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Escribir sobre Adriano no es cosa fácil. Sobre su biblioteca, tampoco. Es una noción demasiado notoria y que a la vez pulula entre ciertas naderías familiares sentimentales que me involucran únicamente a mí; o que son tan cotidianas, al punto que es su biblioteca, le pertenece a él, pero también a mi hogar. Algo que se comparte. Como un ente o individuo.

 

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Y al hablar de la casa, estoy escribiendo sobre mí. Mala suerte, esta biblioteca me ha atestiguado casi toda la vida. No recuerdo que los libros fueran una adquisición compulsiva, sino que llegaban de una forma u otra. Y con la severidad de mi anomia, planto cara a un montón de recuerdos percibidos en cada lomo de libro presente. La evocación que produce cada título, cada hojeada, cada curiosidad… como, por ejemplo, averiguar desde temprano qué significaba Popol Vuh. Se trata de una presencia escrita que me marca bastante.

 

Cuando pienso en aquello que me dijo mi padre una vez, se acumula más desasosiego: ¡Cuántos libros le falta por leer a uno! Habría que imaginar la nada que te ubica entre tu propia ignorancia y la que él manifestaba, entre lo que pude haber leído yo a mi edad y lo que habría leído –y releído– un escritor dedicado a canonizar día a día cualquier pizca de conocimiento memorioso, algo vociferado de manera tibia o incompleta, pero adornándose como si fuera él el propio libro. Por otro lado, las estanterías repletas fungían de resorte para el eco de su constante y urgente verbalidad dentro de las paredes.

 

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Cada vez que llegaban los sobres enormes con la nueva camada de Monteávila había una advertencia gritona de que no lo abriera, porque yo esparcía los libros en un orden particularmente nefasto para el ojo de mi padre. Era normal exasperarse entre tanto tomo. Gritar era su vasta lógica (a lo mejor más trujillana) de resolver los problemas, pero siempre con la razón agitándose entre los dedos. No hubo nunca manera de rebatirle algo. Pero esa es otra historia.

 

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¿Para quién es el legado? ¿Podemos discutir sobre el meollo de la biblioteca de Adriano González León? Tras una posible mudanza, ¿se debe dispersar la biblioteca como un valor disgregado, monetario, de obsequio, volátil, frágil ante el mundo de la basura y del papel derrotado? ¿O realizar una conservación propicia para el bien de muchos que no podrán obtener los mismos títulos en diferentes circunstancias?

 

Las premisas de este escrito oscilan entre lo que el heredero atesora y lo que el estatismo del tiempo conserva. Atribuciones locas de decidir sobre algo que quizá no te pertenece, así es con  la biblioteca, ya que poco a poco he ido sustrayendo volúmenes varios que ahora forman parte de mi colección. Nadie se enteró.

 

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Es un desastre mental tener que contabilizar algo que nunca tuvo la intención de ser numerado. Tampoco las estanterías eran secciones de géneros en perfecto orden. Hay espacios enteros en que su propia pluma desborda cuadernitos o papeles sueltos entre decenas de carpetas que mi paciencia no alcanza para revisar, ni tratar de compaginar. Me faltan método y antialérgico. Ni siquiera hablamos de archivos dentro mis años de existencia, sino de inventarios perdidos durante toda la década del setenta y mucho antes.

 

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En cuanto a la apariencia conceptual: las estanterías estuvieron a cargo de David Miliani, arquitecto y compadre, cuya idea era hacer una especie de boa constrictor estructural donde cupieran cosas dentro de un espacio de 80 m2. La cosa es que, para el bien de la sala, era preferible no llenar todas las paredes de libros sino de buenas pinturas. Hasta que fue inevitable la invasión bibliorreica.

 

El mejor ordenamiento numérico, a la vez que uniformemente cromático, es la Biblioteca Ayacucho que, aun sin País portátil, conforma una poderosa y antisonora pared dentro de la madera y dentro de la casa. Está casi completa.

 

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Un azar de lujo fue configurando buena parte de idearios temáticos mezclados. El orden de tamaño se conserva de manera más o menos lógica dentro del hábitat. Más invasiva era la llegada de nuevos títulos huérfanos de espacio. Y ahí comulgaba todo el mundo.

 

Son volúmenes que están y estuvieron por razones de título, de adquisición, de colección verdadera, algunos como obsequios firmados, pero que, en definitiva, llegaron por sí solos a instalarse durante el transcurso del tiempo. El desorden los trajo y en desorden conviven.

 

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Consulta, poesía, literatura universal, novela, tratados de guisados, literatura medieval, un Platón por ahí, Juan Sánchez Peláez, geografía del estado Trujillo, Salvador y sus memorias, sus pies de barro, El olvido que seremos, Cintio Vitier, Onetti, La Liebre Libre de Maracay, Cristóbal Colón y su diario, o los franceses del siglo XIX y los surrealistas ocupan una buena cadena estratégicamente hilada. De Baudelaire, Mallarmé a Brèton, es posible ver varios títulos notorios y en el propio idioma de sus autores. Gallimard lo certifica. Pura retahíla desordenada y poética. Trakl, Auden, Eliot, Hölderlin, errantes, se turnan el espacio mientras se les reclame un verso fortuito. Entre el Gilgamesh o El Corbacho, o las relaciones que distan entre un poema épico antiguo y un tratado moral de la Edad Media, había dos centímetros de espesor, pero también de saliva. Temas y épocas absolutamente distintas se encadenaban en nublados designios de la poesía y de la oratoria de Adriano. Y así, la tríada Borges, Asturias, Carpentier, indisoluble para efectos de su docencia, se ubica en la mejor palestra, así como la extensa novelística y cuentística latinoamericana. A los coetáneos y coterráneos, claro está, había que mantenerlos cerca y en permanente revisión, incluyendo a toda la camada de compañeros y amigos que de alguna manera son pilares de la literatura venezolana.

 

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No puedo dejar de hablar también de los compendios de teoría psicoanalítica, del conductismo, de la Gestalt, pasando por Melanie Klein y Freud, pues hay cuatro tramos repletos de la formación académica de mi madre, Verónica Camino, psicólogo clínico, cuyos visos entre lo literario y las ciencias humanísticas daban como resultado una sublimada pero precisa visión del mundo, algo que atañe a lo descriptivo y a una percepción casi narradora de la vida misma.

 

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Existía un favoritismo, no cabe duda. También en las posibles habitaciones que resguardaban  los libros había una serie acumulada de cosas que, según el viejo, eran caliche, como se maneja en jerga periodística venezolana la información de segunda.

 

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La transformación del entorno a través de los libros puede cobrar un curso relevante. Mientras tanto, la biblioteca podría esperar una oportuna contabilización para auscultar el valor más profundo y significativo dentro de lo numeroso. De esta manera se respondería la interrogante en cuanto al legado. Se trata de una sustancia que abunda en títulos y que merece convertirse en patrimonio abierto, público y tangible para la posteridad y, a la vez, una selección eterna y circunscrita a la colección personal.

 

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Fotografías: Vladimir Marcano.


 

Sobre el autor:

Andrés González Camino nació en Caracas en noviembre de 1983. Licenciado en Letras de la Universidad Central de Venezuela. Editor web y periodista. Ha trabajado en radio, tv, y promoción cultural. Poeta en casos críticos. Pertenece a la Generación del Viernes Negro y a la vez se supone que es nativo digital, como le dicen.

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