Fotograma de Elephant (2003) de Gus Van Sant

Un buen día, Pierre Anthon, un niño que va al colegio en un pueblo danés cualquiera, decide que nada tiene relevancia. Se sube a un árbol y desde allí pontifica su credo: nada importa. Sus compañeros, que tienen que soportar el constante proselitismo de Pierre Anthon, se hartan un día y deciden probarle que está equivocado. La manera de hacerlo es simple: crear un “montón” de significado. Uno por uno, los compañeros de Pierre Anthon le añadirán a esta pila significativa algo que para ellos signifique algo. La última persona en sumarle algo al montón podrá decidir qué tendrá que entregar el siguiente contribuyente.

 

Esta es la premisa del libro Nada, de la danesa Janne Teller, publicado por primera vez en el 2000; una novela que generó extensos debates por años debido su comercialización como “novela para adolescentes”, a pesar de su contenido moral complicado e incluso lúgubre.

 

Porque es que el montón de significado comienza con elementos inofensivos, como un par de sandalias o una caña de pescar. Pero al avanzar la trama, y la búsqueda por probarle a Pierre Anthon (y a sí mismos) que en la vida sí hay significado, estos jóvenes comienzan a entregarle a la pila cosas que hacen que la dinámica deje de ser solo un juego inocente: la dignidad, la virginidad e incluso la vida. En su afán por probar la existencia de significado, el grupo de niños fuerza a cada uno de sus miembros a desprenderse de algo de verdadera relevancia para ellos. Pero, al hacerlo, logran justamente lo contrario a su objetivo: incluso las partes más importantes de sus vidas pueden ser desechadas y apiladas por simple presión social.

 

No hay redención. Ni siquiera cuando un famoso museo les pide comprar el montón de significado –los objetos significativamente representativos apilados, al haber sido separados de sus dueños, se han re-significado por lo grotesco de su historia y han perdido su valor original. Y, peor aún: a Pierre todo esto le parece un montón de sinsentido.

 

Nada se cuenta casi como una parábola (Teller dice que es “como un cuento de hadas moderno”), una alegoría de los dilemas filosóficos del nihilismo y el existencialismo; una historia tan absurda que no podría ocurrir en la vida real.

 

 

El 18 de enero de este año, un joven de 15 años de Monterrey, México, comenzó a disparar contra sus compañeros del Colegio Americano del Noroeste. Hirió a cuatro personas y luego se suicidó con un disparo a la barbilla.

 

Muchas teorías surgieron para intentar explicar este tiroteo escolar, como la situación desesperada de violencia en el norte de México, o la influencia de videojuegos y otros productos mediáticos violentos. Sin embargo, pronto se estableció que el perpetrador, Federico Guevara, pertenecía a uno de varios grupos conocidos como “Legión Holk”. Estos son grupos en Internet, principalmente en Facebook, donde varias personas –sobre todo jóvenes y sobre todo mexicanos– se reúnen para organizar “trolleos” y retarse entre sí para cometer actos que trastornen la vida de otras personas.

 

Pero, a pesar de su aparente anarquismo y la proliferación de varias versiones con nombres diferentes, estos diversos grupos se rigen por algunas reglas, entre las cuales destacan dos en particular: No hay que mostrarse necesitado de recibir atención y No se puede rechazar un reto. La penalidad para cualquiera que rompa alguna de estas reglas (o prácticamente cualquiera de las otras) es ser “banneado”, es decir, ser expulsado del grupo.

 

Así que Federico fue retado a cometer una masacre en su escuela, y eso fue lo que hizo. Al día siguiente, los miembros de la Legión Holk comenzaron a publicar el hashtag #MásMasacresEnMéxico en redes sociales, y en uno de sus grupos apareció el siguiente mensaje: “Él ya sabía que no cumplir retos es ban. Reglas son reglas”. Federico murió (y por poco asesina a sus compañeros) por no ser banneado, por cumplir con las reglas del grupo y honrar su significado.

 

¿Qué quiere decir esto? ¿Fue el resultado de su crianza? ¿Culpa de malos padres? ¿De la influencia negativa de las redes sociales? ¿Del estrés traumático de vivir en un país en guerra consigo mismo? Mientras psicólogos y psiquiatras discuten estas y otras posibilidades, de lo único de lo que podemos estar seguros es de que, dentro de estos grupos, hay algo que sus miembros consideran más significativo que la vida misma.

 

 

En mi infancia y adolescencia en Bogotá, Colombia, crecí viendo, prácticamente todos los días, noticias de masacres, atentados y muertes. La violencia era cotidiana y, aunque la vivía casi completamente mediada por noticieros y periódicos, y casi nunca de manera directa, era una presencia constante que se infiltraba en cada aspecto de mi vida.

 

La violencia era, podría decir, parte de mi identidad. Dictaba mis pensamientos y mis decisiones, así yo no quisiere enfrentarlo. ¿A dónde puedo ir sin ponerme en riesgo? ¿Qué estoy haciendo con mi vida que pueda cambiar la violencia a mi alrededor? ¿Cómo puedo explicar mi existencia en este lugar absurdo, que por poco colapsa por completo justo antes de que yo naciera?

 

La generación anterior de mi familia vivió esta violencia en la práctica: fueron secuestrados, fueron asesinados, muchos de sus trabajos consistían en intentar dar con alguna manera de derrotar a los causantes de este caos. Pero para mí esto se convirtió en un miedo tan interiorizado como meramente conceptual.

 

Escuché explotar tres bombas cerca a mi casa. Una de ellas destruyó el edificio de un club social y mató a 36 personas. Al día siguiente fui al colegio, como si todo siguiera igual, y esa mañana la ruta escolar pasó frente a las ruinas del edificio, aún humeantes. La última bomba que escuché explotó a las cinco de la mañana. Me desperté por el ruido, pensé “acaba de estallar una bomba”, me volteé y seguí durmiendo. Ya más tarde podría averiguar de qué se había tratado.

 

Pienso en Federico en Monterrey, y en cómo debe haber vivido una experiencia similar –pero amplificada miles de veces por la ubicuidad de los medios (tanto por los oficiales de comunicación como por las redes sociales, por los grupos cerrados, por los sistemas de mensajería instantánea, y un largo etcétera). ¿Cómo escapar de la violencia? ¿Cómo lidiar con ella? ¿Cómo lidiar con la idea –quizás absurda, quizás no– de que estamos condenados a ser moldeados por ella?

 

 

¿Por qué los miembros de la Legión Holk hacen lo que hacen? Tal vez se trata de un ansia por ganarse el respeto de sus pares, o el afán por pertenecer a un grupo exclusivo sin importar el fin de dicho club. O quizás por darle sentido a sus vidas, por entregarse a un orden que, aunque descabellado y dañino, les otorgue una alternativa mejor que la realidad absurda a la que tienen que enfrentarse cada día.

 

En una entrevista en la que le preguntaron por la similitud entre Nada y el clásico El señor de las moscas de William Golding (en el que un grupo de niños atrapados en una isla desierta forman un gobierno que resulta inhumano y cruel), Teller respondió que: “Mientras los niños de Golding están perdidos porque van más allá de las normas aceptadas por la sociedad, los adolescentes de mi novela van en búsqueda de valores mejores de los ofrecidos por la sociedad, algo positivo».

 

Quizás esto aplique, de una manera retorcida, a Federico y otros tantos legionarios. La violencia, sin que te toque directamente, puede aplastar tu capacidad de tener esperanzas. Te puede hacer creer que nada bueno puede salir del lugar de donde vienes. Yo fui afortunado y, a pesar de todo, he tenido una vida alegre y privilegiada, ¿pero qué hay de quienes no han tenido esta suerte? Apenas puedo imaginar la obsesión de Federico con encontrar ese significado más relevante que los valores que le ofrecía su sociedad. Pero puedo imaginar cómo el subvertir las reglas, incluso de esa manera tan cruel, pudo haber tenido sentido para él.

 

Cuando el mundo no te da nada, cualquier cosa es cariño.


 

Sobre el autor:
 
Pablo Medina Uribe es un escritor y periodista colombiano que ha publicado en medios en español, inglés e italiano. En 2012 publicó su primer libro, Historias del fin del mundo, en la editorial Intermedio de Colombia. El año siguiente publicó el libro digital Mincho y actualmente está trabajando en su libro multimedia e interactivo, Cosmos.

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