Gabriella Barouch
© Gabriella Barouch. «A Book of Nonsense By Edward Lear» (2012). Ilustración digital.

 

A los dieciséis años la hija del Coronel Spencer deseaba una sola cosa: extraer conejitos de un sombrero. Por eso, aquella tarde, en lugar de atender la cita con el afamado modisto de la ciudad, escapó a través de los campos de algodón y abordó el destartalado automóvil de Clementine. Él la recibió con sus labios carnosos y su esforzada indumentaria sureña. Se fueron. El circo, que esta vez anunciaba una osa acróbata y unos gitanos escapistas, se había asentado a las afueras. La tarde incurable despedía un perfume de fritanga y licor de centeno.

 

Un mago se anunciaba en su tarantín mediocre. «Ven a enfrentar las maravillas que el gran Renard trae para ti», vociferó con meditada entonación antes de columpiar sus ojos en ella. No es que fuera muy hermosa, pero resultaba tan apetecible como una merienda inesperada luego de un arduo día de trucos y aplausos anodinos. Con dos miradas que adivinan un abismo es suficiente para compartir un secreto.

 

Ella esperó al final del espectáculo. Dijo hola y le extendió la mano, la carpa se cerró detrás de sí. Pero él dijo no, vuelve a casa, es complicado, mañana parto a China. Pero la hija del coronel Spencer estaba resuelta.

 

Quiero que me piques en dos, dijo, mientras soltaba algunas monedas sobre la mesa de artilugios. Hay un solo truco para eso, aclaró, quitándose la capa. Clementine, que era un perro fiel, los miraba a través de una ranura.

 

Esto es abrir la boca, para que te vayas enterando, la varita se agitaba con una propensión viciosa. Esto es asfixiarse y descender al pantano azul. Azul, no como el cielo, sino como un cuerpo muerto, como una flor venenosa. Succiona, pequeña debutante. Incuba. Coge aire mientras puedas y traga, traga todo, hasta que el gritito cuadrúpedo se te escurra por dentro. No es un castigo pero podría serlo. ¿Ves? Un mandato ambiguo se convierte en titán y te come las tetas. Pregúntate a qué sabe, pero no lo comentes. No le cuentes a tus muñecas que soy salobre y duro.

 

Pero la hija del Coronel Spencer no tenía miedo. Su tía Amadine, soltera alegre y comidilla predilecta de la ciudad, le había enseñado un par de cosas el verano pasado que tampoco la asustaron.

 

Ahora es tu turno de ahogarte, le ordenó. En el siguiente acto el mago Renard extrajo un conejo blanco y baboso que ella también se metió en la boca.

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