Perplejidades sobre Historia y ficción

FOTOGRAMA DE «RUSSIAN ARK» (2002), DE ALEXANDER SOKUROV
FOTOGRAMA DE «RUSSIAN ARK» (2002), DE ALEXANDER SOKUROV

Aun a los especialistas les resulta difícil definir sin ambigüedades la novela histórica o, como prefiero, la ficción histórica. Todos parecen estar de acuerdo en que una ficción histórica debe transcurrir en el pasado, debe aparecer de manera relevante cuando menos un personaje real y debe incluir cierto nivel de reconstrucción ambiental. Hasta ahí parecen llegar los acuerdos.

 

Recuerdo haber leído una entrevista en la que Antonio Muñoz Molina señalaba que la Historia era bastante interesante por sí misma y no necesitaba el añadido de la ficción. Resultaba una declaración extraña viniendo de un autor que en muchas de sus novelas recurre a una ambientación histórica, un decorado, un telón de fondo, como queramos llamarlo. Por ejemplo, la guerra civil española en El jinete polaco, o el largo periodo que va desde el medioevo hasta la segunda guerra mundial en Sefarad. Extraña o no, lo cierto es que la declaración del autor español revela la tensión que existe entre la Historia (entendida como relación de hechos verdaderos) y la ficción (entendiendo por tal un producto de la imaginación libre) en el centro mismo de la labor de los escritores.

 

¿Qué hay que deducir de esto? En mí mismo noto un movimiento anímico semejante al de Muñoz Molina, y no tengo dudas de que a muchos escritores les ocurra lo mismo: un interés profundo por la Historia (y sus historias) y un rechazo a la idea de «novela histórica» o «ficción histórica». Tal vez lo que rechace sea la idea de que la novela debe proceder a prolijas reconstrucciones de época; es decir, descripciones de vestuario, comidas, armas, aperos de labranza, estilos arquitectónicos, relaciones sociales y económicas, pactos políticos, genealogías… Todo eso con el objetivo, no siempre declarado, de capturar un elusivo espíritu de los tiempos.

 

Convengamos en que hay escritores que no tienen problemas con esto: hacen sus investigaciones, obtienen un aceptable panorama de un período histórico determinado y luego escriben una novela utilizando todo ese material (que la novela resultante tenga calidad o no es otro asunto que en este momento no nos interesa). Se propusieron algo y lo lograron. Están razonablemente satisfechos. ¿Qué sucede con los que, siendo atraídos por las historias de la Historia, no quieren o no pueden utilizar todo ese material de hechos comprobados o probables y se lanzan un poco a ciegas a elaborar ficciones con unas pinceladas aquí y otras más allá de hechos verificables? ¿Qué sucede con esas historias donde «lo ficticio» ocupa el primer plano y «lo histórico» es apenas telón de fondo o, en la mayoría de los casos, representación deformada, retorcida, de lo que encontramos en los libros de historia? Sucede con estos escritores, entre los que me gustaría pensarme, que su interés está puesto en la expresividad en detrimento de la exactitud histórica. Si queremos plantearlo en esos términos, podemos decir que traicionan la Historia para poder contar sus historias. ¿Su traición sería análoga a la cometida por los traductores?

 

Diría más: tengo un rechazo visceral a la idea de escribir relatos históricos. Tal vez tenga que ver con las ya mencionadas reconstrucciones detalladas de épocas pasadas, lo que podría explicarse por mi reconocida pereza. Reconozco una profunda perplejidad: no quiero ser un «autor de relatos históricos», pero mis ficciones recurren cada vez con mayor frecuencia a la Historia. Cuando menos dos o tres de mis ficciones giran alrededor de personajes reales del pasado. Sospecho que mi contradicción es irracional pues investigo y trato de que no haya anacronismos demasiado evidentes en lo que escribo, ni más ni menos que cualquier otro escritor que asuma sin complejos la etiqueta de histórico.

 

Pensando en estos asuntos me acuerdo de la novela Martin Dessler, del escritor norteamericano Steven Millhauser, y concluyo con toda la subjetividad del caso que no me parece (no me «suena») una novela histórica a pesar de la detallada reconstrucción del New York de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pienso que lo esencial de la novela es el destino del personaje protagónico, por más que Martin Dessler, el protagonista, esa mezcla de conservadurismo y audacia, no pueda ser explicado sino en su contexto histórico, sumergido en el espíritu de su época y de su nación. La experiencia vital de Martin, las corrientes que animan su espíritu, llenan cada página de la novela, pero ¿qué es a ciencia cierta lo que me impide identificar Martin Dessler como una ficción histórica? No lo sé.

 

Pienso ahora en dos magníficas novelas venezolanas recientes que se basan en el mismo hecho histórico: la presencia de pescadores de perlas margariteños, durante los años 30 del pasado siglo, en las costas africanas en momentos en que las tropas italianas de Musollini se aprestaban a intervenir en Eritrea.

 

La primera es Massaua, de Arnaldo Rosas, donde los destinos individuales de los personajes se ven sacudidos por las grandes fuerzas sociales (el gomecismo que gobernaba en Venezuela y el expansionismo del fascismo italiano); es tanto una novela de aventuras como una novela de amor. Más allá de la necesaria invención para que una novela sea tal, Massaua está apegada firmemente al realismo y a la verosimilitud. Sus personajes, excelentemente retratados, están motivados por los más comunes sentimientos humanos: codicia, amor, valor, envidia, miedo…

 

La trama general de Los escafandristas, de Fedosy Santaella, se mantiene apegada a los hechos históricos conocidos, pero el tratamiento argumental y la textura verbal de su novela la apartan diametralmente de Massaua. Oscuras fuerzas sobrenaturales (inhumanas por definición) dirigen la acción; la Historia es apenas un rumor de fondo contra el que antiguos dioses (de resonancias lovecraftianas) llevan a cabo sus propias maquinaciones. El lenguaje de Los escafandristas, un logro particular, altamente metaforizado, contribuye a apartar la obra de toda tentación realista.

 

Si de adscripciones genéricas se trata, no dudaría en clasificar a Massaua como una novela histórica y a Los escafandristas como una fantástica.

 

Y recuerdo todavía otra novela vinculada a Margarita, Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez, tradicionalmente considerada por los críticos como novela histórica en una muestra de unanimidad pocas veces vista. Sin embargo, me resisto a considerarla como tal a pesar de la presencia de españoles conquistadores, indios sublevados y pescadores de perlas. Me atrevo a reclasificarla como novela de resonancias fantásticas y mitológicas por su lenguaje, por su manejo del tiempo, por la presencia de dioses de la antigüedad… Pero entiendo que esto nos llevaría por un camino de muchas páginas y abandono la argumentación aquí.

 

¿Es la ficción histórica, entonces, una retórica (dicho sin ánimo peyorativo), una forma de decir codificada vinculada al realismo de la representación de hechos reales del pasado? Es lo que en este momento me parece. Si es así, habría que postular que lo Histórico del relato es un tono, un aura, una esencia difícil de definir pero perceptible, identificable, aunque no sin dudas y sobresaltos.

 

En una entrevista que me hizo hace algunos años Gabriel Payares, dije, tal vez con excesiva ligereza, que el escritor de ficciones sólo quiere que lo dejen inventar en paz. Eso sigue siendo verdadero para mí, para mi propia práctica de escritura, pero no es necesariamente verdad para todos los escritores. No creo que haya escritores que quieran que les pongan restricciones, sino que algunos (o muchos) han hecho de las restricciones impuestas por la verdad histórica, o por los relatos que afirman ser la verdad histórica, una virtud, una necesidad, una metodología de trabajo. Por mi parte, nada que objetar.

 


 

Sobre el autor:
Rubi Guerra (SanTomé, 1958) es narrador, editor, guionista y gestor cultural. Fue Coordinador de Área del Departamento de Literatura del Consejo Nacional de la Cultura y Gerente de la Feria Internacional del Libro de Caracas. Ha publicado, entre otros, El mar invisible (1990), El discreto enemigo (2001), Un sueño comentado (2004), La tarea del testigo (2007, 2012), con la que ganó el Premio Rufino Blanco Fombona de Novela Breve, y La forma del amor y otros cuentos (2010), que obtuvo el Premio de Narrativa Salvador Garmendia en 2009. Ha sido el editor de varias antologías de narrativa venezolana, entre ellas 21 del XXI (2007).

Compartir