Entregas: Visita a «Poderes visibles e invisibles»

El pasado sábado 15 de octubre, durante la exhibición Poderes visibles e invsibles, curada por Kelly Gordon y parte del programa Global Visions: Arte e imagen en movimiento en la escena internacional, tuvimos la grata experiencia de recibir a la clase del Seminario Micropolíticas de creación, archivo y las ciudades del porvenir, junto a su profesora, Camila Pulgar Machado. La visita comentada por la Casa de Hacienda y el Secadero 7 de Hacienda La Trinidad Parque Cultural brindó espacio para el asombro, la duda, el cuestionamiento y la reflexión.

 

Los dejamos con una selección de las impresiones producidas posteriormente por los estudiantes para el Seminario.

 

Fotografías: David Niño.

 

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por Rebeca Martínez

 

La idea que tengo de “poder” no se separa fácilmente de una definición con base en la fuerza. El poder y la fuerza me asustan. Al intentar separar una palabra de la otra, mi idea primera se agrietó: ¿Hay fuerzas que no ejerzan poder? ¿Hay poder que no use la fuerza? Entre las grietas aparece, líquida entre los resquicios, la noción de potencia. No tener poder no es simple debilidad: es también potencia o potencialidad.

 

En la visita a Poderes visibles e invisibles aprendí a ver videoarte. Es imagen, al igual que en literatura, y la reconocí de ese modo porque algo resonó en mí. Reconocí el eco que cada video produjo en algunas de mis cavernas interiores. La morfología de la Casa de Hacienda en combinación con el audio de los videos me dio la sensación de estar en un sistema de cuevas, en mi sistema de cuevas interior. La confluencia o interferencia de sonidos me impidió sumergirme en la obra que estaba viendo en determinado instante porque me traía de regreso a las que había visto; también a las que todavía no llegaba: la resonancia del porvenir. Es curioso que, en esta metáfora que intento dibujar, el elemento que perdura es el sonido, la expresión más efímera.

 

Projeto para curvar o corpo (2016), de Carla Chaim, fue de mis favoritos. Lo entiendo, en principio, como una reflexión sobre el tiempo [la risa siniestra y la música carnavalesca de la obra de Federico Solmi (re)suenan todavía] que perdura sobre el ser humano. Observo el breve oleaje del río, probablemente amazónico, siempre cambiando, pero siempre el mismo, las huellas humanas y animales borradas de la arena por la marea. A continuación, el territorio límite entre el agua y la tierra es recorrido por la mujer que irrumpe con suavidad, incluso cromática, y desaparece detrás de la curva. ¿Cuál es la naturaleza de este recorrido? No deja huellas, es un fragmento –el recorrido viene de algún lugar y continúa yendo a otro. No es violento, como sí lo puede ser el plano en picado que nos da la perspectiva de vigilancia: ¿por qué vigilar un recorrido, un desplazamiento?, ¿qué hay de peligroso o desestabilizador en ello?

 

Curvar, doblar el cuerpo, me lleva a preguntarme de qué cuerpo hablamos: ¿el cuerpo del recorrido o el cuerpo de la mujer? Parecen fundirse, amalgamarse. Este cuerpo hecho de dos cuerpos me genera una sensación de densidad. A pesar de la estética minimalista, siento que ese movimiento curvo de desvío, que retarda el recorrido que pudiera hacerse en menos segundos, ejerce el poder invisible, o la potencialidad, que se opone al poder visible –en este caso, el de la vigilancia. Recorrer el territorio límite entre el mundo formal (la tierra) y el mundo informe (el agua), no quebrar, sino doblar la línea recta me recuerda a Stalker de Tarkovski: la curva, el retardo, la sensación de quiebre, se vuelven una necesidad.

 

 

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por Jenny Pereira

 

Una muestra de videoarte requiere necesariamente agudizar los sentidos: la mirada debe seguir con cautela cada movimiento y recorrer las pantallas para encontrar detalles que pudieron pasar por alto a primera vista; el oído recibe una avalancha de sonidos provenientes de las bandas sonoras que los artistas han adherido a sus obras. Poderes visibles e invisibles despertó en mí, como suelen hacerlo las exhibiciones de videoarte, cierto encanto, rareza e incertidumbre. Durante el recorrido por la exhibición, pude experimentar tensión, desesperación y hasta un poco de culpa al mirar algunas de las obras.

 

La exhibición me recibió con una explosión psicodélica, movimientos desenfrenados aferrados a un pupitre, una caminata que se pierde en el horizonte que marca el borde de la pantalla, la lentitud de un recorrido marítimo que parecía no avanzar, el aparente anuncio de un ataque que jamás llega, un juego de la infancia que arrasa con todo lo que tiene cerca, un grito que se ahoga y finaliza con la caravana fúnebre de un nuevo comienzo. A medida que avanzaba de sala en sala, sentía un exceso de información visual y auditiva que necesitaba de bocanadas de aire fresco entre cada una para evitar la saturación, paliar el calor y poder digerir la multiplicidad de imágenes y sonidos retumbantes.

 

De la selección de videos, los segundos que más llamaron mi atención fueron los presentados por Nina Pereg en su obra 67 Bows (2006). Un video en el que se simula la reacción de un grupo de flamingos ante el estruendo de disparos, en el que los movimientos se acoplan a cada uno de los estallidos y recargas del arma creando una coreografía y una realidad que recrea el nacimiento de sonido e imagen como unidad indivisible. El sonido y la reacción de los flamingos coexisten de manera magistral, cada detonación y recarga acompañada de movimientos colectivos que fueron capaces de contagiarme como espectadora: en el momento repetido de las recargas esperaba los disparos, al igual que las aves. La tensión por la espera de un sonido al que me había acostumbrado en pocos segundos se instaló en mi inconsciente junto a un leve movimiento en el cuello, que se unía fugazmente y al unísono al de los flamingos.

 

 

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por Miguel Delgado

 

Existe un factor lúdico en el hilo conductor de las piezas de esta exhibición, representado en los colores o la ausencia de ellos; utilizando elementos de juego o mixturando imagen y sonido. Hay un juego perverso entre depredador y presa, el juego casi siniestro de utilizar infantes y suprimir el color, dándoles la orden de sacudirse lo que sientan les oprime. El juego del encuentro y el desencuentro, del conquistador y el conquistado; el de aquel que se oculta y mueve los hilos de los otros.

 

Entre lo lúdico y perverso, hay otro aspecto diferenciador: la musicalidad, o mejor dicho, la sonoridad. Todas las obras suenan diferente, cada una su propio ritmo, su propio compás. Sobre esta base se coreografía un movimiento rítmico, a veces acompasado; incluso en obras sin audio, donde el movimiento crea su propio ritmo. Las obras son una danza en loop infinito que absorbe al espectador.

 

La selección de Poderes visibles e invisibles ejerce el poder que obliga a la reflexión política de las intenciones del artista al momento de crear su obra; en cada una de ellas hay un archivo o una historia íntima. Es así como la historia ejerce su poder invisible: la experiencia del artista condiciona la reflexión, el poder obvio de algunas obras se complementa con el poder de la anécdota, de la historia y del archivo experiencial propio y ajeno. Todo esto para decir que mi obra favorita fue la de Miguel Ángel Ríos, A morir (2003), donde el movimiento es impuesto por una mano que no se observa, los objetos chocan y se mueven dentro de una retícula blanca. Hay una libertad aparente del movimiento que deja salir y entrar los objetos de los confines de la retícula. Los hay pequeños y otros grandes, los que empujan, sacan y tumban, los que se resisten a caer, los que son sacados del juego y los que vuelven a él. Me recordó una frase de Slavoj Žižek, del libro ¡Bienvenidos a tiempos interesantes!: «¿Quién necesita la represión directa si se puede convencer a los pollos de que caminen libremente al matadero?».

 

 

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por Mónica Santander

 

Comencé mi recorrido por lo que museográficamente sería el final, la última sala. Allí, como un primer efecto espontáneo e inevitable, intuí el poder invisible de las “fuerzas ocultas” detrás del proceso de montaje y exhibición, desde mis propios prejuicios, cultivados en mi experiencia personal y laboral en museos oficiales venezolanos. Advertí la ironía de una sala precariamente ambientada, para exhibir dos piezas impecablemente elaboradas. Me interesa el poder que se sabe constituir desde los márgenes.

 

En la Casa de Hacienda, la hermosura del espacio, sus nobles materiales a la vista, tan bien cuidados como sus pulcras paredes blancas, ejercían en mí el invisible pero tremendamente sensible poder de la contradicción, por el ahogo que me produce el olor de los productos utilizados para conservar y lubricar la madera y los pisos de terracota. Soy venezolana y vivo en Venezuela, el ahogo es un efecto cotidiano que resisto y al cual no pretendo acostumbrarme. Ante eso, mi ejercicio político cotidiano, instantáneo, sistemático, es estar atenta, despierta, activa, viva. He allí mi poder, invisible. Pero basta que yo lo sepa para hacerlo legítimo.

 

No es sólo político aquél que así se autodenomina por su oficio y es legitimado desde los polos oficiales y oficializantes del poder. El ser y el estar de cada uno de nosotros son asuntos profundamente políticos. Posiblemente, los más legítimos y reales.

 

Así, sofocada, percibí en Shaking Children (2013), de Eglè Budvytytè y Bart Groenendaal, el visibilizador ejercicio de poder otorgado a los niños, uniformados, en el aula de clase, al invitarlos a “agitarse” exageradamente, artificiosamente, adrede. Ante esta obra me preguntaba cuántos adultos considerarán que la normatividad escolar y el tratamiento de uniformar, sentar e inmovilizar a los niños durante cada hora de clase convencional en un aula, durante nueve años consecutivos de infancia y sucesivamente, por los cinco años siguientes de adolescencia (en el referente de nuestro sistema educativo venezolano) constituye un ejercicio de poder naturalizado socialmente. ¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a cuestionarlo? ¿Cuál es en esta obra el poder visible y cuál el invisible? Me gustó.

 

67 Bows (2006) de Nira Pereg me impactó. Identifiqué en esta pieza nítidos elementos sonoros, visuales, corporales y gestuales de las relaciones mediante las cuales se constituye el poder puro y duro. La superposición del ruido de las armas al ruido natural y diverso de los seres que interactúan en su ambiente. La noción de colectivo como conjunto de individuos que comparten rasgos similares o necesidades comunes, alterado en fracciones de segundo con el gesto totalitario y totalizante del ruido de los disparos, que desindividualiza la acción de los cuerpos, que los uniforma en un único gesto corporal de sumisión. Me resultó conmovedor el discurso y su representación.

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