Hace exactamente 500 años apareció la primera edición del Libro del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía de Tomás Moro. Utopía, como se le conoce de uso corriente, resultó ser un significante que ha logrado adherir —sin que esa fuese su empresa original— una gran cantidad de proyectos humanos de las más disimiles causas pero de igual naturaleza. Son incontables los usos y referencias, así como las banderas que al paso de 500 años se han alzado en nombre de las grandes —¿pequeñas no?— Utopías del hombre. Podríamos afirmar que todas coinciden en procurar un estado de mundo ideal cuyas condiciones se inscriben en el orden de cierto imposible. Una Utopía es tal en tanto toda diferencia, todo malestar, queda erradicado en nombre del bienestar y la felicidad de todos los hombres. Su estatus de Utopía —ya tiempo hace liberada del texto que le diera vida al término— sobrevive a las épocas por su indiscutible carácter de sueño, siempre aún, irrealizado.
Sabemos por cortesía de Zygmunt Bauman que Utopía es un neologismo de Moro que condensa las palabras griegas eutopia, refiriéndose a la enunciación «buen lugar»; y outopia, que hace referencia a «ningún lugar»[1]. En consecuencia, Utopía es el buen lugar que no es ninguno. Esto que parece un oxímoron de la más alta talla poética, encuentra su hábitat natural en el terreno de lo político, curiosamente, la instancia en la que los hombres insisten en hacer existir comunión desde la condición inexorable que dictamina la diferencia. La política no es el campo de la felicidad y eso se sabe desde su nacimiento. Al contrario, el impasse es su médula y razón; porque somos diferentes preexiste la política. ¿Qué puede sugerir, entonces, la Utopía como respuesta al hecho político?
Jean Servier, minucioso lector de la obra de Moro, habla del contexto en el que esta surge. «(…) los abusos eran [cada vez] más indignantes y más clara la separación entre poderosos y miserables (…) Estallan violencias, motines y revueltas, ya las promesas del evangelio tardaban demasiado (…) El pueblo no esperaba ya la llegada de El Salvador».[2] Es un escenario difícil para el establishment político del rey Enrique VIII de Inglaterra. El mismo Moro, jurista, magistrado, tesorero de la corona y miembro del consejo privado del rey, renunciaría a su cargo en 1532 por declararse en desacuerdo con los proyectos matrimoniales y religiosos de su rey, propósitos cuyos resultados llevarían, entre otras cosas, a la separación con la Iglesia católica romana y a la creación de la Iglesia anglicana. De hecho, Moro sería decapitado dos años después a consecuencia de su elección.
Ya lo ven, la Utopía de Moro aparece como una respuesta ensoñesida, del orden del sueño, en una sociedad en la que ninguna Utopía se veía venir en el horizonte. Lo trata Servier «como la representación del sueño en el que se complace una burguesía preocupada por el orden y la felicidad media».[3] Él mismo advierte que Moro no dudó en catalogar su propia obra como «una bagatela literaria que, casi sin darme cuenta, se escapó de mi pluma».[4] Podríamos decir que el sueño vino a ocupar para Moro el lugar de su realidad política, o al menos eso manifestó su escritura persiguiendo la realización de un deseo irrealizable. Moro sabía que en la vida real algo simplemente no marchaba.
Por supuesto, lo que para él no tuvo estatuto de obra literaria, como sí política, transcurrió sin trascendencia en la convulsionada Inglaterra de Enrique VIII. No obstante, desde entonces, la Utopía se convertiría en un referente cuya esencia podríamos condensar en la formulación: hacer existir la armonía, el orden y la felicidad donde lo político no marcha.
No son pocas las referencias que hace Moro a La República de Platón; obra —quién podría dudarlo— de la misma estirpe que Utopía, quizá su referente más antiguo y primigenio. Claro que no se puede decir que La República del discípulo de Sócrates era utópica, la coincidencia no va tanto por el significante como por las causas que la asemejan. Manuel Fernández Galiano, uno de los grandes helenistas comentador del pensamiento de los antiguos, ofrece una riquísima lectura sobre la naturaleza de la propuesta de Platón y la emergencia en la cual su discurso se inscribe. Dice: «(…) no es en primer término la construcción ideal de una sociedad perfecta de hombres perfectos, sino, como justamente se ha dicho, a remedial thing, un tratado de medicina política con aplicación a los regímenes existentes en su tiempo».[5]
Es sabido que Platón parte de un diagnóstico sobre el estado, podríamos decir, de los vínculos sociales y la administración del poder y los discursos de la política en las ciudades-Estados de su tiempo. Recordemos las cuatro formas que reconoce como sistemas políticos imperantes, estas son: timarquía, oligarquía, democracia y tiranía. No nos detendremos en ninguna de ellas salvo para señalar la posición absolutamente encontrada que Platón adoptó con respecto a cualquiera de las cuatro formas, incluyendo la democracia, sistema político de su natal Atenas, ya lejos de la época de esplendor de la administración de Pericles. La democracia ateniense en los días de Platón estaba marcada, en la opinión del filósofo, por los mismos «males» del resto de las ciudades.
El poder del demo, del pueblo, había hecho cosas terribles; quizá la más siniestra e incompresible para Platón fue haber dado muerte a su maestro Sócrates, a quien se le imputaron acusaciones que no daban cuenta de otra cosa que no fuese de una profunda ignorancia sobre los asuntos del pensamiento y la vida de los hombres. En un pasaje del texto, Platón se dirige a uno de sus principales interlocutores: «(…) no hay, amigo Glaucón, tregua para los males de las ciudades, ni tampoco, según creo, para los del género humano».[6] Platón condenaba en lo que para él se había convertido la democracia: un sistema «caprichoso» que daba alas a «la audacia» y a «la improvisación».[7] Desde la sección 557 a en adelante se desarrolla una bien argumentada crítica a quien llamó Platón «el hombre igualitario».
Es por esta razón que Platón insiste en colocar sobre los hombros del filósofo-rey (que traduce Fernández Galiano como lo relativo a un cuerpo especializado de ciudadanos[8]), los asuntos del Estado. Platón, al igual que Moro, responde con el diseño de una sociedad cerrada (no en balde Utopía era una isla y La República solo podía estar integrada por algunos elegidos, mientras que otros fueron expulsados). En ambos casos el modelo procuraba un orden que no dejase lugar a ninguna manifestación posible de distorsión social. Naturalmente, tampoco La República de Platón, tal y como él la concibió, tuvo mayor trascendencia como sistema político efectivo; al igual que Utopía, esta reposa en las casillas del sueño de los hombres de letras y filosofía.
Tales argumentos resuenan también en la historia del nacimiento de la sociología, de la mano de Augusto Comte y posteriormente de Emile Durkheim, en las postrimerías del siglo XIX. El primero, llamado de igual modo padre del positivismo, instauró como lema de su doctrina filosófica: Altruismo, orden y progreso. El proyecto de Comte era restaurar el orden social que se había quebrado por cuenta de la revolución francesa y las ideas libertarias que emanaron de ella, encarnadas en hombres como Voltaire y Rousseau. Para él, la ciencia (pirámide en cuya cúspide se encontraba la Ciencia de la Sociedad), era la encargada de dar respuesta a los problemas del hombre societal. No olvidemos que el siglo XIX fue el siglo de las revoluciones en Europa, clima que marcó, frente al caos, el carácter restaurador del pensamiento de Comte.
Influidos por el auge de la biología, tanto Comte como Durkheim concibieron a la sociedad de su tiempo como un cuerpo afectado, enfermo, para cuya estabilidad era precisa la intervención de las instituciones del Estado. Recordemos que Durkheim hablaba de inyectar «solidaridad» a los fracturados lazos sociales para hacerlos más fuertes y mejores, esto es, para responder a las diferencias que la división social del trabajo acentuó en favor del esplendor industrial de la modernidad madura. No avanzaremos más allá por esta dirección, pues queda claro que podemos incluir también en la serie de las ensoñaciones a la Sociología positivista. Si bien esta no se corresponde con un modelo sociopolítico, ni tampoco reposa en una obra que pueda ser tomada como emblema (como en los casos de Utopía y La República), esta corriente epistemológica guarda íntimas coincidencias con la naturaleza de las utopías; dicho en dos platos: nunca antes se había tomado tan en serio a la Utopía como en la modernidad.
Bauman señala que la noción de Utopía que nos es contemporánea nació con la idea de progreso y bienestar de la modernidad y solo pudo respirar en esa atmosfera.[9] El sueño moderno de una sociedad asépticamente organizada (leamos a Foucault), libre de perturbaciones sociales, o lo que para la modernidad tenía el estatuto de enfermedades, fue el sustrato de aquel duermevelas. De hecho, es así como nace el psicoanálisis, con la escucha de un señor científico que era Freud sobre el relato de una histérica pre-diagnosticada con el síntoma de aquellos tiempos: la nerviosidad moderna. No es casualidad que la obra que fundó el discurso analítico haya sido titulada por Freud La interpretación de los sueños. Algo del orden de lo reprimido por el discurso de esta sociedad soñada aparecía sin barreras, punzante, en el material del sueño. Es esta la época (finales del siglo XIX) en la que la promesa de felicidad que vehiculizó el proyecto moderno, comenzaba a mostrar sus grietas.
El malestar en la cultura[10] de Sigmund Freud viene, justamente, a interrogar el fracaso de la felicidad idealizada. Tal zenit de felicidad es una empresa inalcanzable pues las mismas imposiciones culturales que obligan al sujeto a renunciar a sus impulsos más primigenios, lo cercan en la medida de la prohibición. El malestar en la cultura de la época de Freud era la constatación del resquebrajamiento del discurso de una época en el que la Utopía como lugar perseguido de cerca por la razón del hombre, de pronto se desvaneció lejano en la línea de carrera. Sin embargo, Freud pudo entregarle algo a este mundo desesperanzado: la aseveración clínica, acompañada de un prolífico desarrollo teórico, de que el hombre no es simplemente bueno o malo, sino que existe en la medida de sus pulsiones, esto es, de la administración y el cuidado (entre lo consciente y lo inconsciente) de su renuncia parcial a la felicidad.
Si los tres proyectos que mencionamos —a saber: La Utopía de Tomás Moro, La República de Platón y la Sociología positivista de Comte y Durkheim— coinciden como respuesta al caos humano en que el tratamiento pasa por el orden de lograr domeñar las pulsiones, Die Traumdeutung (título original de La interpretación de los sueños en alemán) de Freud, al contrario, propone darles un lugar. Esto es muy importante porque marca, no solamente una nueva dimensión de la función del sueño como realización de un deseo reprimido, es decir, como respuesta no contenida a las imposiciones de la época, sino que también le dio un nuevo sesgo a la Utopía. Desde Freud no se puede hablar de sueños y utopías como se hacía antes. Y esto porque, simplemente, las pulsiones son irrenunciables; no se puede erigir un proyecto en nombre de la Utopía sin que la diferencia venga a señalar lo que Lacan formularía algunos años después de la muerte de Freud como: «no hay relación sexual».
«No hay relación sexual»[11], enunciación que escandaliza a los vendedores de la plena felicidad, no significa otra cosa que decir: no hay proporción entre los seres sexuados, esto es, no hay uno o una que sea destinada para mí, no hay ningún código genético que dictamine cómo relacionarnos con los otros seres humanos, seres del lenguaje. Ninguna norma, por mayor arraigo que tenga en los sistemas de la cultura, determina qué es ser un hombre o una mujer, qué es ser un niño, cómo responder a las demandas de la cultura, de los otros, cómo responder a nuestros propios deseos estando signados desde el comienzo por la incompletud de no tener unidad sino desde una compleja elaboración imaginaria mediada por un vacío entre el cuerpo y el lenguaje.
La pulsación del vacío, de ocupar ese vacío, es lo que da sentido a la vida de los hombres. Pero ahí radica también su profundo malestar, en que ese vacío nunca será llenado, y al contrario hará del sujeto lo que (racional, sí, pero también contingentemente, es decir, con la precariedad que sobreviene al encuentro con un vacío, con un agujero, algo que tal vez estuvo completo en el lecho materno pero que fue sacrificado en aras del nacimiento cultural. Lo contingente no pasa por el control de la razón) el sujeto haga con su propia falta. Estamos condenados al malentendido y, sin embargo, es así como nos entendemos. El lenguaje de la comunicación está radicalmente mediado por el deseo y la no proporción sexual. Ahora, pensemos, ¿se puede hacer Utopía, un mundo de iguales, carente de tensiones, sin que salte constantemente el deseo de sus miembros por atender su falta?
Cuando decimos con Bauman que la Utopía solo pudo existir en el clima de la modernidad, es porque solo durante esa época un discurso —el discurso hegemónico del llamado «nombre del padre», de la moral rígida y el castigo por la desatención de las buenas costumbres— pudo mantener al margen la represión de las pulsiones (el deseo por atender la falta). Hasta principios del siglo XX (las guerras mundiales marcaron la consumación de la agresividad contenida en un sueño moderno, después de entonces nada puede tomarse como antes) las sociedades europeas (Latinoamérica amerita un aparte que dé cuenta de sus especificidades) se organizaron en torno al significante fálico, esto es, al dictamen incorruptible del padre, su imperativo ético y moral. Pero, y nos adelantamos de súbito a lo que el lector implora con ansias, ¿cómo trasladar esta discusión a nuestro tiempo? Mejor dicho, ¿se puede construir una Utopía tal y como la potencia de su concepto la promueve? ¿Se puede hablar de Utopía hoy?
La ciencia y el mercado ya se han ocupado de esta pregunta. Definitivamente nuestra época es muy distinta a la época de Freud. La modernidad dio paso a la globalización y esta, a su vez, al capitalismo global (es una convención). Lo cierto es que este desplazamiento del orden de los discursos no es precisamente el de los individuos reprimidos, al contrario, el discurso hipermoderno (como también se le llama) es el que manda: “todo lo puedes”, “el cielo es el límite”, “persigue tu sueño”, “haz lo que quieras”, “todo lo puedes tener”, “todo cuanto quieras lo puedes comprar”; para eso la ciencia y el mercado están a la orden del día. La idea de felicidad, sin duda, se ha mudado al lugar de la mercancía, del gadget, como lo llamaba Lacan. Consume cuanto puedas y eso te hará feliz, la ciencia y la tecnología velarán por tu deseo. ¿Eres hombre y quieres ser mujer? ¿Quieres que tus hijos posean los rasgos que siempre has soñado? ¿Quieres tener los orgasmos más fabulosos sin la necesidad de dirigirte al otro? Si puedes comprarlo, adelante, la felicidad plena ha llegado a tu puerta.
No se trata de una crítica a los avances de la ciencia en pro de la humanidad, ni mucho menos a los pequeños placeres que el mercado nos proporciona; se trata de no hacer de la ciencia y el mercado una Utopía. No lo olvidemos: las pulsiones no se pueden domeñar. A ellas hay que darles un lugar que no es, ni bajo el paraguas de la ciencia, ni en los pasillos del centro comercial. Tampoco se trata de encarnar políticamente un proyecto que barra con la lógica del mercado en nombre de la Utopía: detrás de esa insistencia lo que se halla es la cara del poder queriendo hacer existir el delirio de unos hombres alzados con la bandera rasa de la felicidad.
¿Renunciamos a las Utopías? Que el lector ensaye su respuesta. Por mi parte propongo cambiarles el nombre, llamarlas de otra forma, como ustedes deseen. Mucho menos pretendo hablar de Utopías individuales, pues no es sin el otro que se está en el mundo. No hay aventura quijotesca que no tenga su Sancho y viceversa. Mi invitación no se asemeja, bajo ningún concepto, a lo que Francis Fukuyama promulgara en los noventa como «el fin de las ideologías y de la historia», dando paso al pensamiento posmoderno menos comprometido con la razón política de un sujeto. Mi invitación no marca un fin ni un comienzo; mi invitación es a sostener el carácter singular que nos permite a cada uno hacer lazo con los otros. No renunciar a la agonística del hecho político, es decir, a la única condición humana que nos enturbia tanto como nos embellece; hablo de la diferencia como rasgo distintivo entre los seres hablantes. El mejor proyecto político es el que se sostiene en la diferencia.
Por último, frente a las crisis contemporáneas, no solo en Venezuela sino en el mundo entero, lo que se evidencia como el retorno de un fascismo reposado, la proliferación de los fundamentalismos más brutales, el agotamiento al sobreexpuesto discurso de las libertades que no ha producido otra cosa que mayor sensación de fragilidad individual; en suma, frente a la dificultad de este tiempo (así como ocurrió en los tres ejemplos que citamos) no puede ser la Utopía una salida que venga a pretender desconocer tanto síntoma hecho historia. Habrá que pensar, quizás, en pequeñas posibilidades de hacer lazo con los otros, en pequeñas comunidades o núcleos de deseo, cuyo sostén no pase por la unificación del goce de la masa ni por el exterminio de la diferencia.
Tanto nadar para aparcar en la orilla. Pues ya estarán pensando que mi propuesta no deja de ser utópica, que el poder nunca cederá ante la diferencia. Es posible. Pero un grandísimo desplazamiento pasa por desprender la patraña moderna de la Utopía de la causa del sujeto en su mundo. Ponerle otro nombre a la Utopía es singularizar y hacer posible el encuentro con los otros sin que el fracaso y la violencia de lo Uno ronden como ave mortífera sobre cualquier proyecto de agrupación humana.
Hasta aquí mi apreciación sobra la Utopía y nuestro tiempo. Tómenla también, si así lo desean, como una bagatela literaria.
Referencias
[1] Bauman, Zygmunt (2007) Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. Tusquets Editores. México D.F. Pág. 135
[2] Sevier, Jean (1995) La utopía. Fondo de Cultura Económica. México D.F. Pág. 39. Véase también Servier, Jean (1969) La historia de la Utopía. Monte Ávila Editores. Caracas.
[3] Ibíd. pág. 40
[4] Ídem
[5] Platón (1988) La República. Introducción y traducción de Manuel Fernández Galiano. Alianza Editorial. Madrid. Para la realización de este texto se consultó la siguiente edición en digital:
http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/P/Platon%20-%20La%20Republica.pdf Pág. 2
[6] Ibíd. Pág. 132 (473 d)
[7] Ibíd. Pág. 5
[8] Ibíd. Pág. 6
[9] Bauman. Op. Cit. Pág. 138
[10] Freud, Sigmund (2010) El malestar en la cultura. Alianza Editorial. Madrid.
[11] Véase Lacan, Jacques (1995) Seminario 20. Aún. Paidós. Buenos Aires.
Sobre el autor:
Jordi Santiago Flores (Caracas, Venezuela) es investigador del Centro de Investigaciones Críticas y Socioculturales de la Universidad Simón Bolívar (CICSC-USB). Profesor de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Es tesista de doctorado en la línea de investigación Psicoanálisis y Ciencias Sociales del doctorado en Ciencias Sociales de la UCV. Sus campos de trabajo giran en torno al psicoanálisis, el arte y la política. Hace parte, en calidad de Asociado, de la Nueva Escuela Lacaniana, sede Caracas.