Correspondencias (II): Sylvia Molloy / Sonia Mattalía

Dan Stockholm, "By Hand".

 

El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de septiembre de 1829
por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:

 

Zumban las balas en la tarde última.

Hay viento y hay cenizas en el viento,

se dispersan el día y la batalla deforme.

Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.

Yo, que estudié las leyes y los cánones,

yo, Francisco Narciso de Laprida,

cuya voz declaró la independencia

de estas crueles provincias, derrotado,

de sangre y de sudor manchado el rostro,

sin esperanza ni temor, perdido,

huyo hacia el Sur por arrabales últimos.

Como aquel capitán del Purgatorio

que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,

fue cegado y tumbado por la muerte

donde un oscuro río pierde el nombre,

así habré de caer. Hoy es el término.

La noche lateral de los pantanos

me acecha y me demora. Oigo los cascos

de mi caliente muerte que me busca

con jinetes, con belfos y con lanzas.

Jorge Luis Borges. “Poema conjetural”.

 

La literatura es una salud.

Gilles Deleuze. Crítica y clínica.

 


La presente nota bio-bibliográfica pertenece a una serie de aproximaciones dedicadas a la crítica cultural latinoamericana. Más precisamente, a esos autores y textos que, en mi opinión, determinaron su singularidad como práctica de lectura distinta en el campo del latinoamericanismo de las últimas décadas del siglo XX, así como a las posibles zonas de debate y de diálogo entre ellos, y con este presente que nos sobrepasa. Zonas sobre las cuales podrían volver a tramarse hoy secretas y no tan secretas correspondencias y complicidades.

 

1

«Tengo que escribir estos textos mientras ella está viva, mientras no haya muerte o clausura, para tratar de entender este estar/no estar de una persona que se desarticula ante mis ojos. Tengo que hacerlo así para seguir adelante, para hacer durar una relación que continúa pese a la ruina, que subsiste aunque apenas queden palabras»… Con estas palabras que van quedando apenas sobrevivientes, como restos de una relación arruinada por el olvido, Sylvia Molloy fija el serio propósito sobre el cual se sostiene ese pequeño libro, hermoso y difícil, que es su libro Desarticulaciones, publicado en 2010 por la editorial argentina Eterna Cadencia. Es decir, su finalidad última, su honda razón de ser subjetiva y vital. Es decir, el ethos que hace a la posición definitiva de lo que podría pensarse como una descolocada “escritura de sí” (1983), en el sentido que le diera Michael Foucault a ese tipo de escritura de lo personal que, en la antigüedad clásica, obraba el “decir veraz” sobre la verdad material de la “verdadera vida” del filósofo ―sujeto de las ideas y del gobierno de sí.

 

Como si se tratara de un extraño diario que no necesita del apunte cronológico para ordenarse en el tiempo de la experiencia, y/o de una carta sin remitente a quien dirigir el cara a cara que supondría su enunciación, la escritura ethopoiética que Molloy entrega al lector es el intento manifiesto de elaboración significante de una subjetividad crítica que se confronta con el olvido del otro cercano, en el día a día del curso degenerativo de la enfermedad. Una elaboración formulada, además, desde la franqueza de quien no cesa en su intento de tratar de aprehender a través de la escritura un Real que ni la ciencia médica ni el saber psiquiátrico pueden. Se trata, en este sentido, de una elaboración significante desplegada en primera persona, a medio camino entre el tejido conjetural propio de la reflexión crítica y la conjetura textual de una suerte de prosa poética que, como en el conocido “Poema conjetural” de Jorge Luis Borges con el que dialoga, creo, se va tejiendo en el topos dilatado de una muerte sabida con antelación ―la muerte del otro que ya no habla, tan temida y atestiguada desde el yo que se sabe muriendo un poco también con lo inexorable de esa muerte («A esta ruinosa tarde me llevaba/ el laberinto múltiple de pasos/ que mis días tejieron desde un día/ de la niñez. Al fin he descubierto/ la recóndita clave de mis años,/ la suerte de Francisco de Laprida,/ la letra que faltaba, la perfecta/ forma que supo Dios desde el principio./ En el espejo de esta noche alcanzo/ mi insospechado rostro eterno. El círculo/ se va a cerrar. Yo aguardo que así sea»).

 

Porque Desarticulaciones se refiere, en efecto, al caso de Alzheimer de una mujer con quien la autora-escritora mantuvo en el pasado una relación amorosa; y ese es el precario soporte anecdótico de la escritura crítico-poética que explícitamente se propone acompañar tal proceso de deterioro, registrando los restos de vida que van quedando fijados entre sus páginas de un modo tan fragmentario y episódico, como reflexivo y conceptual. Eso leemos, por ejemplo, bajo el título “Cuestionario”, donde la personalísima impresión de quien así asume la labor de su escritura sobre un aspecto atajado como al acaso durante el proceso de la enfermedad, al mismo tiempo funciona como anotación aguda acerca de la potencia semiótica de la imagen literaria producida por la enferma inconsciente de lo que dice:

 

Recuerdo otro ejemplo de lógica, éste poético. Cuando todavía la llevaba a la clínica donde le hacían evaluaciones para medir la pérdida gradual de la memoria, le pedí un día que me contara qué tipo de preguntas le hacían. Me preguntaron qué tienen en común un pájaro y un árbol. Yo, intrigada: ¿y vos qué contestaste? Que los dos vuelan, me dijo, muy satisfecha. Pensé que sin duda la pregunta había sido otra, pero nunca llegué a saberlo. O quizá no. Acaso algo tengan en común, el árbol y el pájaro.

Al recordar este incidente me vuelve otro en el que ella no participa. En una de esas visitas a la clínica, mientras a ella le hacían pruebas y yo esperaba, me tocó compartir la sala de espera con otra desmemoriada, acompañada por una pareja joven, acaso el hijo y su mujer. También esperaba a que le hicieran las pruebas. Escuché cómo la pareja le hacía preguntas, entrenándola para que acertara. ¿Quién es el presidente de los Estados Unidos? ¿Cuál es la capital de este país? Querían que quedara bien, que no hiciera mal papel. Pero no le preguntaron qué tenían en común el árbol y el pájaro (pp. 16-17).

 

Y algunas páginas más adelante, leemos también en “Ceguera” la anotación aguda acerca del Alzheimer, que deriva en el giro hacia lo personal de la lectora experta en los procesos de significación del lenguaje, Sylvia Molloy, una de las investigadoras relevantes de esa práctica de lectura que, desde la crítica literaria, se va definiendo como crítica cultural al interior de cierto latinoamericanismo heterodoxo de las últimas décadas del siglo xx en su tránsito hacia el xxi:

 

Durante un tiempo entretuve una teoría que acaso sea acertada. Recordaba que a Borges siempre le había costado hablar en público, al punto que cuando le dieron el premio nacional de literatura tuvo que pedirle a otro que leyera su discurso de agradecimiento. Yo solía identificarme con esa timidez para hablar, yo que casi no podía dar clase y tenía que imaginar que no me miraba nadie para no tartamudear. Hasta que se me ocurrió que Borges sólo había podido superar esa dificultad (la voz que se estrecha no queriendo salir, y que cuando por fin sale, tiembla) al quedarse ciego, porque entonces no veía a su público, que era como pensar que no existía.

Ahora, cuando la visito me ocurre lo contrario. Hablo y hablo (ella no aporta nada a la conversación) y cuento cosas divertidas, e invento, ya lo he dicho, cada vez con más soltura. Y no es que tenga que imaginarme a mí misma ciega sino que es ella la que no ve, no reconoce, no recuerda. Hablar con un desmemoriado es como hablar con un ciego y contarle lo que uno ve: el otro no es testigo y, sobre todo, no puede contradecir (pp. 27-28).

 

Crítica y poesía se encuentran, desde esta perspectiva, en cada uno de los breves textos que atestiguan la desarticulación subjetiva ante la cual no puede otra cosa que escribir la autora-escritora testimoniante. Pero estos textos miran, piensan y anotan la enfermedad desde el gesto de quien también enhebra con la escritura crítico-poética la propia memoria de una historia de vida donde no dejan de anudarse lo personal y lo intelectual. Las letras de Borges (1979), libro imprescindible acerca del memorioso escritor argentino, y Acto de presencia (1996), sobre la escritura autobiográfica, constituyen dos de los libros de crítica fundamentales de Sylvia Molloy, profesora argentina jubilada en 2010 de la Universidad de Nueva York, donde creó y dirigió durante más de una década el programa de escritura creativa en español. Y ambos textos están presentes en Desarticulaciones, tal cual la cita de Borges que pulsa agazapada en la anotación inicial. Tal cual el problema del cuerpo atravesado por la enfermedad, el de la lengua tocada por la extranjería y el de la escritura de sí como forma fundamental de un trabajo de lenguaje que ancla en lo afectivo de la memoria la identidad última del sujeto que escribe. Y tal cual, si estiramos un poco la pluma, esa primera novela de la autora, En breve cárcel (1981) y la carta sin destinatario posible que una mujer escribe entre sus páginas a la amante ausente de una reciente ruptura amorosa.

 

No hay angustia en esta escritura, afirma en algún momento la autora-escritora de Desarticulaciones, porque el olvido del “otro” produce formas inéditas para la libre invención de un pasado compartido. Pero hay, sí, en todo momento y más allá de cualquier voluntad fabuladora, el dolor del testigo que sabe leer lo que a todas luces aparece como una enfermedad de la memoria y de la lengua que ya no dice; una lengua vaciada de subjetividad ―la lengua muerta del Alzheimer.

 

“Los hypomnémata”, dice Foucault al referirse a los cuadernos de anotaciones, una de las dos formas en que cristaliza una “escritura de sí” como esa sobre la cual reflexiona, «[c]onstituían una memoria material de las cosas leídas, oídas o pensadas, y ofrecían tales cosas, como un tesoro acumulado, a la lectura y a la meditación ulteriores. Formaban también una materia prima para la redacción de tratados más sistemáticos, en los que se ofrecían los argumentos y medios para luchar contra un defecto concreto (como la cólera, la envidia, la charlatanería, la adulación) o para sobreponerse a determinada circunstancia difícil (un duelo, un exilio, la ruina, la desgracia)». Por esta razón, aunque escritos desde una primera persona protagónica, y articulados en torno a la verdad de una vida, «[n]o constituyen ‘un relato de sí mismo’ […]. El movimiento que pretenden efectuar es inverso a este: se trata, no de perseguir lo indecible, no de revelar lo oculto, no de decir lo no dicho, sino, por el contrario, de captar lo ya dicho; reunir lo que se ha podido oír o leer, y con un fin, que es nada menos que la constitución de sí».

 

Quizá desde esta acotación foucaultiana podríamos aproximarnos a la lectura de Desarticulaciones, que ciertamente propone no solo un conocimiento alternativo de lo que sucede en la subjetividad del desmemoriado a través de las marcas que su desmemoria opera sobre el lenguaje, sino una posibilidad de reencontrarse con la vida en el trabajo de elaboración significante gracias al cual ese lenguaje arruinado consigue reanudarse como texto. Pero, de igual modo, la lectura de Desarticulaciones ―ese texto de sí escrito como al margen, ese texto que se abre al cierre― podría también ser una entrada posible para comprender retroactivamente el trayecto intelectual y escriturario de la propia Sylvia Molloy. Es ese, después de todo, un lugar que escrito como anotación al margen abre al cierre las claves desde donde se podrían reanudar las obsesiones de toda una vida de pensamiento crítico y elaboración poética. Después de todo, como afirma Gilles Deleuze en el prólogo al conjunto de aproximaciones crítico-poéticas a algunos textos singulares de la literatura, el arte, el cine y la filosofía en Occidente, que se articulan bajo el título Crítica y clínica (1996): «Toda obra es un viaje, un trayecto, pero que sólo recorre tal o cual camino exterior en virtud de los caminos y de las trayectorias que la componen, que constituyen su paisaje o su concierto» (p. 10).

 

2

Onetti, una ética de la angustia (2012) fue el último libro escrito por mi tutora y amiga Sonia Mattalía ―otra rara de la crítica literaria y cultural, formada en Argentina durante los años de la dictadura y residenciada en España a partir del obligado exilio ―poco antes de perderse en los laberintos del Alzheimer. Escrito, ese sí, en estado de angustia ―la angustia de quien quizá presentía ya los signos de esa enfermedad de la memoria que se pierde, que se va perdiendo con el vaciamiento subjetivo del habla ―el libro comienza con el intento de tejer una semblanza «del más escurridizo de los escritores latinoamericanos», que en algún momento deviene memoriosa relación de encuentros:

 

Recuerdo la primera vez que lo vi, cuando se levantó para saludar a Juan Rulfo en el Cabildo de Canarias en 1979. Dos flacos altísimos, abrazados. Intercambiaron este diálogo: “Hola, Juan” dijo uno. “Hola, Juan”, contestó el otro. De vez en cuando Rulfo levantaba la cabeza y miraba a Dolly, único testigo asombrado y también mudo. “Mujer ―le decía Rulfo― tú no sabes cuánto yo lo quiero a este hombre” y no miraba a Onetti al seguir hablando. “Por favor, dile a Juan que Juan lo quiere mucho”. Juntos habían hecho un viaje bajo el volcán.

Recuerdo un mediodía de 1990 que se convirtió en tarde de fin de invierno: un encuentro en su casa en Madrid con Hugo Verani. Me tomó examen sobre mis lecturas, regañándome cuando no le gustaban algunos libros que, en aquel momento, me fascinaban y sobre los que él emitía juicios lapidarios. Salvó a algunos escritores, pocos, de la quema: Cristina Peri Rossi ―“se juega la vida cuando escribe”― me dijo; entre los españoles, alabó a Antonio Muñoz Molina.

Le repetí su autorretrato de La vida breve: “Se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que solo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos”, que él continuó con sorna: “No hubo preguntas, ningún deseo de intimar; Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal”. Hizo un gesto despectivo, harto de esta cita reiterada por tantos de sus entrevistadores.

Recuerdo su larga figura recostada en una cama rodeada de montones de novelas policiales. Las cenizas flotantes de un cigarrillo infinito. Su enorme figura, sus ojos brillantes y atentos, su voz grave, burlona, sus juicios tajantes y definitivos cuando hablamos de intelectuales y letrados, su nostalgia infinita cuando se nombraba un Montevideo húmedo y nuestro…

[…]

Me pidió explicaciones de por qué había escrito un libro sobre su obra y reiteró su escepticismo sobre los críticos repitiendo su difundido aserto: “Siempre dije que los críticos son como la muerte; a veces se demoran, pero fatalmente llegan”.

Saqué fuerzas del recuerdo de alguno de sus personajes femeninos y le conté la verdad. Me encontré con La vida breve en Montevideo, envuelta en papel de estraza y oculta bajo una montaña de novelas de segunda mano en un quiosquito de la Avenida 18 de Julio, en el año 1976. Onetti estaba prohibido en Uruguay pero yo tenía una cierta habilidad para lo clandestino. La leí tirada en la cama en un sótano de la calle Francisco Llambí en el barrio de Pocitos, en Montevideo; de vez en cuando miraba de reojo los zapatos de los transeúntes que pasaban por la vereda.

Había cruzado el charco huyendo de una Buenos Aires irrespirable y me reuní con Brausen en esa cueva que me alquilaban unos viejos inmigrantes. Ella, belga, doña Julia, me enseñó el poco francés que sé. Él, búlgaro, Yllia, me convidó más de una vez a comer rabo de vaca con pimienta. Consumían una damajuana diaria de vino tinto.

Conviví con la Queca, Miriam, Gertrudis, Stein, Ernesto, Mac Leod… y me convertí en Díaz Grey, Elena Sala, la violinista… Intercalé en el relato algunos énfasis literarios ―Felisberto Hernández o Roberto Arlt― y terminé con una frase que me quedó redonda: “Santa María era mi destino”.

Onetti miró a Dolly, que escuchaba sentada en la cama. Unos segundos de pudor y una imperativa invitación: “Dolly, ella se va a quedar a almorzar”. Luego me preguntó “¿Eso lo puso en su libro, niña?”.

Le contesté que la crítica literaria no admite la autobiografía del crítico (pp. 14-16).

 

Era una gran fabuladora, Sonia Mattalía. Quizá por eso, como Molloy, una lectora crítica extraordinaria, y medio poeta en el fondo…

 

Referencias

Borges, Jorge Luis (1974). Obras completas. Buenos Aires: Emecé editores.

Foucault, Michael (1986). “La escritura de sí”. En: http://d.scribd.com/docs/1vccwbbqlpjtr9pdpweo.pdf (Consultado el 19/03/2017.

Mattalía, Sonia (2012). Onetti: una ética de la angustia. València: Publicacions de la Universitat de València.

Molloy, Sylvia (1979). Las letras de Borges. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

Molloy, Sylvia (1981). En breve cárcel. Barcelona: Seix Barral.

Molloy Sylvia (1996). Acto de presencia. México: Fondo de Cultura Económica.

Molloy, Sylvia (2010). Desarticulaciones. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Deleuze, Gilles (1996). Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama.

 


 

Sobre la autora:

Eleonora Cróquer Pedrón es profesora titular de la Universidad Simón Bolívar, jefa del Instituto de Altos Estudios de América Latina y responsable del Centro de Investigaciones Críticas y Socioculturales (CICS-IAEAL). Es Licenciada en Letras (UCV, 1991), con una maestría en Literatura Latinoamericana (USB, 1995) y Doctora en Filología Hispanoamericana (Universitat de València, España, 2004). Desde una perspectiva en la cual se intersectan la crítica cultural y el psicoanálisis de orientación lacaniana, ha trabajado en problemas de la literatura escrita por mujeres en el siglo XX latinoamericano; representaciones del cuerpo en la literatura y el arte latinoamericanos; imagen y cultura visual; relaciones entre política y estética; formaciones de lo menor en el ámbito de la autoría literaria y estética. Como parte de su trabajo en el CICS-IAEAL, forma parte de dos grupos de investigación interdisciplinarios: “Anormales / Originales de la Literatura y el Arte”, del cual es responsable; y “Políticas del discurso en la Venezuela contemporánea”. Asimismo, coordina el espacio “Formas profanas/ Laboratorio de pensamiento crítico”, para la formación académica de estudiantes de cuarto nivel en el campo de la crítica cultura; y la actividad de extensión “Entrevisiones: espacio itinerante de crítica contemporánea”. Sus publicaciones más importantes son El gesto de Antígona o La escritura como responsabilidad (Clarice Lispector, Diamela Eltit y Carmen Boullosa) (2000) y Escrito con Rouge: Delmira Agustini (1886-1914), artefacto cultural  (2009). Próximamente, será publicado su tercer libro, Caso de Autor: Armando Reverón (1889-1954), entre otros “raros” de la literatura y el arte.

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