©Ricardo Jiménez. «No hay mas héroes», de la serie La Noche (1982). Archivo Fotografía Urbana.

 

Cuando salgo de mi casa cada mañana, tengo un privilegio de siglos. Del lado derecho, en la esquina, queda la sinagoga de Maripérez; más allá, la mezquita. Frente a ella, la iglesia menonita. Y si seguimos, el Teatro Amador Bendayán, a pocos pasos, además, del Parque Los Caobos y la zona mayor de los museos. En la calle por donde bajo a la avenida y más allá, hay tres iglesias evangélicas (dentro de ellas cuento a la sede del PSUV) y al fondo, como paisaje para después del café, la iglesia de San Pedro. Vivo entre la Av. Libertador y Colón en el Golfo Triste (su recuerdo, porque ya no existe). A la derecha hay un edificio en construcción. Antes estaba ahí la Cigarrera Bigott; las casas que se construyeron alrededor eran para los trabajadores de la empresa. Casas de bonitos frentes, con zaguanes que mantienen gente en la noche, cuando salen a tomar el fresco, pasear a los perros y a jugar backgammon. Por donde vivo se escuchan gallos cantar de madrugada anunciando el alba: el pasado no deja de estar vivo; hay abastos de pueblo, una licorería pequeña en la esquina y hay casi un olor a campo, con el Ávila tan cerca de donde estamos. Luego de bajar la calle, el mundo cambia radicalmente. Nos encontramos de golpe y porrazo con el Abra Solar de Alejandro Otero. Lo acompaña una Fisicromía de Cruz Diez, la fuente de Plaza Venezuela y el edificio de la Polar. Damos de golpe con la modernidad y recordamos que el teleférico está cerca, con el Humboldt –magna obra de Sanabria– coronándolo. Recordamos que el edificio del Seniat, ese por el que quitaron la bomba de la esquina, era la Torre Capriles. Que el reloj de La Previsora se dañó no hace mucho, aunque lo arreglaron, y que la entrada de la UCV, símbolo sine qua non de una Caracas soñada, no es transitable a pie a partir de las seis y media de la tarde, pues roban más que en el bosque de Sherwood. Los diez minutos a pie desde la sala de profesores de la Escuela de Letras hasta mi casa se convierten en 35, que incluyen una transferencia en el Metro. Vengo desde lo antiguo y lleno de pasado, plenamente vivo, hasta lo moderno que se diluye cada año en una postal que nos llena de nostalgia. Algo se quebró en la modernidad caraqueña, algo más allá de la tradición de la demolición de la que hablaba Cabrujas.

 

Caracas se despide cada 20 años. Desde Arístides Rojas, hay alguien que se despide de la ciudad. Lo hacen Lucas Manzano, Aquiles Nazoa, Carlos Eduardo Misle (el célebre «Caremis»), Enrique Bernardo Núñez, Alfredo Cortina, Marissa Vannini, entre tantos. Como Troya, nuestra ciudad es varias ciudades superpuestas a las que les cuesta reconocerse entre sí. Figuras de generaciones diferentes como Mariano Picón Salas y Salvador Garmendia se lamentaban, en sendos artículos de 1965, de cómo la ciudad ya había fracasado. Garmendia ponía su fe en el proyecto del Boulevard de Sabana Grande para salvar el alma de la ciudad. El Boulevard vino, se fue y ahora intentan revivirlo, para todo menos la bohemia, lamentablemente. Y después de este último proyecto de hacer amable a la ciudad, ¿qué nos queda? La zona de los museos, hoy también perdida.

 

Siento que para entender el hecho urbano en nuestra ciudad, hay que pensar en la ciudad como un espacio privilegiado para la melancolía. Desde los lamentos adolescentes de María Eugenia Alonso, el hastío de José Antonio Ramos Sucre, el ánimo fantasmal de Julio Garmendia en sus hoteles en el centro, hasta la generación de los sesenta, la ciudad es un lugar que se lamenta, que se celebra poco: es el lugar donde realmente no quieres estar (mejor París, Ginebra, Génova); es el espacio para el cambio por medio de la Revolución, donde los signos que identifican la ciudad no concuerdan con los sueños de quienes la escriben. Tenemos que esperar la llegada de los ochenta para ver un nuevo reconocimiento en ese entramado urbano de la ciudad más allá de lo crítico o del espacio del lamento. Los tiempos posteriores son más enfáticos en lo urbano –por razones generacionales, pienso yo–: el grueso de los habitantes que cuentan y cantan a la ciudad son nacidos en ella y su cultura abraza confiadamente lo pop, la televisión, los implementos tecnológicos. Las generaciones anteriores, no. No reniego de los enamoramientos de los caraqueños de la provincia en la capital (yo soy uno de ellos), pero su visión nace del entramando latinoamericano de superpoblar la capital del país; significa una llegada y un reconocimiento mestizo, donde colindan el espacio dejado atrás y el por encontrar. Después de los ochenta, la ciudad se puede enunciar de la siguiente manera: Somos también la ciudad, somos también su enfermedad, su mugre, su sangre, su piel.

 

Más allá de esto, Caracas es una ciudad donde la urbe, lo hecho por el hombre, se complica. No habitamos una ciudad, habitamos un valle. El reconocimiento en cuanto a belleza, nostalgia, valor de la ciudad, se encuentra en la naturaleza: los árboles, los parques, el Ávila. La ciudad, lo urbano, no parece formar parte de nuestro paisaje. No lo reconocemos. En el gran Teatro del Mundo caraqueño, el día nos supedita a regiones conocidas de Caracas; no solemos aventurarnos más allá de un cuadro delimitado: de Prados del Este a Plaza Venezuela; de Caricuao a La Hoyada; de San Antonio al centro; de La Guaira a Chacao. Le tememos al río, además; ese dios marrón que nos divide y nos marca los tiempos. Caracas de día es una representación y de noche una representación dentro de la representación. No vemos la ciudad porque no tiene calles ni aceras: tiene autopistas. No contemplamos porque manejamos un carro. No hay espacio para el deleite del ojo, más allá de lo momentáneo de una larga cola (cualquiera de las burocráticas o las que el aguacero nos avale y permita).

 

De la serie La Noche. 1982. Fotografía de Ricardo Jiménez, Archivo Fotografía Urbana
© Ricardo Jiménez. De la serie La Noche (1982). Archivo Fotografía Urbana.

Siento que lo urbano en nuestra literatura se plasma cómodamente en la noche, en el tedio y en la visión del otro (del que se fue y extraña; del que llega y es aceptado) como ente extraño que, paradójicamente, es nuestro doble, y que el mayor temor del ciudadano literario (espacio donde de alguna manera se puede ejercer la justicia poética por medio de la ciudadanía, elemento casi inexistente en el plano de la realidad) es ser visto como no es. Buscamos en los espacios de la noche, de lo extranjero y de lo bucólico moderno (la playa, el litoral que va desde Adícora hasta Carúpano, Margarita, Los Roques, el mar en sí) un lugar donde respirar. En un contexto cultural donde adolecemos de la presencia simbólica, o real, o incluso arquetipal de lo masculino, nuestro imaginario se traslada a espacios donde compensarlo: la noche de Hades y Dionisos, el mar de Poseidón, el extranjero de las leyes de Zeus.

 

En estos tiempos contemporáneos, centrándonos en la narrativa esencialmente, el mar como representación de la naturaleza lo encontramos en Salvador Fleján, en lo acuático de Pedro Enrique Rodríguez, en Gabriel Payares, en Oscar Marcano y más allá en Francisco Suniaga y Federico Vegas (Margarita como espacio mítico para el caraqueño y el viaje en barco en Falke). Aunque no son muchos los que se han aventurado, siento que hay un camino que se empieza a trazar. El Ávila, fálico, es sin embargo dominio de Artemisa, diosa hembra y virgen; sigue siendo el espacio favorito del caraqueño, incluso en la tragedia (pienso en un cuento de Rodrigo Blanco Calderón).

 

El otro es el tema, espacio y lugar que ahora más frecuentamos, en la condición de extranjero: Israel Centeno, Juan Carlos Méndez Guédez, Juan Carlos Chirinos, Miguel Gomes, Antonio López Ortega (pero en diversos registros de lo nacional), Ana Teresa Torres, Gisela Kozak, Keila Vall de la Ville, Enza García Arreaza, Krina Ber, por citar apenas unos pocos.

 

Confrontar la modernidad perdida hace 40 años y retomarla en imágenes, analogías y símbolos acordes con el siglo XXI, es el camino que veo en la ciudadanía caraqueña. Somos urbanos, sí, pero urbanos con cantos de gallo, con una percepción de la soledad que solo el entramado urbano consigna, con una identidad creada en la página que busca representarnos fidedignamente, con cierta preeminencia de la nostalgia de un país que se perdió, quizá para siempre, y de un cambio significativo en la sensibilidad. ¿Cambia nuestra identidad o cambia nuestra máscara? Si es la identidad, apenas se sigue conformando; si es la máscara, siento que detrás de esa máscara no hay nada, apenas otra máscara. Pero en esa máscara ya hacemos casa y vivimos plenamente, como habitantes de esta ciudad, que cambia cada 20 años, que está llena de campo, pasado y velocidad a la vez; donde nos reconocemos. Somos melancólicamente la ciudad y su fracaso moderno, ciudad hamletiana que ante la incapacidad de actuar, de dejar libre el Eros que construye ciudades, se resigna en su herencia de demolición, y la cuenta.

 


 

* Acerca del autor:
Ricardo Ramírez Requena (Ciudad Bolívar, 1976) es Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Librero y profesor universitario. Es autor del poemario Maneras de irse (Ígneo, 2014) y del diario Constancia de la lluvia. Diario 2013-2014 (Ganador del XIV Concurso Anual Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, 2014. Publicado en 2015).

 

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