Un performance de larga duración

Guido van der Werve , Nummer acht, 2007.

(Para quienes la casa es el cuerpo)

 

Hay varias maneras de migrar. Sin embargo, todas se experimentan desde el cuerpo e implican, en mayor o menor grado, movimiento. Podríamos decir que el cuerpo es el lugar primigenio de la experiencia y, así, el cuerpo que migra es el receptor de las experiencias de movilidad, de transición y desplazamiento. Migrar es entonces un performance de larga duración en tanto es rito y a la vez supervivencia: tiene una dimensión simbólica, estética, pero también política y geográfica. La migración está condicionada por estructuras dominantes, no solo a través de representaciones que se hacen del propio cuerpo, sino también por aquellos límites sobre los que descansa la idea del Estado-Nación. Migrar es un evento performático en sí mismo: implica la experimentación con el propio cuerpo y los bordes que recrean sus límites; implica transgresión y también creación. En el acto de migrar, el cuerpo yace en ese lugar en el que somos nosotros, pero no somos nosotros.

 

Esta particularidad del movimiento migratorio nos obliga a pensar en términos topográficos; esto es: en la experiencia del uso del espacio. Incluso en la manera en la que pensamos el espacio, que es ya en sí una forma de uso. El cuerpo que migra parece estar inevitablemente relacionado con la noción de superficie, la configuración de un área designada, una referencia específica a una determinada representación del territorio, o  a un espacio geopolítico y, por lo tanto, en cierto modo poco natural, totalmente representativo de la comprensión de la tierra. Es decir, se migra territorial, pero sobre todo geopolíticamente. Es cierto, sin embargo, que un entendimiento tan representativo de la tierra también está presente no solo en la cartografía entendida estrictamente como el diseño de mapas, sino también en cualquier otra construcción simbólica. Cualquier comprensión simbólica de la topografía –además de la naturaleza misma– es propensa a ser entendida y, por lo tanto, tratada como cartografía. Esta idea nos permite comenzar a pensar el performance en términos cartográficos, como presentaciones arbitrarias del gesto, el movimiento y la presencia corporal del cuerpo en movimiento, la repetición y el agotamiento de la experiencia en un espacio determinado. Por ejemplo, el más evidente: el escenario. ¿Pero qué ocurre cuando nos movemos fuera de estas coordenadas espaciales-territoriales-geopolíticas? ¿Qué pasa cuando las desatendemos? En términos de migración y nomadismo, así como en la danza, la potencialidad del cuerpo (en palabras que repiten autores como Giorgio Agamben y Gilles Deleuze) reside justamente en posibilidad de migrar de un movimiento o de un gesto a otro, de un espacio a otro en el escenario, pero también fuera de él.

 

La cartografía convierte la topografía en un dominio humano, pero también condiciona nuestro desplazamiento, de la misma forma en la que el escenario determina nuestros movimientos sobre él. Una de las presencias cartográficas más evidentes e inmediatas en nuestra cotidianidad es, por ejemplo, la forma en que nos relacionamos con nuestros propios alrededores inmediatos en las calles en las que vivimos, o más contundentemente, en los límites y bordes que marcan y dividen territorios, estableciendo la referencia cartográfica inmediata del territorio que ocupamos, ya que implica una relación de planificación / diseño / topografía, pero también de poder: dónde puedo moverme y dónde no. El cuerpo que migra, por ello, se mueve cartográficamente, igual que el bailarín en el escenario: pensando en cómo puede moverse y cómo no.

 

El cuerpo que migra, entendido como un cuerpo performático, podría ser considerado un topos él mismo, en el que el cuerpo y la tierra siguen siendo, al mismo tiempo, lugares para explorar. Cada nueva coreografía, como el andar del nómada, implica una nueva visualización cartográfica corporal de los límites, las fronteras y la organización, en el que la memoria física se reordena constantemente. El cuerpo es propenso a ser utilizado como una topografía cartográficamente representada en la que lo físico está relacionado con la idea de la tierra: la presencia «robustamente física», en la que el cuerpo puede ser (y es) conquistado en el desplazamiento, por lo que su propia fisicalidad se asume como la posibilidad de un locus en movimiento. Al igual que en la migración, lo que se mueve es, a la vez, el cuerpo y el lugar del cuerpo que habita: el cuerpo en movimiento es una forma de emplazamiento que podría ser, de hecho, constitucional. Es decir, que constituye motriz y geopolíticamente, porque significa un modo de estar en el mundo, un mundo que está habitado no solo desde lo corporal, sino también un cuerpo que se relaciona con su superficie; un mundo en el que el aspecto físico del territorio abraza el aspecto físico de su propio cuerpo.

 

El cuerpo nómada, una vez que rompe los límites de la cartografía (bien porque migra ilegalmente, o porque baila fuera del espacio del escenario) propone diferentes relaciones cartográficas, crea otros mapas, o incluso propone la posibilidad de borrarse del propio mapa. El cuerpo que migra ilegal, por ejemplo, transita entre la presencia y la ausencia, es efímero, como lo es el performance: se esconde, está y no está. En otras palabras, la presencia de un cuerpo móvil, que se desplaza más allá de las fronteras –geopolíticas, legales o incluso estéticas– podría tener la fuerza necesaria para aproximarse a la superficie en esas mismas coordenadas nómadas, por lo que la topografía y la cartografía de baile pueden ir juntas: la cartografía se convierte en el partenaire de la topografía.

 

En los desplazamientos del bailarín, como en los del migrante y el nómada, la vida en general no es un camino lineal. En este sentido, pensar el tránsito del migrante en términos  de movimiento, como los del bailarín, muestra la posibilidad de múltiples aproximaciones al cuerpo en movimiento. Por ejemplo, permite una percepción espacio-tiempo no lineal y por lo tanto enfrentada a la idea de migración en relación con las normas cartográficas y el aparato legal que estas normas implican. Por otra parte, permite también reconsiderar nuestras nociones de espacio público y privado (qué está “dentro” y qué “fuera”, qué es “común” y qué no lo es). Entre ellos, la misma idea de un Estado-Nación representa los límites evidentes, con robustez física, de lo que un cuerpo determinado puede y no puede hacer: ¿dónde hacer posible un movimiento del cuerpo? ¿donde permitir que el cuerpo haga algo? ¿hasta qué punto puede un cuerpo caminar? ¿dónde puede un cuerpo dormir, beber, amar, trabajar?

 

Estas nociones son, principalmente, regulaciones cartográficas determinadas por organismos que prohíben los espacios de tránsito para los cuerpos y sus infinitas posibilidades de exploración espacial. Dicho así, suena a totalitarismo. Sin embargo, ¿esto no es precisamente lo que hace la coreografía? El reto, al menos en términos de movimiento postcolonial, es ver en la migración una forma de emplazamiento, que de hecho podría significar un modo de estar en el mundo. Las coordenadas cartográficas, como las coreográficas, ofrecen una mirada topológica sobre la noción de desplazamiento, asociada a un posible «mundo común» que se procura establecer entre la topografía y la cartografía en el cuerpo mismo: en la danza, el cuerpo es a la vez topos y carta, lugar y mapa. Un cuerpo entendido en términos de movimiento «oscurece la mentira de la tierra», marcando así la superficie con una historia diferente, a diferencia del «observador inmóvil» que ve el mundo «desde un único punto fijo de observación».

 

Según Foucault, el cuerpo es la superficie inscrita de los acontecimientos. En el cuerpo nómada estos eventos se traducen en la elaboración de una relación cuerpo-historia que se articula como diáspora: el desplazamiento en sí es el centro, no el lugar. Así es como el cuerpo (y todo lo que toca) se encuentra no solo bajo el dominio de la propia historia social del cuerpo heredado e inscrita en el cuerpo del pasado, sino también de todo aquello que el cuerpo acumula en tránsito: el ser-en-el-mundo, históricamente mediado y definido como es, se determina mediante un aparato que a menudo crea la impresión de que nuestros cuerpos no pertenecen a nosotros mismos, sino que son funciones de otra cosa. El cuerpo nómada, por así decirlo, es estigmatizado no solo por la marca indeleble de las experiencias pasadas, sino también por el espectro de un futuro que a su vez está determinado por una lógica externa –tal vez, la propia del consumo masivo, de los medios de comunicación y de la política, si aún podemos diferenciar uno del otro.

 

En algunos textos de Hannah Arendt sobre el movimiento, la problemática asociada a la acción de iniciar algo –es decir, de tomar una decisión en términos de movimiento– está vinculada al acto del habla. Para Arendt, el acto del habla es como el acto de nacimiento. Moverse fuera de las coordenadas topográficas, si bien no es un acto del habla sino del cuerpo, está igualmente levantado sobre la potencialidad que tiene este último de comunicar, de crear, de introducirnos en y para el mundo. Así como las palabras nos dan la posibilidad de participar en el pensamiento y la conversación, el movimiento del que se desplaza, como nómada o bailarín, tiene las mismas potencialidades.

 

Migrar es un performance de larga duración. La vulnerabilidad del cuerpo en el escenario es la misma del caminante que tropieza y cae, la misma de los que migran. La experiencia del cuerpo parece estar suspendida entre la brecha entre el propio movimiento –entre su propia experiencia con la materia, tanto en su propia materia corporal, como con la superficie topográfica, y el escenario en el que dicho organismo se desplaza– y la representación ideológica dada de cuerpos y paisajes. La ficción tal vez sea la herramienta para superar esta brecha. Es en esta ficción, en la reinvención coreográfica y cartográfica de movimientos corporales y de la experiencia, donde tal vez hagamos nuestro propio camino, con el hogar a cuestas. Moverse fuera de la cartografía, redefinir identidades, cualesquiera que estas sean, parece ser un deber político contemporáneo.

 


 

*Acerca de la autora:

Vanessa Vargas, bailarina, performer y docente. Es periodista egresada de la Universidad Central de Venezuela con Maestría en Comunicación para el Desarrollo Social de la Universidad Católica Andrés Bello y Maestría en Artes en Estudios del Performance de la Tisch School of Art de la Universidad de Nueva York. Actualmente desarrolla proyectos personales y colaborativos, e investiga sobre la danza y el cuerpo en temas como la comunicación, las prácticas sociales y corporales. Ha trabajado como performer en el Museum of Modern Art de la ciudad de Nueva York, en Transmissions: Art in Eastern Europe and Latin America, 1960-1980 y en Yoko Ono: One Woman Show, 1960–1971.

Compartir