Ana Mendieta. "Árbol de la vida" (1976). Earth/Body Work, México.
© Ana Mendieta. «Árbol de la vida» (1976). Earth/Body Work, México.

 

“Escena 1. Exterior, día. Plano cenital”, ordena mentalmente.

 

El cielo inmaculadamente azul del trópico es salpicado por una bandada de aves que le recuerdan a la mujer que el tiempo aún transcurre. Cuando imagina, se ausenta del mundo, y desde hace rato fantasea con una cámara curiosa que la filma sobre el mar. Juega a soltar por momentos la pieza superior del traje de baño que nada en su mano. “¡A que no me lo llevas!”, reta y hace mover sus senos de un lado a otro bajo la ola lisa, ríe y los ofrece luego al aire y al sol. Imagina que es un alga. Verónica es una lámina flotante, una porción de materia extendida sobre la superficie del agua, en el fondo de la atmósfera terrestre. Los síntomas de deshidratación en la piel indican que es buen momento para regresar a la orilla. Por fortuna, hay poca gente en la playa.

 

Jadeante y sonriente, se posa sobre la arena tibia; contempla el rumor, escucha el vaivén. Se tumba de espaldas y mira nuevamente el cielo. Aspira el sol, saborea el salitre, palpa la tierra. Luego Verónica cierra los ojos y se entrega a la experiencia plena de todo cuanto la rodea: se sabe en el alquímico punto de confluencia de los cuatro elementos naturales. Allí, liberada de ropajes, roce directo en piel, siente el peso de ser un cuerpo en el mundo: diminuto e inmenso a la vez; un cuerpo-brocha-gorda para pintar la existencia. Deja que el aire penetre los orificios, rebose sus pulmones, le llene la sangre de sal; luego exhala con fuerza, impregnando el mundo de su aliento. Pegada a la arena, escucha pasos, fragmentos de conversación que pasan en ráfaga. Se sabe atravesada en la franja de paso de los bañistas, que de seguro la miran con extrañeza o codicia, piensa, y que ella a su vez observará en un rato, cuando recorra la bahía en busca de una cerveza helada. Recuerda las palabras de Nat: «Solo la poesía te bajará las pantaletas». “Y el mar”, se dice, al sentir la espuma de una ola lamerle el borde de los pies.

 

El viento sopla suavemente sobre sus cabellos y piel. La va secando pacientemente, dejando a algunas gotas deslizarse libres sobre la superficie erizada. Ella siente que el sol le besa los poros y el rumor susurra en su oído secretos amantes desde otras costas. El mar insiste en provocar sus piernas, que ya han empezado a dorar. La arena blanda y firme la recibe, cóncava y convexa. Verónica siente bullir su lujuria por el mundo. Le excita saberse tan vasta e indeterminadamente acariciada, y corresponde frotándose contra el agua y la tierra. Al principio el movimiento es casi imperceptible, pero pronto el cuerpo va ganando terreno a la conciencia. Emancipado, cava y se aferra, desliza, arquea; se gira, gime, lame de sus labios arena.

 

El encuadre mostrará a una mujer sonriente, jugando a ser libre sobre una orilla; su piel cubierta de una especie de polvo de alabastro. «Verónica impúdica. (Del nacimiento del amor y de la belleza espiritual como fuerza motriz de la vida)», aparecerá a continuación como título.

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