Muchas cosas que antes resultaban complicadas se han vuelto sumamente simples en la actualidad gracias al surgimiento y amplio uso de tecnologías de información. Por ejemplo, el investigador belga Derrick de Kerckhove ha afirmado que, hoy en día, la globalización es inminente, más aún cuando el uso de teléfonos móviles nos permite “llevar el mundo en el bolsillo”[1]; esto conlleva, a su vez, a que el procesamiento de información trascienda los procesos cerebrales y se extienda hasta las pantallas.

 

Según Kerckhove, una psicotecnología es cualquier tecnología que emula y expande los procesos de la mente humana. Estas tecnologías permiten relaciones o asociaciones mentales que no podrían haberse dado sin su aparición. Es por esto que las innovaciones en el campo de la tecnología de la inteligencia siempre han producido cambios en la sociedad, y que la aparición del computador y lo referente a él no puede resultar inocuo.

 

El entorno digital es un agente de cambio sobre aquello que se entiende como “lo social”: la mente como un software en expansión y la cibercultura como la interfaz que media la relación. Por eso, este análisis de la identidad parte desde las populares redes sociales: en todas ellas, lo primero que hay que hacer para participar es crear un avatar. Al abrir el portal, encontramos una amigable interfaz que nos invita a contestar un cuestionario simple, luego ingresamos una dirección de correo, una serie de datos de estilo, y elegimos un nombre. ¡Voilà! Hemos creado un conato de identidad.

 

La identidad digital no es un accesorio o una contraparte del que dispone el self creador; es la primera condición de posibilidad para la existencia de “otra entidad”. Así nace, por ejemplo, un nuevo habitante de Twitter: aparece en cuanto se le otorga la condición sine qua non sin la cual el mundo sería ajeno e inconsistente –la capacidad de comunicar. Todo lo que existe comunica[2], y desde ese acto comunicador se constituye el mundo circundante (la realidad). La realidad se crea y recrea con el accionar del hombre.

 

En este contexto, cobran especial relevancia las ideas que, desde 1942, emanan de la “Escuela de Palo Alto”. Ese año, el antropólogo y lingüista inglés Gregory Bateson se aliaba con el antropólogo estadounidense Ray Birdwhistell, el sociólogo canadiense Erving Goffman y el comunicólogo austríaco-americano Paul Watzlawick, entre otros científicos sociales, para crear la Escuela de Palo Alto bajo el concepto de “colegio invisible” (por no poseer una estructura física). A partir de entonces, este grupo de investigadores comienza a desarrollar teorías sobre la comunicación con base en un modelo orquestal, en lugar del tradicional modelo lineal de “emisor-canal-receptor”. Según los postulados de Palo Alto, la comunicación constitutiva (que constituye la realidad) se da dentro de un sistema abierto de red, rizomático, [3] que se orquesta entre los miembros de una cultura. La realidad es, por lo tanto, intersubjetiva [4]: se ensambla sobre las percepciones compartidas a través de la comunicación y el sentido que se le dé a la misma –todo dentro de un sistema recurrente, que se repite a cada instante mientras exista un conjunto de personas.

 

 

La transmodernidad

Para cuando aparece Twitter en 2007, el mundo se organiza de manera cada vez más cosmopolita. El computador, ya en todos los hogares del globo, establece una nueva relación entre la realidad y su conocimiento: representar la realidad “tal y como es” ya no es lo fundamental, sino crear modelos plausibles de la realidad y optimizar su tratamiento. Cuantos más modelos plausibles, mejor, sin necesidad de dilucidar si representan adecuadamente la realidad [5]. Este mundo de fotos de perfil y trending topics exige una mirada desde la transmodernidad: el mecanismo de producción de modos nuevos a partir de modos existentes, mediante la modificación y recombinación de sus componentes o atributos[6].

 

La era de la redes sociales ha traído fenómenos que ejemplifican a cabalidad los postulados de la Escuela de Palo Alto. Por ejemplo, Watzlawick y sus colegas afirman que es imposible no comunicar. Basado en eso, un usuario de una red social puede conferir una serie de significados con su sola presencia, sin decir una palabra, como ocurre con @BarackObama o @Pontifex. Otro de sus postulados afirma que la comunicación posee un nivel de contenido y uno relacional, con lo que el mensaje en sí mismo no representa la totalidad de lo comunicado: el mismo mensaje no será decodificado igual si proviene de una cuenta como @BBC o @CNN, que si proviene de una cuenta de un individuo común. Igualmente, los pensadores de Palo Alto afirman la existencia de un nivel digital (referido por analogía) y otro analógico (que da referencia directa) en la comunicación. En Internet, la conversación se da principalmente a través del idioma, por lo que es mayormente digital; aún así, se conserva el valor analógico con el uso de imágenes o referentes visuales que no requieran conceptualización sino que se refieran a los objetos por analogía directa.

 

En el último de los postulados de Palo Alto, Watzlawick y sus colegas afirman que la comunicación puede ser simétrica o complementaria: es simétrica mientras los comunicantes permanezcan en igualdad de condiciones –por ejemplo, dos jóvenes que intercambian contenido–, y se convierte en complementaria cuando uno de los dos jóvenes es @katyperry o @MalalaFund –entonces, se habla de una diferenciación que implica una condición de superioridad.

 

Tomando en cuenta lo anterior, la transmodernidad se revela como el momento de la relación en red, de la generación intersubjetiva de realidades, de la cultura como prótesis y del intercambio como constitución del mundo circundante y también del propio sujeto a través del mayor acto creador y de empoderamiento: la comunicación.

 

 

La identidad: un mundo dentro del mundo

Así como sucede con la idea de realidad, el concepto de identidad ha sufrido diversas mutaciones a lo largo de la historia. En nuestros tiempos, hay una pérdida de las nociones lineales que antes ataban al hombre a la historia: como afirma el psicólogo Kenneth Gergen, el concepto de “persona individual” ha dejado de ser el simple reflejo de algo existente y pasado a ser una creación comunitaria derivada del discurso. Siguiendo a los pensadores de Palo Alto, resulta lícito asumir que la identidad también es la consecuencia del acto comunicativo interconectado y convertido en significante; en la transmodernidad, la identidad se constituye igual que el resto de la realidad. El filósofo Massimo Desiato dice que “el sí mismo resulta constituido por las múltiples relaciones con el otro: por así decirlo, el sí mismo es una caja de resonancia de los otros” –la identidad se transforma en una idea contingente, encuentra su modus operandi a través del mismo proceso con el que la (re)interpretación continua del mundo constituye al mundo.

 

 

Avatares, encarnaciones de dioses

Un “avatar” (del hinduismo: encarnación de una deidad) representa una unidad en sí misma, sobre la cual su artífice tiene absoluto control: una foto de perfil, un nombre –único e irrepetible en el universo–, una dirección (aunque de correo electrónico), una personalidad armada sobre la base de hashtags, de likes y de retweets, que no le debe nada a la personalidad creadora. Aunque herederas del mundo físico, las identidades digitales son entidades descarnadas, cuya forma de comunicación no se corresponde totalmente con la realidad tangible.

 

Las situaciones cotidianas de la contemporaneidad son pruebas de los postulados de Palo Alto: la condición de existencia de los “avatares” en Twitter está fundamentada en su capacidad inherente para comunicar. Las identidades virtuales son capaces de generar conversación y expandir la esfera pública hasta proporciones globales. A propósito, el investigador de medios Carlos Scolari afirma: “Los seres humanos no solo usamos el lenguaje, en realidad habitamos dentro de él”. Y en ese territorio, donde el lenguaje es el suelo común, conviven y se relacionan estos avatares que no son sus creadores sino que, bajos sus instrucciones, habitan en un simulacro que cada día se torna más real(idad).

 

 

Soy en tanto somos

Si partimos de la premisa transmoderna acerca de la constitución de lo real por vía de lo intersubjetivo, es posible afirmar que la identidad digital es consecuencia de ese mismo proceso; por lo tanto, no puede ser atribuida a un solo autor. Se trata de la confluencia de dos tipos de actos comunicativos: el primero, las acciones del propio avatar que comunica un contenido específico; el segundo, los actos de todos los “otros”. Twitter existe en tanto se da en él la puesta en común de los individuos, e influyen igualmente el contenido compartido que las respuestas, retweets e interacciones.

 

Las identidades que habitan Twitter se transmutan en hipertextos que, como solo es posible en Internet, generan conexiones simultáneas hacia infinidad de direcciones, donde cualquiera de las rutas de lectura constituyen y definen esas identidades. La construcción de la identidad, como acto interpretativo, sucede en el otro (que ya no es ajeno, sino constitutivo). Este otro virtual, que lee e interactúa, solo puede otorgar la identidad a su verdadero poseedor a través del acto comunicativo que lo hace público.

 

 

Del Twitter que se tiene a la realidad que se es

Un avatar posee una serie de características dadas desde su creación; de la misma manera, a los seres humanos se les confiere una serie de significaciones desde su nacimiento. A partir de entonces, como en Twitter, la vida se desarrolla desde la comunicación, desde el acto inevitable, constitutivo y rizomático de poner en común. Erving Goffman, de la escuela de Palo Alto, afirma que los sujetos interpretan los roles de la vida como actores sobre el escenario; el individuo y lo social se hacen simultánea y recíprocamente. Para el sujeto, negar a otro es negarse a sí mismo.

 

Las tecnologías de la comunicación han puesto en manos de los individuos la posibilidad de trascender los alcances del mundo físico. Esto constituye la identidad de los avatares y la de los sujetos creadores, quienes, ahora, conviven con sus pares analógicos y con los digitales. En el “teatro” de la vida que Goffman plantea, la realidad y la identidad son híbridos de lo material y lo virtual, sin importar de qué lado de la pantalla estemos. Personas y avatares interpretan a un personaje al que van conociendo poco a poco: al “sí mismo” que se construye en la mirada del otro.

 

 

Entonces, ¿quién eres tú?

La pregunta por la propia identidad ha acompañado al hombre desde inicio de la historia del pensamiento. Está referido infinidad de veces en sus expresiones artísticas: “¿Quién soy yo?” es la pregunta de la Alicia de Carroll, del robot de Asimov, de los androides de la película de Ridley Scott, de la Dolores de Jonathan Nolan y Lisa Joy. Es por eso que hoy, cuando el límite entre ciberespacio y realidad off­line se desdibuja sin parar, es crítico retomar este cuestionamiento. ¿Qué determina mi propio ser cuando hay tantos elementos en juego, cuando pareciera que se puede vivir dos vidas simultáneas, una a cada lado de la pantalla?

 

En Twitter, como en toda red social, los individuos pueden crear avatares que los representan dentro de esa comunidad –les dan nombres, ubicación, imágenes de referencia…– pero esos elementos solo constituyen un primer bosquejo de su self, que se irá construyendo a través de las relaciones que establecen con sus pares digitales. Pero este avatar no es un desdoblamiento de su creador, es un ser independiente que creará, poco a poco, su propia identidad desvinculada de su autor humano. Las relaciones construyen nuestras propias nociones y edifican nuestras conceptos sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos. Desde el pensamiento constructivista, nada es dado, nada preexiste, todo es construido. Todo es compartido a través de un lenguaje que nunca puede ser privado, sino medio para la creación colectiva. Probablemente resulte más fácil asociar Internet y a sus individuos con un universo totalmente creado, pues el hombre es quien lo construyó y lo vio surgir de donde antes solo había ceros y unos.

 

Las noción de rizoma cobra especial significación en el mundo digital, pues es más fácil visualizar allí el entramado (la red) de interconexiones que se da entre los sujetos; sin embargo, la cibercultura no es exclusiva del universo on­line, pues partiendo de las teorías de la Escuela de Palo Alto, se puede afirmar que la construcción social de la identidad y la realidad es un hecho inevitable de ambos lados de la pantalla. La comunicación, acto que viene con la existencia, construye los referentes (abstractos y tangibles) que componen el mundo. Así, la relación con los otros edifica este mundo y, con ello, al propio yo.

 

Si la condición dialógica del hombre no lo lleva sino a poner en común su línea de pensamiento y esta, a su vez, modifica la concepción que tiene sobre el mundo y sobre sí, la comunicación viene a ser un macro modificador –la más amplia de las psicotecnologías. Entonces, desentrañar la propia identidad no es un asunto sencillo: al igual que el “tiempo”, la identidad es un concepto relativo, que no se puede aprehender –si acaso solo medir–, pero que nos determina. Es una propiedad en constante transformación, mutando siempre, a medida que se desarrollan las relaciones entre seres humanos. La identidad no es una respuesta que preexiste ni trasciende, sino que se materializa nuevamente, una y otra vez, en cada acto comunicativo.

 


[1] Baldesan, M.; Giglio, K. (2011) «La piel y sus extensiones: contribuciones de Kerckhove para la convergencia de la cibercultura». p. 4.

[2] Este es el primer postulado de la Escuela de Palo Alto. Parte de la idea de que no existe nada opuesto a la conducta; las personas no pueden “dejar de comportarse” (Beavin Bavelas et al, 1989). “Ahora bien, si se acepta que toda conducta es una situación de interacción que tiene un valor de mensaje, es decir, es comunicación, se deduce que por mucho que uno lo intente, no puede dejar de comunicar” (p. 50).

[3] Postulado desarrollado por Deleuze y Guattari (2002). Un rizoma es un modelo ramificado, que presupone un tejido de conjunción e interconexión en movimiento y que adquiere velocidad en el medio. De este modo, el rizoma carece de un comienzo y un final.

[4] La intersubjetividad es entendida como un campo relacional de identificaciones proyectivas recíprocas, una tensión oscilatoria entre las individualidades que impide considerar la ocurrencia aislada de la vida mental de los individuos (Eizirik, 2002).

[5] Ibáñez, T. (2001) Municiones para disidentes. Realidad-Verdad-Política. p. 100­101.

[6] Amar, G. (2011) Homo Mobilis: la nueva era de la movilidad. p. 128.


 

Sobre la autora:

Deborah Rodríguez (Caracas, 1993) es Licenciada en Comunicación Social, mención Artes Audiovisuales, por la Universidad Católica Andrés Bello. Ha trabajado como editora de vídeo y videógrafa. Fue preparadora de la cátedra de Morfosintaxis y asistente de investigación en el Centro de Investigaciones de la Comunicación, en la UCAB. Se considera una apasionada por la filosofía y la investigación.

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