Escombros (y flashes) de Chanel

Los más acomodados ciudadanos padecen duras privaciones;
las clases inferiores sufren, famélicas, vergonzante mendicidad.
Eduardo Blanco, Venezuela heroica.

 

Primer fragmento

 

Llegó Coco Chanel a La Habana. Estuvo ahí, en las calles, desfilando. Todos lucían hermosos, elegantes.

 

Miro las fotos desde la distancia y de pronto aparece ante mí, con la levedad de un flash inesperado, una sospecha, una duda. ¿Qué tipo de evento decadente se ocultaría detrás del desfile?, me digo. ¿Y qué conexión remota lo acercaría a la crisis que vive mi país?

 

Trago duro, cuando lo pienso. Me cuesta asimilarlo. Siento la sospecha de otra realidad detrás de la realidad misma de las imágenes, otra película por ver que no sé cómo terminará. Después de todo, estamos unidos. Somos hermanos latinoamericanos.

 

Segundo fragmento

 

Nadie mejor que Antonio José Ponte para pensar la ruina habanera. Francisco Morán la ve como “núcleo coagulador” de su escritura que sirve como una bisagra que conecta la melancolía por lo perdido y la crítica política de una Cuba decadente. Hay un documental de su amigo alemán Florian Borchmeyer basado en sus reflexiones, que se sirve del título de uno de sus cuentos más famosos: “El nuevo arte de hacer ruinas”.

 

Allí confiesa que su fascinación por estos artefactos en descomposición, de estas imágenes del desgaste, tiene que ver en el fondo con un placer perverso, singular, que asalta al ser humano casi de forma masoquista, y es el goce que provoca lo que está decayendo.

 

En el relato que titula el filme vemos desde la ficción esa figura del vestigio. El protagonista descubre otra ciudad, una escondida e hundida que se llama Tuguria, en donde “todo se conservaba como en la memoria”, creciendo a la sombra de las ruinas de La Habana.

 

Un tugurio es un lugar barato y pequeño. También se habla de “tugurización” en urbanismo para aludir a una ciudad sobrepoblada que ocupa nuevos espacios dentro de los establecidos. En esta narración, sirve para describir de forma irónica el proceso de pauperización de la capital en el «período especial» bajo la modalidad de una utopía-distópica, de un no-lugar residual.

 

Veo las imágenes del desfile y me viene a la mente Venezuela. ¿Qué tiene que ver con Ponte y Lagerfeld? De inmediato me asaltan varios flashes, como de película cortada: Humboldt describiendo los escombros de Caracas después del terremoto de 1812, ciudad que conoció en un viaje en el que iba a Cuba; José Martí narrando la llegada de un extraño a Caracas, quien busca a nuestro héroe redentor en una estatua incólume; y las solitarias catatumbas de Cubagua en la novela de Bernardo Núñez, obra que fue terminada en La Habana, sobre todo su última parte que es muy reveladora.

 

¿Hay una trama detrás de las ruinas que esconde el desfile, una ur-ruina que sólo aparece como un flash de cámara, de forma esporádica y casi inaprehensible?

 

Tercer fragmento

 

Ruina viene de latín ruīna, que a su vez se deriva del griego ruĕre, que es “caer”. En estos tiempos se ha puesto de moda. Pienso en cuatro significados. Los enumero al vuelo.

 

El primero, quizás el más obvio, es el de la de decadencia y el desgaste. El segundo implica aquello que se resiste a claudicar, una señal de otro tiempo que no cede a la desaparición. El tercero es signo de alguna hecatombe real: un terremoto o una bomba. Y el cuarto, acaso el que abre Walter Benjamin, es el que deja el huracán del progreso en su paso por el mundo.

 

En Ponte, si bien sobresalen los tres primeros, su recorrido literario va mostrando matices importantes. Poemas como el que da nombre al título de uno de sus libros (“Asiento en ruinas”) o “En el antiguo barrio de putas”, muestran retratos descarnados de la miseria en Cuba.

 

En otro trabajo, Las comidas profundas, el narrador, sentado sobre una mesa vacía en La Habana, y haciendo mofa de la carestía que se vivía, se imagina al estilo de Lezama distintos tipos de alimentos bajo pasajes culturales de resonancias neobarrocas. En una parte dice: “Lo que está al final del comer cubano supone el final de todas las comidas cubanas, es la sombra. Por eso Lezama Lima habrá escrito que al comer el cubano se incorpora el bosque. Un pueblo tan solar está obligado a comer oscuridades por naturaleza”.

 

Luego, en su novela Contrabando de sombras, el tema vuelve a aparecer bajo las formas desperdigadas del recuerdo de una vivencia histórica en la que asesinaron a unos homosexuales (restos de un pedazo de libro, sueños misteriosos, una inscripción en un muro), bajo los despojos que se venden en el mercado negro de las tumbas de un cementerio, bajo las expediciones que realizaba Lula a extranjeros para conocer los vestigios de construcciones abandonadas, y bajo la figura de un fotógrafo español, quien compara La Habana con la Beirut destruida por las guerras, con la diferencia de que nunca había sido bombardeada. Las sobras se esparcen así en diferentes terrenos, algunos de los cuales sirven para que los personajes afronten un pasado que han olvidado o negado.

 

Por último, en La fiesta vigilada, la mejor aproximación sobre el tema, la decadencia vuelve a encarnarse en la materialidad urbana de La Habana. Allí define el trabajo de un “ruinólogo”, que si bien se mueve con sentimientos encontrados entre la fascinación por la ruina y la crítica a su realidad, tiene el deber de radiografiar el derrumbe.

 

Derrumbe que se oculta, pero que Ponte advierte en un cambio que se ha dado durante la Revolución: de perder por el puritanismo revolucionario el espacio de disfrute con cierres de casinos y bares en los años sesenta y setenta, a recuperar la festividad de una forma controlada en la era post-soviética, sólo asequible a turistas sedientos de noche.

 

Por lo visto, por un lado queda la felicidad; por otro, la soledad ruinosa. Nuevo flash: ¿y acaso no es esa la misma diferencia que se perpetúa en las nuevas casas del Country, de La Florida, frente a otras del centro en Caracas?

 

Cuarto fragmento

 

En la sección “Un paréntesis de ruinas” de la célebre obra de Ponte se nos cuentan las condiciones ruinosas de la ciudad, a la vez que nos propone una teoría para pensarlas. Distingue entre dos clases: las provocadas por la naturaleza o el tiempo y las causadas por la guerra, sin dejar a su vez de diferenciar las que están abandonas –como las que piensa el sociólogo alemán Georg Simmel– de las que están habitadas, como las que se dan en La Habana.

 

Ponte ve como factor dinamizador de este terrible vínculo con la ruina, la naturalización a la que ha llevado el cubano a una guerra imaginaria contra el Imperio, donde el despojo se hace hábitat y se normaliza. Convivencia que nace con la palabra: “el discurso de Fidel Castro, en estos momentos y desde hace muchos años, desde el inicio, se basa en la invasión norteamericana. La ciudad de La Habana, manteniéndose en ruinas,  (…) corresponde exactamente con ese discurso”.

 

La ruina es así producto del lenguaje y su poder paranoico, cosa que me hace pensar, como en flash, en la confrontación del chavismo que recicló esa tendencia. ¿No es revelador que siga comprando armas mientras la gente se muere de hambre?

 

Quinto fragmento

 

“En la misma medida en que la crisis cubana anuncia algún fin, La Habana aparece como una ciudad devastada”, nos recuerda otro gran escritor cubano, como es Iván de la Nuez. “Una capital que aunque no ha vivido la guerra –pese a que ésta ha sido anunciada allí cada día– vive en el estado físico de la posguerra”, dice. “Una suerte de Sarajevo futurista destruida no por las bombas, sino por el efecto demoledor del discurso –prosigue–. Desplomaba no ya por la batalla de las armas sino de la guerra de palabras”.

 

Para el momento que escribía Ponte y hasta el mismo Iván de la Nuez, la ruina revolucionaria se había ido entremezclando con el exotismo mercantil, y eso es lo que evidencia el ruinólogo. Está en los libros de fotografías Old Havana de Claudio Edinger, Cubano 100% de Gianfranco Giorgoni o en Cuba de David Alan Harvey, por no hablar del mismo documental de Wender o del trabajo de David Turnley La tropical. ¿Pero qué estaría pasando ahora, detrás de ese desfile suntuoso en La Habana?

 

De nuevo, un flash más: Carpentier, contando cómo escuchó a un analfabeto trovador popular en Barlovento cantando la ruina de Troya, y a Chávez llegando a La Habana, poco antes de ser electo.

 

Sexto fragmento

 

El tema, como sabemos, es complejo. Desde los trabajos de los primeros humanistas, rescatando con devoción idealista el pasado romano y griego, pasando por las reflexiones melancólicas de un Browne o de un Shakespeare en el barroco, siguiendo después con la renovación sublime de algunos cuadros de Caspar David Friedrich o de Joseph Mallord William Turner, hasta seguir con el trabajo sobre el fragmento en los collages vanguardistas, la modernidad, que ha sido vista bajo el culto a lo nuevo, evidencia su diálogo constante con esta criatura de la desolación y el abandono.

 

Quizás sea Walter Benjamin quien más ha pensado sobre ella. En sus primeros trabajos la incluye para hablar sobre la caída verbal en el mundo representativo y la desconexión del hombre moderno con la naturaleza. Luego se interesa en ella para trabajarla como una nueva forma de alegoría, propia de un mundo barroco en luto, que transitaba por una crisis donde los valores teológicos sucumbían frente a una realidad más secular y develaban así la historia de forma “petrificada”. Después la incluye para pensar el mundo capitalista a partir de mediados del siglo XIX, con los desechos que deja la sociedad industrial y bajo los pasos de Baudelaire, para finalmente entenderla bajo una imagen del pasado no prevista, que abre una nueva posibilidad en el presente para pensar el futuro, dado en su famoso concepto de “imagen dialéctica”.

 

En Cuba la ruina ha tenido un lugar privilegiado. Si para Lezama Lima o el mismo Carpentier era imagen potencial para celebrar lo latinoamericano, ya con Abilio Estévez, en obras como Los palacios distantes o Tuyo será el reino, es signo de desintegración de la realidad.

 

Desde luego que el giro obedece a toda una tradición ruinosa que se ha venido trabajando en las naciones post-soviéticas, donde la celebración de una utopía realizable deviene en huella abandonada de un imperio de crueldades. Pienso en las fotos de Eric Lusito, en algunos personajes del trabajo reporteril «El fin del Homo Sovieticus», de Svetlana Aleksiévich, o en las reflexiones de la ensayista y novelista de la vieja Yugoslavia Dubravka Ugrešić.

 

¿Pero qué esconde ese evento de Chanel?, ¿qué hay detrás de esa hermosa reconstrucción que hicieron en el Paseo del Prado? “Yo pienso que lo peor de este régimen es la ruina de Cuba”, confesaba con anticipado desencanto el protagonista de Memorias del Subdesarrollo, de Edmundo Desnoes, viendo los cambios que estaban sucediendo en los años sesenta. Por su parte, Cabrera Infante en el fatídico viaje que tiene que hacer, luego de tres años fuera del país, para participar en el funeral de su madre y que relata en Mapa dibujado por un espía, se detiene en una esquina de La Habana vieja y se encuentra con “un edificio derruido” y luego encuentra “otras ruinas” que produjeron en él un “sentimiento de finalidad, de término, de cosa que se acaba”.

 

Es, sin embargo, en el “período especial” cuando uno nota un trabajo más cuidadoso sobre ese tema. Está en los escenarios físicos y morales de los trabajos de Pedro Juan Gutiérrez, en la atmósfera de desolación y tristeza de algunos libros de Leonardo Padura, en la obra Perversiones en el Prado de Miguel Mejides, y por supuesto en los trabajos de Ponte.

 

Por cierto, mientras voy pensando en el tema, veo que en una de las fotos de la agencia de noticias Reuters, hechas por Alexandre Meneghini, hay gente apiñada sobre un balcón de una casa derruida. Por lo visto, siguiendo la fiesta vigilada de Ponte, unos pudieron participar en el evento y otros no. La tradición de la ruina marca territorios, selecciona espacios, decide quiénes la perpetúan, quiénes la niegan, quiénes la usan, quiénes la salvan.

 

También las ruinas ideológicas se exportan bajo reciclajes extraños, menos como ideas que como dogmas; menos como cuerpos críticos que como espectros. De la Unión Soviética de una Aleksiévich pasamos a la Cuba de Ponte y tantos otros, para terminar ahora en Venezuela; no en balde la revolución bonita apareció con el deslave de Vargas, dejando huellas de su desmoronamiento que todavía, pese a la reconstrucción que se hizo, siguen apareciendo; por fortuna captadas por el ojo fotográfico de Ángela Bonadies.

 

En Venezuela tuvimos a nuestro Ponte. Cabrujas lo fue en dos célebres textos: «Caracas escondida» y «Catia, tres voces». Para él nuestra capital era “un monumento enterrado una y otra vez”, concebida “con un concepto provisional”. Para valorarla, volverla a rescatar, sugiere seguir una “arqueología del derrumbe”.

 

Su reflexión se hace eco de lo que Mario Briceño-Iragorri dijera en los años cincuenta, en un momento de auge del Estado Mágico. “La Historia de nuestro país es la historia de un largo proceso de demolición”, dijo adelantándose a un calificativo que usará nuestro cronista, y en otro texto, al criticar nuestra relación de desidia frente al pasado, llegó a decir algo desgarrador, a saber: que “hemos llegado a matar a nuestros propios muertos”.

 

Séptimo fragmento

 

Sin embargo, la arqueología venezolana era del Estado Mágico, y ahora lo tenemos mezclado con el caldo revolucionario y en fase terminal. Lo que fue examinando Cabrujas en su momento se une a lo que fue diagnosticando Ponte: ¿una ruinología populista?

 

Las Torres de Confinanza son un buen ejemplo: un ejercicio de “empoderamiento” para comunidades alternativas que terminó haciendo de un olvidado complejo financiero un nuevo tugurio venezolano. Con las expropiaciones en toda la ciudad, el arte de hacer ruinas se disemina. Todavía quedan urbanizaciones de clase alta, es verdad, centros comerciales sin luz, una que otra residencia de boliburgueses; pero el tugurio va acechando de diversas maneras, entrando por las paredes, por los sótanos y por las almas, siendo ya un hecho físico consolidado en las zonas más pobres.

 

Gente como Lisa Blackmore, Celeste Olalquiaga, Vicente Lecuna o la misma Ángela Bonadies, vienen pensando el tema en boga con las teorías recientes. Muchos artistas y curadores fraguaron una maquinaria de resistencia, a veces algo nostálgica, recogiendo las piezas rotas que dejaba el chavismo; pienso por ejemplo en Mauricio Lupini con Espacio sin volumen, quien rescata algunas obras de arquitectura de los años cincuenta, o Alessandro Balteo, quien con La tiendita del Museo de Arquitectura (MUSARQ) reunió gran parte de la modernidad que se negaba: fotografías de Paolo Gasparini, diseños de Gerd Leufert, trabajos de Nedo o Álvaro Sotillo.

 

Un cuento de Carolina Lozada, “Los pobladores”, habla de una ciudad expuesta a una epidemia con imprevisibles consecuencias y Nuni Sarmiento en “Los inocentes”, donde los criminales son quienes están en la calle, dice: “Aquí vivimos ahora los inocentes en situación bastante estrecha, ya que el local está en ruinas y las condiciones sanitarias son espantosas, pero hemos recuperado nuestra categoría de ciudadanos libres”. También no dejo de recordar la película Pelo Malo de Mariana Rondón y la amargura del personaje de la madre, esa amargura de quien se siente traicionada por la promesa de un hombre militar y de una revolución que nunca vino, que nunca se dio.

 

Vuelvo de nuevo a las imágenes del desfile de Chanel y no dejo de preguntarme entonces, si detrás de esos muros pintados para el evento no habrá también un cartelón de Chávez derruido, pues no sólo se han escondido las ruinas de la revolución cubana, de su imaginario comunista y soviético, sino también se han tapado unas ruinas más recientes, más latinoamericanas, más bolivarianas, que a algunos todavía les cuesta aceptar.

 

Último flash: al hablar del arribo de El libertador, Martí describe su aparición como un encuentro destructivo donde “los cinco pabellones de los pueblos nuevos, con verdaderas llamas, flameaban en la cúspide de la América resucitada” y estallan “los morteros a anunciar al héroe”.

 


 

Acerca del autor:

Juan Cristóbal Castro es profesor de la Universidad Pontificia Javeriana y el actual director de su Departamento de Literatura. Hizo estudios doctorales en la Universidad de California y su maestría de literatura comparada en la Universidad Central de Venezuela. También en el pregrado hizo la doble carrera (Periodismo y Letras) en la misma Universidad Central de Venezuela. Ha sido profesor en distintos recintos universitarios. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (2009) e Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (2016). También ha publicado en las revistas académicas Cuadernos de literatura (Bogotá), Estudios (Caracas) y Revista Canadiense de Estudios Hispánicos (Canadá) y ha colaborado para la prensa en importantes diarios venezolanos, tales como Tal Cual, El Nacional, El Universal y el portal en internet Prodavinci.

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