escurridizo, pero capaz de aportar sesgos distintos al pensamiento artístico de la época. Un tanto ríspido pero indudablemente interesante. Yo a él no lo había conocido antes, pero había leído sus obras. Lo mismo ocurrió con Lyotard y Cavell antes de que vinieran a Venezuela. Los años noventa fueron intensos, por cierto, en la venida de estos personajes, al Museo de Bellas Artes, a la Sala Mendoza, al Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber. Y no solo teóricos, también artistas relevantes como Joseph Kosuth o Dan Graham vinieron al MBA. Esas conferencias siempre tenían mucho público.

¿Cómo podrías decirnos que reaccionan los artistas a la comunicación? Entendiendo que es una palabra fundacional en tu trabajo, en el diálogo, en tu obra, ¿cómo has encontrado esa apertura en los artistas?

Creo que, con los años, la actitud de los artistas con respecto a la comunicación ha variado. Hay algunos que de plano, desde la entrada, asumen su importancia, pero estos casos suelen ser excepciones. Luis Camnitzer lo ha hecho. O Claudio Perna. Ellos le dieron  relevancia explícita. Otros le dan más bien un valor tácito y más secundario. Para muchos otros, su problema claramente no es la comunicación pero también esa actitud un poco clásica ha ido cambiando con los años, lo que también tiene que ver con la ampliación del uso de los medios de comunicación que se han ido incorporando a las obras de arte. Ya los artistas no tienen mayor resistencia hacia el tema. Lo aceptan como una parte de la realidad del creador. Y algunos lo disfrutan como parte de su propia condición personal, se sienten “comunicadores”. Ahí entran las diferencias personales. En otro nivel, hay artistas que no se saben comunicar con la palabra, que te dicen: “Ahí está mi obra, ella habla por mí”. Pero también eso ha ido cambiando cada vez más, en la medida en que, durante su formación, a las nuevas generaciones de creadores se les ha exigido una más honda dimensión reflexiva y una mayor capacidad de verbalización. Si ves muchos artistas de las nuevas generaciones, ellos hablan, teorizan, leen libros de filosofía. Hay una actitud mucho más consciente de que tanto el pensamiento como la comunicación, y no solo la creación de la obra, son elementos fundamentales para el artista.

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Por mi parte, creo que si una obra de arte comunica bien, pues mejor. Pero la intención comunicativa tampoco puede sustituir la fuerza de la creación, porque aquel artista que funciona esencialmente como comunicador puede reducir su libertad de creación y estar trabajando para el gusto y la felicidad de los demás, para lo que los demás necesitan, no para sus propias urgencias y desde su propio ser. Aquí vuelve a ser esencial el tema de la libertad, y el de la verdad en el sentido de autenticidad. Esa relación de libertad y verdad del artista con sus temas, con su elección de un universo, con sus obsesiones fundamentales, es capital. Y aquí podríamos volver al principio: hay algunos artistas para los cuales la comunicación misma es uno de sus temas elegidos y más preciados.

El texto de Acciones frente a la plaza habla de estudios de arte producido en la era de comunicación. ¿Qué particularidad encuentras en el arte producido en lo que podríamos llamar “la era del ciberespacio”?, en donde no estamos frente a la imitación del demo que nombras también en tu libro de los diálogos, sino que ahora esa noción es distinta, hay otras máscaras. También hay una cuestión de la metafísica: estoy pero no te estoy viendo. Estás en Singapur pero te tengo enfrente. ¿Has estudiado eso?

Ahora precisamente estoy trabajando algo de esto para el Seminario Discusiones IV, que organiza la Fundación Cisneros en varias universidades del país. Estoy revisando allí distintos modos de ver, en un tránsito comparativo y diacrónico –a lo largo de la historia del arte- desde la visión en perspectiva de la ventana renacentista, que quería mirar el mundo de manera realista, hasta la negación de aquella mirada (profunda y naturalista) en los planos abstractos de los artistas modernos, y hasta llegar después a diversos modos de desmaterialización del espacio, lo que se ha dado tanto en las retículas pictóricas como en las pantallas tecnológicas del arte contemporáneo: primero con el lenguaje del video y luego con las distintas vías del arte cibernético, que por una parte multiplican la diversidad creativa con las realidades virtuales, pero, por otra, también pueden ampliar las ópticas sobre el mundo real.

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Cuando una persona empieza a estudiar Comunicación Social, una de las primeras cosas que le dicen críticamente es que va a tener un conocimiento vasto pero de poca profundidad. A diferencia del que estudia Letras o Filosofía que, se piensa, va a tener un conocimiento menos extendido en el universo entero, pero mucho más concentrado y con mayor profundidad. Eso puede ser así cuando el comunicador no se preocupa posteriormente de hacerse sus propias zonas de indagación, de hondura para sí mismo. En el caso de la cibernética creo que ese riesgo es muchísimo mayor en cuanto a la sensación de poder abarcar el mundo, pues el riesgo de hacerlo en forma muy superficial es mayor aun. Eso se da también en el arte que recurre a la cibernética, pero como el arte tiene una capacidad de creación muy libre, insisto, puede permitirse jugar con muy diversos códigos y producir una obra con una densidad más específica, aun basándose en un objeto o un lenguaje que originalmente no lo sean tanto. Pero sí me preocupa más en el campo de la educación, en el sentido del uso que hacen de la computadora los muchachos de hoy. Si una persona ya formada utiliza la red, suele ser como un instrumento para; pero los muchachos, si no están formados, quedan enganchados, no utilizan el ordenador como instrumento para, sino como un fin en sí mismo y ahí empiezan a desaprovecharse las ricas potencialidades reales que la computadora abre al conocimiento.

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De acuerdo. Uno de los desafíos actuales de la educación es educar para saber profundizar en el ciberespacio.

Algo importante a aprender es que, de modo más general, la tecnología es un instrumento para, no un fin en sí mismo. En el libro de museología que hicimos en el museo (Temas de museología) comentábamos cómo en el MBA se les mostraba a los muchachos los recursos tecnológicos (desde el pincel, el óleo, la cámara oscura y hasta la computadora) recursos que pueden ser muchos, ricos y valiosos, que varían a lo largo de los siglos, pero que en definitiva son medios para construir algo, para crear. Considerábamos muy importante hacer ver esa relación entre los medios y los fines, y hacerlo en etapas de la infancia y la primera adolescencia, precisamente cuando los muchachos de primaria y bachillerato asisten a las actividades educativas del museo.

 

Ya de modo más general para la vida, ese para qué, debiendo ser una de las preguntas básicas, es en  realidad una de las grandes carencias que tenemos. Lo mismo se le puede preguntar a un político, o instarle a preguntarse a sí mismo: ¿para qué quiero el poder? Esto aplica a cualquier vida cuya condición de humanidad se tome mínimamente en serio: ¿cuál es el para qué que me motiva? Resulta que a veces es la tecnología por el uso –ciego- de la tecnología, o el poder por la compulsión al poder en sí mismo. Se producen con frecuencia, entre el medio y los fines, cortocircuitos que vacían el sentido de las acciones. Y también el sentido de una vida, pues si el para que actúa como una motivación, a la vez va ayudando a forjar un destino.

 ¿Cuáles son las preguntas universales que se hace María Elena Ramos?

Muy simple. (Suspira). En realidad no son tan simples. Creo en las preguntas que son realmente universales de todos los tiempos, en las preguntas por el amor, por la belleza, por el bien, por el bien común, por el alcance de alguna forma de plenitud, por la inteligencia como zona no de poder sino de aprender, de sintonizar con el mundo que te tocó, y sobre todo como zona de compartir. Por ejemplo, para mí, una de las cosas más importantes de la inteligencia o del estudio…

 

[María Elena interrumpe la conversación para comentarle a Florencia sobre sus orquídeas mientras las retrata].

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Para terminar la idea, te decía que una de las experiencias que siempre ha sido más importante para mí en el hecho de conocer, en el hecho de tener el don (esa cosa que hay que agradecer a la vida: haber tenido capacidad de concentración, aptitud para los estudios, y sobre todo goce con ese tipo de actividad) es luego la posibilidad de traspasarlo, de compartirlo intergeneracionalmente. Eso ha sido siempre motivador… y disfrutable. Es el adquirir un conocimiento y sentir connaturalmente la responsabilidad, y el placer, de dinfundirlo. Llegué hace mucho a la conclusión de que la que gente recibe dones –los dones de los dioses, de Dios, de la naturaleza, de las circunstancias de la vida–, y de alguna manera esos dones tienen que ser retribuidos. En algunos casos la vida te lo exige y en otros casos a ti mismo te gusta, necesitas, que esa retribución se dé. Varía, dependiendo de a qué don nos estemos refiriendo, pero en general es algo más simple: un recibir y un dar, un traspasar lo recibido. Yo puedo hablar por el trabajo intelectual, que implica una profunda responsabilidad con el otro y particularmente con las generaciones siguientes. Pero está también el don que reciben los artistas. Sobre eso recuerdo lo que decía Merleau-Ponty, que el ojo del artista es “eso que se ha conmovido con cierto impacto del mundo y lo restituye luego a lo visible por los trazos de la mano”. El artista, así, convierte su don en obra y la da  a los demás, a la cultura de su tiempo y también a la historia.

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Una de las cosas que más me preocupa en el país son las nuevas generaciones. Siento que los muchachos están cada vez más desasistidos, menos apoyados. Ahora, por ejemplo, ya los museos no son aquellos sitios donde se hacían sistemáticamente pasantías. Uno de los trabajos que hicimos con más intensidad y placer en el MBA de los noventa fue recibir pasantes y enviar a nuestros propios profesionales jóvenes a hacer pasantías en los mejores museos del mundo, donde fueron siempre muy bien recibidos. Tuvimos el apoyo de Fundayacucho, de las embajadas, de instituciones culturales de otros países. Nosotros cubríamos algunos rubros y ellos lo demás. Los jóvenes del Departamento de Educación, los curadores, los arquitectos y museógrafos, los profesionales de Registro y Documentación hicieron estadías de varias semanas o varios meses. Los recibían instituciones como el Reina Sofía y el Museo del Prado en Madrid, el Pompidou de París, el Art Institute de Chicago, el Metropolitan de Nueva York, el Museo de Brooklyn, museos de Colombia y México, de Alemania e Italia. Por nuestra parte recibíamos sistemáticamente como pasantes a jóvenes de museos y universidades de Venezuela y de América Latina. Por ejemplo, existía con la Universidad de Los Andes un acuerdo por el cual el estudiante de Arquitectura más calificado entre los interesados en las artes, hacía con nosotros su último año como tesista. Así hubo varios, y algunos se quedaron luego trabajando en el área museística.

 

Esa misión de multiplicar es una de las cosas que he tenido más claras. Por eso me parece también valioso, ya en un ámbito más amplio y en el país actual, ese proyecto Discusiones, una iniciativa de la Fundación Cisneros comenzada por Ariel Jiménez años atrás, y del que he estado llevando la coordinación académica en la tercera y cuarta edición. Allí un grupo de nueve especialistas en artes plásticas, arquitectura, diseño, música, literatura y cine nos dirigimos a estudiantes de carreras humanísticas, a jóvenes creadores y al público general que asiste a esos seminarios en universidades de Caracas, Mérida, Margarita, Maracaibo, Valencia, Puerto Ordaz. Yo soy de los que piensa que hay que seguir haciendo muchas cosas con la gente: dando posibilidad en la medida de nuestras posibilidades, pero aun más. Por ejemplo, a veces me preguntan sobre el tema de la revolución cultural –un tema espinoso– y cómo ha sido el verdadero daño a las instituciones. Se inició un desmontaje de instituciones que costaron tanto trabajo de tantas personas distintas, durante tantas décadas. Yo misma me preguntaba entonces: ¿puede ser que el trabajo que varias generaciones hicimos lo desmonten del todo? Pero vi que hay un área que es más difícil desmontar: lo que se formó dentro de la gente. Y me queda alguna satisfacción porque hay muchos que se nutrieron de aquellos aprendizajes, algunos siguen en los museos haciendo una labor silenciosa de cuido patrimonial, otros pasaron a integrar instituciones culturales privadas, que han crecido en los últimos años en buena medida gracias a esa inyección de profesionalismo de los emigrados de los museos nacionales; otros están en la docencia o en la curaduría independiente. Otros son curadores en museos del mundo: Francia, Estados Unidos, Inglaterra… Otros se fueron y no pudieron sobrevivir en el medio artístico, y tuvieron que dedicarse a dar clases de idiomas u otras actividades. Pero sé que esa parte de formar al otro es la que rinde mayores beneficios reales para un país, y también beneficios morales, aunque la palabra moral disguste a algunos. Formar al otro, darles posibilidad, rinde beneficios humanos. Y ya en este tiempo resulta poco todo lo que se pueda hacer por formar mejor a las nuevas generaciones, porque levantar el país cuando pase la tragedia nacional de estos años no va a ser una labor fácil.

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En el caso del libro El Ávila en la mirada de todos, donde convocaste a diferentes artistas y pensadores a reinterpretar la montaña, encuentro en los caraqueños que hay una necesidad del Ávila, de recurrir a esa contemplación. Podría leerse ese apego al paisaje, en el caso de Caracas, que es fértil, casi hasta inquebrantable, como una metáfora del país o como una nostalgia. Quisiera saber la razón de ser de esa atención a la montaña y por qué se convirtió en un libro.

Trabajando con el arte venezolano ves pronto que uno de los grandes temas es el paisaje, la naturaleza. Más contemporáneamente ya no se habla solo de paisaje y naturaleza, sino también de territorio, una concepción ampliada que involucra una visión política e identitaria que tiene a la geografía nacional como un fundamento. No es ya (solo) la naturaleza bucólica, romántica, sino que se agrega una naturaleza crítica. Muchas de esas maneras distintas de ver la naturaleza están en ese libro. Ahí están desde los subyugados, los artistas viajeros que vinieron en el XIX –o mucho antes, como Teodoro De Bry- y los artistas naturalistas que aman la naturaleza y aman el Ávila, hasta los artistas contemporáneos entre los cuales hay también posiciones más conceptuales, analíticas, incluso muy críticas.

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Algunos de estos artistas hacen una crítica –más que al paisaje, más que a la naturaleza– a la manera de interpretación de generaciones anteriores sobre ese paisaje. Así es interesante ver que incluso los más ríspidos y radicales no van en rigor contra el paisaje sino contra los modos –humanos y artísticos- de aproximarlo. Pueden ir contra el paisaje a la manera de Cabré y los maestros paisajistas, pero no van contra la naturaleza misma. Eso sin contar que hay algunos artistas conceptuales que son decididamente amantes del paisaje, a pesar de su conceptualismo irónico, como es el caso de Claudio Perna, que además de artista conceptual y fotógrafo, era geógrafo, y profesor de geografía. Entonces Perna es un personaje que reúne una condición muy particular de afecto por el tema de naturaleza (aunque no siempre sus seguidores sepan ver realmente de él ese sesgo de particular compenetración y sintonía con la geografía del país). Pero más aun él alude, distanciada pero respetuosamente, a los grandes maestros paisajistas, por ejemplo. Para mí fue valioso tener a Claudio como amigo y compartir estos intereses.

 

Hay otro aspecto, la naturaleza puede convertirse en un problema cuando la gente se queda pasiva ante aquella cosa maravillosa que ella le dio, es decir, lo dado, como por ejemplo esa montaña del Ávila que nos ha sido dada a los caraqueños. El peligro es que no se valore suficientemente la ciudad como lugar a ser construido por los ciudadanos. Nosotros hemos sido muy privilegiados en lo dado, no solo con el Ávila sino con la naturaleza general del país. Y tanto, que para algunos desde afuera somos más naturaleza que cultura. Te voy a contar una anécdota: cuando Baudrillard llegó a Caracas invitado por la Sala Mendoza, tenía previsto un viaje a la Gran Sabana; esta fue una de las formas de motivación para convencerlo de venir. Cuando llegó, tenía una cita para visitar los museos, pero no se interesó en ella. Sofía  [Ímber] se sorprendió. Recordé entonces un concepto de Baudrillard: el del museo como “baile de los fósiles” y le comenté a Sofía que, después de haber leído ese texto, no me sorprendía que él no quisiera visitar los museos, era más bien esperable, y más claramente en un país que le atraía por su naturaleza más que por su cultura. Le dije: “no te preocupes, Sofía, no nos sintamos ofendidas: no va a ir ni a tu museo ni al mío. No va”. Y no fue. Pero esto se complementa con algo que pasó después: él tenía que ir a la Universidad de Los Andes a dar una charla, pero quería ir primero a visitar los paisajes andinos. Los estudiantes se enteraron y fueron al aeropuerto a recibirlo con pancartas para llevárselo directamente a la ULA. Estos son personajes que vienen de países donde hay grandes museos (a los que también critican ácidamente, como él hacía en su baile de los fósiles), pero sobre todo están llegando a un país que les atrae por su geografía.

IMG_3059 copyPero más grave es que, para mucha gente de acá, de los que estamos adentro y tenemos que hacer el país, también la naturaleza es algo tan conmovedor, tan apaciguante  (¡hay que agradecerle a los dioses que tenemos estos paisajes! nos decimos) que podemos quedarnos dormidos en los laureles de esas maravillas. Hay que concientizar mucho más esa relación entre naturaleza y cultura, entre lo dado y lo trabajado, entre lo que recibimos generosamente y no nos costó ningún esfuerzo, y lo que tenemos que hacer para transformar, producir, generar lo nuevo… y también para cuidar esa naturaleza que se ha recibido. Recordemos aquí que cultura significa también cultivo.

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Yo me hice muchas veces una pregunta en relación a nuestro territorio: ¿por qué Venezuela, que tiene tanto espacio, en comparación con otros países latinoamericanos tiene poco desarrollo agrario? La respuesta siempre era: “porque muchos suelos aquí son ácidos, o alcalinos, etc.”. Yo, como no sabía de eso, aceptaba esa respuesta aunque me quedaba la duda. Muchos años después me invitaron a Israel, junto a directores de museos de varios países del mundo. El último día de ese tipo de visitas los israelíes hacen una ceremonia hermosa, muy simbólica, en una montaña cuya gran ladera está sembrada de pinos. Solo la siembran los peregrinos, es decir los que vamos de afuera. El último acto en esas estadías es sembrar cada peregrino un pino, y rezar, con todos, una hermosa oración de la siembra. Yo que sé algo de jardinería, cuando me entregan aquella matita tan escuálida sobre un peñasco tan duro, y el agua que me dan para regarlo es tan caliente (y lo primero que te dicen en asuntos de jardinería es que no riegues con agua caliente) pensé: “Esta gente sí es audaz ¿cómo se va a sembrar un pino en estas condiciones?”. Pero si volteabas apenas a mirar, la ladera estaba llena de pinos de distintos tamaños, que iban indicando de abajo hacia arriba el proceso tan eficaz de las siembras a lo largo de los años. La montaña era un mundo de pinos, los grandes más abajo, otros pequeños recién sembrados, muy cercanos a nosotros. Ahí me dije que no aceptaría más esas historias de los pisos demasiados ácidos o demasiado alcalinos. La tierra de Israel es muchísimo más inhóspita y ellos la trabajan para hacerla fecunda.

Mi última pregunta. Haciendo una traslación de lo que Alejandro Otero te comentó en la entrevista, algo que además está en la introducción. ¿Cuáles serían esas obsesiones fundamentales en tu vida?

Interesante. Depende si lo ves como en tu vida o en tu vida de investigador. Por ejemplo, acá yo hablo de las curadurías, de ser curador y de la curaduría como un acto personal, y menciono algunas de mis obsesiones en la elección de las curadurías.

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En La Cultura bajo acoso.

Sí, el último capítulo de ese libro está dedicado a la curaduría. Pero claro, hago la diferencia porque la vida de uno no se reduce al espacio profesional, si bien es cierto que el nuestro es un tipo de trabajo muy vivencial, es decir, nosotros no hacemos un trabajo para la sola sobrevivencia (aunque esto sea también imprescindible) sino que hacemos un trabajo que es vocacional, que integra nuestro hacer y nuestro espíritu, y en ese aspecto estamos en la misma situación los artistas, los escritores, los historiadores, los humanistas en general y también los científicos; los que trabajamos en esa relación cotidiana que se quiere en libertad y que se orienta a la búsqueda de alguna verdad (aunque se trate a veces de tus verdades más personales) –eso que no siempre se puede lograr, eso que no todo el mundo aprecia igualmente, eso que hay que valorar especialmente cuando por momentos se llega a alcanzar.

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En ese libro decía, por ejemplo, que aunque cueste reconocerlo por un prurito de modestia, el curador es también un creador. Elige los temas, problemas y obras a ser estudiados y, al hacerlo, también va revelando zonas conmovedoras para (y de) sí mismo. Y va encontrando, en las obsesiones fundamentales que se repiten en algunos artistas con los que trabaja, proximidades con algunas de sus propias obsesiones. Se vuelve afín o complementario, pero también se enfrenta y confronta. Y no tiene empacho en tomar partido por lo que son sus motivaciones, los asuntos que lo movilizan o le duelen, y que con los años han ido conformando un entramado de pensamiento crítico que es, específicamente, el suyo. Pero también tiene que haber allí, y en los libros, un hacer creativo a través de una escritura propia, una escritura que vas labrando lentamente (y con los años, por cierto, cada vez más lentamente) como un objeto que se ama y que se cuida.

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Si hiciera un seguimiento de mis curadurías y publicaciones podría ver algunas de esas obsesiones por las que me preguntas y que tuvieron desde la juventud relación con mi pasión por la escritura, mi vínculo luego con la comunicación, la educación, el mundo de los museos, y también los estudios de filosofía particularmente dirigidos a la estética. Por otra parte, y ya no solo en el contacto con el arte, se ha ido reiterando mi personal interés en temas como la naturaleza, la ciudad (las ciudades y lo urbano en general pero, más concretamente, esta Caracas nuestra), la ética y la política.

 

Y ya como pasión aparte, sostenida desde la infancia, siempre ha estado en mí la música. Una pregunta que me hago a veces es: ¿cómo sería el mundo sin música? y lo encuentro inconcebible.

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Pero obsesiones fundamentales ya en la realidad más personal, esencialmente las del mundo de los afectos, de los vínculos: el privilegio de compartir cada día con Ricardo, ese ser extraordinario que es mi compañero de vida, la fuerza que me dan mis hijos y mis nietos, con la maravilla de su cercanía y de sus diferencias, la energía que te da la familia en general, y esa otra familia, la elegida, que son los buenos amigos. En definitiva, la vida está llena de razones para el agradecimiento. Ya no tengo la edad para levantar a un niñito, pero ser madre ha sido una pasión –y una obsesión, inevitablemente- para siempre. Y se puede hacer mucho estando pendiente, uno siempre está ahí de alguna manera para las personas a las que quiere.

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