Des―carta a un «joven» ¿poeta?

 

Apreciado(a) señor(a):

 

Esto será rápido, como le gustan a usted la literatura, el sexo y la política, aunque no sepa diferenciar una cosa de las demás. Tres minutos después hay demasiada información, demasiado espesor, no entiende un texto sino como pie de foto. Tres minutos después hay que salvar el Esequibo. Tres minutos después ya desearía usted adelantar la película hasta el cum shot. Pierda cuidado, esto no trae botones y no pasará nada si golpea la hoja dos veces con su dedito gordo, pero será rápido porque la verdad es que ni usted ni yo tenemos demasiado para decir: la revolución nos ha enseñado bien.

 

Sin embargo no somos iguales. Yo prefiero una foto de pie. Nosotros, los fetichistas, somos los dioses del foreplay. Todos los días rezo para que otros se queden con el Esequibo. Una vez en ello desearía también que nos quitaran el Orinoco, el Golfo de Coquivacoa y el Arauca-vibrador, ya se ha demostrado suficientemente que no tenemos destreza ninguna para gobernarnos a nosotros mismos. ¡Qué bella esa doble negación ahí, tan vernácula! El adverbio “no” es un vértigo de holocausto que es posible combinar en castellano con otros elementos que tienen también sentido negativo: no nadie, no nada, no nunca. Y como nuestra lengua no entiende de matemáticas, dos signos negativos no producen aquí uno positivo, sino que radicalizan el “no”, lo vuelven cifra absoluta, algo que cualquier funcionario público conoce sin necesidad de teoría. Espero sepa perdonarme el largo rodeo pero, puestos a vituperar, necesario es el prooemiun y en todo caso escribo esto para decirle dos veces no.

 

Frente a su carta recordaba una frase de José Agustín, el poeta de los Goytisolo. A él le molestaba recibir tanto libro, decía, de pésimos poetas pidiendo su opinión. Ya quisiera poder compararme con el viejo zorro catalán, pero exactamente ahí me deja el librito que me ha enviado y la admiración que dice sentir por mí. Se trata de un extraño honor que sin duda no merezco, pero del que intentaré ser digno. Pertenece usted a esa nueva cáfila de poetas de la realidad virtual, que confunden el post con la literatura, la vida con el Facebook. Permítame explicarle –no se preocupe, brevemente y en jerigonza– las diferencias. Literatura es un post que dura quinientos años. Y vida es apenas el nombre mezquino que damos a esa materia que no se deja convertir en post, ni en literatura.

 

Claro que puede haber poesía en Internet, pero no es su caso. Usted es un poeta-socialite que escribe para los recitales y los fashion shows, ahora que las redes lograron que cualquiera pueda ser estrella del porno. Se trata de la confluencia de dos fenómenos que representan el sino de nuestro tiempo: la vocecilla “interior” que alienta las aspiraciones más ridículas y la enorme capacidad de difusión de tales aspiraciones. Todos somos especialistas: politólogos, modelos, economistas… y poetas. No es excluyente: usted es un poeta-socialité que como tal debe tener opiniones sobre la política (preferiblemente tibias) y una imagen de poeta con grandes lentes y sobrepeso. Algo así como un look Miyó Vestrini lavado e inofensivo.

 

¿Para esto quedó Apocalipsis, el agua de los desastres? ¿Para esto Tráfico, la solemnidad monstruosa de Armando Rojas Guardia? ¿Para tener que leer mil veces los poemas urbanos de alguna muchachita boba que quiere ser hampa porque no pudo ser princesa? ¿Para soportar la arrogancia de cualquier macho cuarentón que confunda impudicia con ingenio? ¿Para escuchar hasta la náusea los poemas femeninos de una señora divorciada o, lo que es peor, casada? ¿Y qué haremos con este montón de páginas atiborradas de confesiones y anhelos? ¿Qué haremos con el librito suyo cuando gane el próximo concurso por decisión unánime de un jurado integrado por su linaje obsceno?

 

Ahí están sus cyberamigos y seguidores, sus colegas: las señoras y divorciadas, los don juanes de mediana edad, las ya-no-tan-jóvenes-poetisas y las jóvenes, los sexodiversos, los bienintencionados, las acuarianas y los malditos de polarcita. Ahí están en sus jammings, tintineando los tragos, cazando ripios, felicitándose entre ellos. Ahí están, escriben mucho y recitan más, van a donde los invitan porque para ellos “lo importante es la poesía”, atacan al gobierno y a la oposición, tienen sed de likes.

 

Mientras tanto la poesía permanece sorda a sus berrinches y los míos: es un vivir al filo en el extremo límite del lenguaje, la intemperie donde la letra (con sangre) entra. Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías, sino reconstruir lo nunca ya después vivido, aquello que la muerte no puede ni el cielo tocar. No se escribe por el deseo de comunicar, más bien algo comienza a escribirse a pesar de nosotros cuando intuimos que no todo se puede comunicar, que las palabras se rompen, se abren, se incendian. Poesía se llama ese efecto de silencio. Poesía es el nombre general de todo esfuerzo de la imaginación que nunca se verá humillado por sus anécdotas y sus llantos.

 

Entonces, si la poesía se encuentra a salvo de usted, aunque así llame con sucia lengua a su insensatez, ¿por qué me repugna su trabajo?, ¿por qué vengo a comparecer aquí con mis argumentos?, ¿qué quiero defender? Tales preguntas me acompañaron un tiempo y ayer por la mañana lo entendí. Estaba sentado en el atestado vagón que todos los días arrastra mis huesos del oeste al este de la ciudad y viceversa, cuando vi a una muchacha en el asiento de enfrente aplastada por el hombre a su lado. Él llevaba abiertas grotescamente ambas piernas, mientras ella se retorcía sobre sí misma para caber en el rinconcito. Algunas feministas ya han comenzado a denunciar ese tipo de situaciones como actos de micro-machismo. Lo que yo estoy defendiendo de usted es el espacio público, ocupa demasiado.

 

Es que se están muriendo los poetas, usted no entiende. Montejo se fue de la galaxia, está en un planeta remoto y mi voz no lo alcanza. Nadie ha visto a Crespo desde hace más de quince años. Hanni se fue balanceándose. También Ida, Enriqueta, Tortolero se largaron para siempre, usted no entiende. Se están muriendo los poetas: Lancini, Palomares, Muñoz, Barroeta, todos han muerto. Cadenas ya no se monta en el autobús. Liscano, Silva Estrada, Sánchez Peláez nos miran desde lo negro moviendo la cabeza. Se están muriendo los poetas de mi país y cuando entro a una librería lo encuentro a usted leyendo pendejadas.

 

Sólo se le opone, desde la cobarde anonimia de una página web o una cuenta fantasma en Twitter, gentuza de su misma calaña. Por lo demás, reina usted en su pequeño país virtual. Su tiranía es implacable: vigorosamente persigue a quienes emiten lo que pueda considerar una opinión inapropiada, no deja títere con cabeza. Y su insolencia es tan alta, tan inmensa su descompostura, que en delirio leonardesco se erige juez y parte de todo tipo de asuntos: políticas editoriales, suicidio, poesía joven, astrología, economía, procesos electorales, derechos humanos, psicología y el ronroneo de los gatos.

 

No sé si fue Plinio el Joven o el Viejo el que dijo que no hay libro tan malo que no sirva para algo, pero el otro día intenté sostener la puerta con el suyo y se me vino encima. Ya lo ve, aun a los clásicos porfía. Esta respuesta es un gesto anacrónico, diferido y refinado, un interdicto. Si escribo este texto en forma de carta es sólo porque necesito existir en él, exagerar la mueca autoral, la ilusión que le hará creer que soy yo, Alejandro Castro, quien lo ha denostado. Aquí tiene mi opinión sobre sus poemas sentimentales. Me atrevo a desear que esta doble, triple, denegación llegue a sus manos en formato digital a ver si la lee. Zuckerberg, Chávez y Coelho le hicieron un daño irreparable: usted no se merece nada, no puede ser lo que quiera con sólo quererlo, la felicidad no es un hashtag ni puede existir en este mundo suyo de recitales y bautizos. No escriba, lo que usted escribe no le interesa a nadie, no escriba nunca, nunca jamás.

 


 

Acerca del autor:

Alejandro Castro (1986) es una de las más destacadas nuevas voces de la literatura venezolana. En 2011 su libro No es por vicio ni por fornicio. Uranismo y otras parafilias obtuvo el Premio Monte Ávila para Autores Inéditos. En 2013 publica El lejano oeste (bid & co editor, Caracas).

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