Rojo (2009), original de John Logan, se estrenó en Caracas con las actuaciones de Basilio Álvarez y Gabriel Agüero, bajo la dirección de este servidor. Formó parte de la selección de obras que se presentaron en el marco del II Festival de Teatro Contemporáneo Norteamericano, entre el 10 de junio y el 25 de Septiembre de 2016, en los espacios de La Caja de Fósforos, Concha Acústica de Bello Monte.
I
La anécdota es conocida en el mundo de la artes: Nueva York, 1958. Mark Rothko es encargado por el arquitecto Philip Johnson a realizar un mural para el restaurante Four Seasons, ubicado en la torre Seagram. Rothko acepta el encargo y comienza a trabajar en la composición de cada uno de estos cuadros. Dos años después, Johnson recibe una llamada. Del otro lado de la línea, una negativa. Rothko ha decidido rechazar la significativa suma de 35.000 dólares, quedarse con la obra y no exponerse en la máxima cumbre del capitalismo.
Un día Orlando Arocha me llamó para decirme que Rojo había sido una de las obras seleccionadas para el referido festival y quería saber si yo estaba interesado en dirigirla. Desde que perdí mi primer trabajo a los quince años nunca quise volver a sentir la pérdida y me adapté a recibir malas y buenas noticias con la misma serenidad. Lo descubrí el día que mi padre murió y también en aquel ensayo general donde me contactaron para decirme ―equívocamente― que a mi madre le había dado un infarto. O cuando el protagonista de una obra que yo dirigía esta vez sí sufría un infarto y al mismo tiempo me llamaba mi novia de aquel entonces para darme la noticia de que nuestra relación había llegado a su fin. La vida me ha enseñado que todo gira, todo está lleno de casualidades y este país, especialmente, me enseñó que todo en cualquier momento puede ser una desgracia o una alegría. En un acto de desprendimiento había jugado mis cartas de otra manera, es una necedad que me identifica: llevar la contraria. En el taller de dirección teatral con Arocha nunca di indicio de querer dirigir Rojo, por el contrario, me llamaba la atención esa compleja belleza que se asomaba en otro texto que ubiqué de primer lugar. De tal manera, mi respuesta a Arocha fue un sincero agradecimiento. Luego me dio indicaciones sobre los pasos a seguir a partir de ese momento, y yo, trancada la comunicación, empecé a trabajar.
II
Rothko no ha sido capaz de abrazar su tragedia a pesar de que piensa estar viviéndola en plenitud. Se consume en una realidad ante todo imaginaria y es incapaz de contemplar sin arrogancia los cambios del mundo, representados en el texto con el ascenso de pintores como Picasso, Warhol o Lichtenstein y cuestionados desde la visión más clásica a través del arte de Goya, Turner o Matisse. La llegada de Ken, su asistente, posibilita la oportunidad de escuchar una voz nueva, joven y de cierta objetividad. Pero como todo ermita, Rothko rechaza de antemano el nuevo pensamiento, y asume la verdad de su imaginario como la verdad universal. Una verdad intuida que solo promueve la capacidad de ver el mundo desde el espanto y el absurdo de la condición humana, pero que veta, desde la individualización de Rothko, la lectura más asertiva del símbolo para su real comprensión. Esta ruptura creativa motivada por el transito del arte en la historia llevan a Ken a hacer una comparación apropiada que se mantiene a lo largo de la obra y que permite la batalla ideológica entre los personajes. Ken asume a Pollock como contrario a Rothko:
KEN: Dionisio es el dios del vino y del exceso; del movimiento, de la transformación. Ese es Pollock: salvaje, rebelde, ebrio y desenfrenado. La experiencia pura… Apolo es el dios del orden, del método, del límite. Ese es Rothko: intelectual, rabínico, sobrio y moderado. La experiencia pura transformada por la contemplación. Él salpica pintura, usted la estudia… Él es Dionisio y usted Apolo.
Esta lectura de ambos códigos que hace el aprendiz sobre su maestro me hizo pensar en una cosa: ¿Acaso Rothko no salpica pintura también? Hay desenfreno en Pollock por el acto, en apariencia irracional, de impactar la pintura sobre el lienzo, pero el desenfreno con estudio lleva al objetivo esperado. Si en Rothko hay desenfreno por pintar desde lo metodológico en extremo, ¿dónde queda el rastro de pintura, de esa pasión que a simple vista no se ve en sus cuadros? Recordemos que en su momento el arte de Rothko se apreciaba como algo meramente decorativo. Y no me mal interpreten, la pasión en Rothko nace a través de la contemplación casi ceremonial de la observación, algo que lo distancia de la embriaguez y de los resultados obtenidos por Pollock.
III
Este montaje fue la graduación que en lo más profundo de mi ser necesitaba para finalmente entender que no estaba equivocado, que los errores habían valido la pena y que no todos los caprichos tienen porqué cumplirse. No sé si esperaba que saliera bien. Durante estos años me he enfrentado a todo tipo de reacciones del público (como cualquier otro mortal que haga teatro) y esta era una pieza pausada, o al menos así la percibía. Un espacio tan reducido confrontaba al espectador a involucrarse en la acción de los personajes. La distancia entre escenario y público era casi inexistente, pues no cumplía el criterio de la manera como solemos pensar que debe ser un espacio teatral. Pero, ¿qué es un espacio teatral? Quizá cualquier espacio donde un actor pueda decir y transmitir. Así, el espectador era testigo absoluto de cada uno de los detalles de un montaje en esencia hiperrealista, desde la función del actor. No cuesta pensar entonces que la cercanía del espectador alimentaba el interés por lo narrado. Aun así había interrogantes: ¿será el público capaz de reconocer cada una de las referencias intelectuales de las que Logan se harta en su texto? Y si no es así, ¿cómo será el proceso de recepción del espectador ante ellas? ¿Será el público capaz de afrontar un montaje de dos horas y media? ¿Se cansará el público de los silencios, de una historia narrada también sobre lo que no se dice, y el respirar de las acciones?
Aquí mi necesidad de ahondar en el estatismo era mayor, el texto de Logan además permitía esa lectura, pues si dos hombres pasan la vida debatiendo sobre la belleza y el arte es porque tienen el tiempo para hacerlo, y han logrado aislarse lo suficiente para dejar salir lo que ellos mismos son en su más profundo ser. Los hombres que piensan guardan silencio, incluso para responder acaloradamente. Los hombres que piensan no dejan escapar la emoción sino hasta el último momento donde no ven otro recurso que alzar la voz para revelar la estructura de la creación que proviene de su interior. Para mí, Rothko pintaba sobre esas bases, y aunque nunca lo expuse de esta manera en los ensayos, el grupo fue entrando en una dinámica inconsciente que nos arrastraba hasta esa corriente; pocas veces uno tiene la posibilidad de reflexionar sobre la historia para aprender a escucharla. Hoy día eso es un milagro, el teatro está en automático, como la vida en general, hay quienes se dicen «si pienso me deprimo, entonces prefiero hacer».
Creo que el actor debe tomarse el tiempo para vivir lo que el personaje amerita. Pasar por sobre la emoción del personaje es creer que este no tiene una vibración interna; actuar se trata de saber dirigir esa fuerza, no de forzarla, no de exteriorizarla llanamente para que se vea o se escuche. Basilio y Gabriel dieron una clase de actuación en ese sentido. Mientras yo indagaba en el mundo intelectual de la obra a través de figuras como Nietzsche, Pollock o Matisse ―intentando comprender el imaginario que rodeaba a los personajes― Basilio se retaba dándolo todo para recoger lo necesario y Gabriel exploraba con minuciosidad el valor de cada gesto.
Rojo es el resultado de un alineamiento. No solo Rothko y su asistente debaten en una pieza de cámara sino que la obra respira la necesidad de ese debate. La idea de convertir el estudio del pintor en un gran Pollock proviene de ese asentamiento, de exponer que se puede estar corrompido por las emociones, mientras el mundo que habitas te va devorando.
El público supo agradecerlo. Pocas veces, en medio de esta desoladora ciudad, de este desolador país, se sienta uno dispuesto en un teatro a escuchar una cátedra de arte. Sorprende pues que con el opus 62 de Beethoven los asistentes se conmovieran en su butaca al ver a Rothko bañado en sangre. Yo me conmoví el día que lo vi por primera vez, porque frente a un hombre agotado de pensar y buscar la verdad en su interior uno debe guardar respeto y conmoverse.
Acerca del director:
Daniel Dannery (Caracas, 1984) es licenciado en Artes por la Universidad Central de Venezuela en la mención de cinematografía. Ha desarrollado carrera como director de teatro, actor y dramaturgo para la agrupación teatral Skena desde hace 10 años.