Los peces, el pez, el mono, el arte de la pesca

Fish Photo © Morella Muñoz-Tébar T.

Introducción

 

La maldita circunstancia del agua por todas partes me obliga a sentarme en la mesa del café. Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer hubiera podido dormir a pierna suelta.
Virgilio Piñera, La isla en peso.

 

Nuestra invitada al tercer acto diverso es Eli Tolaretxipi, poeta y traductora española que nació y vive en San Sebastián. Eli ha escrito los libros de poemas Amor Muerto – Naturaleza Muerta (1999), Los lazos del número (2003), El especulador (2009) y Edgar (2013). Ha traducido, entre otros poetas, a Tess Gallagher, Menna Elfyn, Elizabeth Bishop y Patti Smith.

 

Su texto experimenta y entrelaza otros textos a través de un hilo conductor que no es ni uno, ni hilo, ni lineal, sino una rama que se abre y mueve en varias direcciones, conectadas a través de ese espacio único e invisible donde se reúnen las lecturas: un archivo inesperado.

 

Eli despliega un ejercicio de lectura y escritura que navega por los márgenes entre El arte de la pesca de Luisa Etxenike, Zama de Antonio Di Benedetto, El Pez de Elizabeth Bishop y Los Peces de Marianne Moore.

Nathalia Manzo

 

 

Los peces, el pez, el mono, el arte de la pesca

Para Maite Santos

 

Escribe Anne Carson que el primer verso de un poema nos tiene que poner a correr. En El arte de la pesca (2015) donde el narrador es pescado:

 

cada vez que la bajamar cabía entre las cuatro y las seis de la tarde de/ un día de labor, / el abuelo, después de un rato de pesca, me llevaba a su casa//

En un ritual tan natural y aséptico como macabro, las primeras líneas nos presentan a un niño:

El corte me lo hice yo mismo cerca de la boca;

vertical, como una marca de anzuelo.

Para que mis padres pensaran en los peces.

El niño no tiene palabras y así es como lo explica. El niño es un pez que ha sido pescado:

 

Yo no hablaba porque era incapaz de darle a lo que sucedía

en casa del abuelo

la consistencia de lo real.

 

Vienen a la mente otros peces, el de Elizabeth Bishop (1936) y los de Marianne Moore (1918). Los de esta última: “vadean/a través del negro jade” y el de Elizabeth Bishop, tal vez más cercano al de Etxenike, es un “pez enorme (…)” que “No luchó. / No luchó en absoluto”, y que, al igual que el niño, se da por vencido: “De repente caí en la cuenta de que yo no me resistía”. La voz de la narración poética de Etxenike es la del niño-pez y la del hombre-pez según se va desplegando la trama; el niño-pez que no comprende y usa signos, interpreta, se sirve de la abstracción para salvarse; y el pez adulto, que una vez puestos en práctica los métodos que a lo largo de su vida ha inventado, vuelve a la víspera de la primera tarde y de algún modo recupera la inocencia; la de Bishop es la voz de la poeta-pescadora: “Pesqué un pez inmenso/ y lo sujeté al lado del bote/ medio fuera del agua, con mi anzuelo/ enganchado en un costado de su boca//” y la de Marianne Moore es la de alguien que observa el mar, el fondo marino y un acantilado, como si fueran una arquitectura violada, herida y ultrajada. El poema tiene un tono melancólico:

Entre las conchas de mejillón azul cuervo, una sigue

amoldando  los montones de ceniza;

se abre y se cierra como

un

abanico herido.

 

Los peces que dan título al poema han desaparecido en ese mar que pasa de ser líquido a sólido: “Los percebes incrustados en el costado/de la ola” y a líquido otra vez: “(…) El agua abre una cuña/de hierro en el borde de hierro/del acantilado, (…)”

 

Los peces de Moore atraviesan un paisaje que ¿el tiempo? ¿el agua? alimentan y destruyen; también está el paso de la mano del hombre:

 

Todas

las marcas

externas del abuso están presentes en este

desafiante edificio,

todas las características físicas del

ac-

cidente: ausencia

de cornisa, hendiduras de dinamita, quemaduras y

golpes de hacha, (…)

 

Como el niño-pez, este paisaje se mueve entre la construcción y la demolición, la resistencia y la debilidad, el cuidado y el descuido. El niño, salvo la herida en el labio, no muestras signos de violencia: “pero no quería, bajo ningún concepto, mojar la sábana”.

 

El pez de Elizabeth Bishop, entre orgánico, arquitectónico o antropomórfico:

 

Su piel marrón colgaba en tiras

como de antiguo papel pintado

y el dibujo, de marrón más oscuro,

era como de papel pintado:

figuras como rosas abiertas

descoloridas y ajadas por el tiempo.

(…)

 

es liberado por la pescadora –en un acto ¿piadoso?– cuya mirada ha sido atrapada por un repentino arcoíris “desde el charco del pantoque (…) alrededor del motor oxidado”. Pero el “arte” de la pesca es distinto, ordinario y cruel en Etxenike, una visión habitual para los niños que crecieron en los sesenta a orillas del Cantábrico:

Muchos pescadores mataban al pez antes de quitarle el anzuelo.

Le pegaban con el alicate en el morro,

o con el canto de la mano detrás de los ojos.

Algunos incluso lo tapaban con un trapo antes de darle el golpe.

Mi abuelo no.

Nada de eso.

Y después de quitarles el anzuelo, los metía en un cubo con un poco

de agua.

Se trataba de que los peces aguantaran frescos el mayor tiempo posible.

 

No se sabe lo que hace el abuelo después con los peces, salvo eso, procurar que vivan un poco más. El niño es liberado para volver a ser pescado. Pero para sobrevivir tiene que inventar un “método”, pensar que las ideas de las cosas o de los hechos, son abstractas, son diferentes de las cosas. El niño se sujeta en una forma sintética de la realidad.

 

No importa la edad que tengas,

lo que te hace crecer es la abstracción.

Más allá de la realidad sensible, la comprensión fría, indiferente, de

lo que sucede.

(…)

la comprensión de la duplicidad.

De la simultaneidad del mundo y su reverso.

Su negativo.

Un niño no se lo explica así, pero sabe perfectamente en qué lado se

 

Comienza a guarecerse a partir del momento en que ve;  “El pescador siempre lleva un farol o una linterna. / El pez tiene que ver”. El ve, pero no habla. No lo contará nunca, porque la convención del lenguaje permite la ocultación y la mentira, los dobleces. Para los adultos, ir de pesca con el abuelo es sano, es ir a tomar aire fresco. Tampoco dirá nada porque se siente culpable y cómplice; no cuenta nada a sus padres porque se ha asimilado a los peces y entiende que él también es uno de ellos. Ve a otros niños de la mano de abuelos y se consuela pensando que son como él. Más tarde se avergüenza de haberlo pensado: “La agonía es única”.

 

Está la marca que la pesca deja en el niño:

 

El niño llega a la edad adulta pensando que la huella

y que el mar son cuatro gotas en un cubo:

¿Cómo va a saber un niño de nueve años lo que significa una huella?

Yo sólo me fijaba en las cuatro gotas del cubo, ignorante de que aquella

reducción no era puntual y avanzaría conmigo.

Un niño no sabe la extensión de la huella, pero puede presentir su

alcance.

 

No es explícito el trabajo hasta llegar a la consciencia. El niño ve la marca en la edad adulta e imaginamos la introspección y la regresión. El método, al contrario de lo que sugieren otros – avance, progreso- invierte el orden y consiste en volver hacia atrás, en enfrentarse a la mancha, al borrón, a lo que truncó o desvió el curso de las cosas, y llegar al antes de que algo fuera forzado con violencia.

 

Un mono y otros peces aparecen en el río de los primeros párrafos de Zama (1956) de Antonio Di Benedetto. Un mono muerto se mece en las aguas y su cadáver no puede fluir por estar enganchado a un muelle; y hay un tipo de pez que el río no quiere, que tiene que vivir en los márgenes, no puede nadar por el centro. El mono ha conseguido el río dejando de serlo, el pez no puede serlo a sus anchas, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas. Ambos están “apegados al elemento que los repele”. También el acantilado de Marianne Moore está anclado en el mar, se deja azotar por él, encadenados ambos:

 

(…) el abismo está

muerto.

La evidencia

repetida prueba que puede vivir

a costa de lo que no puede revivir

su juventud. El mar envejece en de él.

 

Nada le puede devolver al niño lo que perdió. No se sabe si, como los peces en Zama, nadará siempre en los márgenes o conseguirá vivir en medio de las aguas, nadar en un medio que considere menos ajeno, seguir un curso más plácido, aunque parece como si fuera hacia ahí, hacia la abstracción o la música o la poesía. El trabajo consiste en volver a aquel domingo, al día anterior a todo, en recuperar “el agua pura sin pesca de la víspera”.

 

Referencias:

El arte de la pesca, Luisa Etxenike (El Gallo de Oro, Donostia, 2015).

Zama, Antonio Di Bendetto (Adriana Hidalgo, Buenos Aires).

«El Pez», Elizabeth Bishop (Complete Poems. Noonday Press, 1983).

«Los peces», Marianne Moore (Complete Poems. Faber & Faber, 1984)


 

Acerca de la autora:

Eli Tolaretxipi (San Sebastián, 1962) es poeta, profesora y traductora. Ha escrito los libros de poemas Amor Muerto / Naturaleza Muerta, Los lazos del número, El especulador y Edgar. Ha traducido, entre otros autores, a Sylvia Plath, Elizabeth Bishop, Menna Elfyn, Aurelia Arkotxa, Tess Gallagher, Lydia Flemm y Patti Smith.
Su último trabajo es Mira cómo se hunde, publicado dentro de la serie colectiva Destrucción y Construcción del Territorio, (Universidad Complutense de Madrid). Su obra ha sido traducida en Francia e Inglaterra y sus poemas han sido incluidos en diversas antologías. Ha publicado poemas en Elgacena, Malavoglia (Italia), Factorum, Cuadernos de Matemáticas, Periplo (México) y Turia. También ha colaborado con artículos en otras revistas culturales como Quimera y Ficciones.

 

* Las traducciones de E. Bishop y M. Moore son de Eli Tolaretxipi.

 

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