Ábreme la vena
abundante…
que la tengo estrecha
Déjame una brecha
deja que me dure
el goce
del hombre delante

María Calcaño. Deseo (1935)

 

Hay discursos que dejan entrever los rasgos estructurantes de una época. “La verdad” de un tiempo se da a conocer menos por sus ordenamientos simbólicos que por sus manifestaciones en el cuerpo. Aunque ambas claves son inseparables para pensar una determinada cultura, una diferencia sustancial las determina. La primera se sitúa en la dimensión arbitraria del sentido (un orden establecido); la segunda, en cambio, obedece al goce del cuerpo (las manifestaciones singulares que en él se suscitan). Recordemos que Freud inventó el psicoanálisis a partir de las manifestaciones en el cuerpo de sus pacientes histéricas, pre-diagnosticadas por la ciencia victoriana como “enfermas de nerviosidad”. Lo que descubre Freud es que detrás de las parálisis corporales, las conversiones y la mudez de estas pacientes, estaba un cuerpo respondiendo a las imposiciones simbólicas de una época, imposiciones que pasaban por una contención brutal –aún más hacia las mujeres– del impulso sexual.

 

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Gracias a este decir nuevo es que Freud le dio a la sexualidad su estatuto de marca referencial, y es que toda represión insiste en ponerle coto al goce pulsional (si fuésemos animales, diríamos instintivo) del cuerpo. El ingenio de su descubrimiento fue demostrar que la descarga libidinal que produce el encuentro con la sexualidad (esto incluye el sexo, pero también todo encuentro del sujeto con su propio sexo y con el otro ser sexuado; es decir, todo encuentro con un cuerpo) no desaparece en el ejercicio de la represión, sino que permanece en el cuerpo –inconscientemente– hasta que logra localizarse y producir su descarga de alguna manera. Esta descarga oscila siempre entre la palabra y el cuerpo. Es el lugar que el psicoanálisis le da al malestar que encubre esta condición de ser seres del lenguaje.

 

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Pero si el discurso que ordenaba la sexualidad e insistía en ponerle barreras al goce del cuerpo fue la clave en el tiempo de Freud para situar el malestar de una época, ¿qué se puede decir de esta, la nuestra, que, al contrario, insiste en invitarnos a consumir ilimitadamente imágenes de cuerpos que gozan? El porno es uno de los discursos que da fuerza a esta pregunta y que muestra que, efectivamente, estamos frente a un cambio de época. Es el apunte de Jacques-Alain Miller (discípulo de Lacan y guía del movimiento psicoanalítico contemporáneo de orientación lacaniana) al preguntarse: ¿Cómo no vamos a pensar en una idea de ruptura, si Freud inventó el psicoanálisis bajo la égida de la moral victoriana, mientras que este tiempo conoce la difusión masiva del porno? Para Miller, el porno es sólo «coito exhibido, hecho espectáculo, accesible para cada cual en Internet con un simple click de ratón (…) No hay mejor muestra de la ausencia de relación sexual en lo real que la profusión imaginaria de cuerpos entregados a darse y aferrarse».[1]

 

Es verdad que la industria del porno ha sido uno de esos objetos de consumo que la permisiva época contemporánea ha producido para taponear la angustia que genera la dificultad de hacer lazo con el otro ser sexuado. Su potencia y bufonería está en que es un discurso tramado únicamente en torno al goce fálico, lo que es decir (simplificadamente), que la totalidad del placer se localiza en el órgano masculino (o en el objeto del fetiche), eje desde donde logran –o no– satisfacerse otros órganos, pero donde culmina siempre el estallido del placer. El lugar del falo no es necesariamente el pene, pero sí un único y delimitado lugar localizado. Sobre esto volveremos en un momento.

 

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Ahora les pido que abran a nuestra interacción el imaginario de su experiencia con el porno; podría ser más divertido.

 

Un fontanero va a una casa en la que lo recibe una rubia en paños cortos (en las primeras siempre eran rubias, la globalización ha permitido diversificar el mercado). Sin mediar palabras (como si el smooth jazz lo dijera todo), ella se encuentra dos minutos después propinándole sexo oral al fontanero. La ruda embestida del pene da muestra de que ambos están recibiendo inigualable placer. Ella grita (Oh, my God!) y se constata esta aseveración. La escena –que puede durar desde unos minutos (.gif para celulares) hasta una, dos o tres horas– acaba, usualmente, con el archiconocido cumshot: muestra de una verdadera e ideal faena sexual, cumpliendo así con la ficción de que hay relación sexual.

 

El porno se consume masivamente y uno podría decir que está hecho para hombres. Esta afirmación parece coincidir con la interpretación de la directora de cine adulto femenino Erika Lust, quien hace poco más de una década entró a la industria filmográfica del porno con una propuesta otra. A quienes no la conozcan, se las presento: erikalust.com. Le tocará al lector pasearse por el universo estético, sensorial, político y subjetivo que nos ofrece esta directora. Es vasto, complejo y, en palabras de Erika, esencial. Lust denuncia que el porno ha estado siempre en manos del discurso masculino; aún más: que no retrata el placer femenino y que las mujeres que encarnan su lugar en el film tradicional no parecen estar disfrutando demasiado. Esta politóloga graduada en la Universidad de Lund y especializada en Derechos Humanos y Feminismo, lleva adelante un proyecto estético-político de hacer un porno distinto, un porno hecho por mujeres, esto es –así lo define–: narrar con la cámara desde «un punto de vista femenino».[2]

 

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¿Es realmente esta propuesta estética-política un cine porno femenino? Siendo el discurso del porno mainstream tan predecible y, valiéndose este porno otro de los mismos formatos y, muy en el fondo, de la misma trama, ¿qué hace a este porno otro “femenino”? Por último, ¿cómo entender y qué nos dice esta noción de punto de vista femenino? Como contemplador de la obra de Lust, quisiera aventurarme a realizar algunas conjeturas teóricas.

 

Lust, cuya traducción del inglés tomamos como lujuria, es también una de las traducciones posibles en lengua germánica a la palabra goce. Esto, que no pasa de ser una divertida casualidad de lenguajes, es una maravillosa –al menos útil– forma de presentar nuestro argumento.

 

Para el psicoanálisis de orientación lacaniana, una cosa son los géneros (masculino y femenino) y otra lo relativo a la sexuación. Esta última dimensión determina la relación del sujeto sexuado con el lenguaje. Para Lacan, sólo hay dos formas de habitar el lenguaje en tanto ser sexuado: del lado del goce fálico o desde el goce femenino –pudiendo el sujeto ocupar una u otra posición en determinadas circunstancias. El goce fálico es el representante de la totalidad simbolizable (todo lo que se puede abarcar con palabras), del referente universal (el padre), ideal (el más poderoso, el mejor, el más arrecho), del Uno (lo único posible, contenido y limitado en la figura cerrada del círculo), de la regulación (la norma); es lo que mayormente se simboliza con la erección del órgano masculino y de ahí su referente –no literal, mas sí en tanto función– al falo. Se identifica como goce fálico aquello que se rige por estos principios.

 

El goce femenino u Otro goce es, en cambio, el goce que se encuentra más allá de su par fálico, que no es simbolizable (lo que no se puede decir con palabras), que no tiene referente preciso (que no puede ser universalizado), imposible de localizar en un órgano específico (sea el pene, la vagina u otro órgano), que se abre al vacío y no a la completitud o la totalidad (un círculo abierto por donde algo se fuga), que es ilimitado y escapa a toda regulación posible. Es un goce suplementario al goce fálico, esto es, que no lo excluye (no se contrapone); al contrario, es un goce no-todo porque va, como ya fue dicho, más allá del goce fálico. Cohabita con él pero va más allá de él. Si el goce fálico encarna la totalidad, el goce femenino hace lo propio como no-totalidad: es no-todo goce fálico.

 

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Para entender mejor esta elaboración, quizás valga la pena recurrir al mito de Tiresias. Cuenta Ovidio que una vez se hallaban Heras y Zeus discutiendo sobre quién sentía más placer en el sexo, si el hombre o la mujer. Tiresias, que pasaba casualmente por los predios del Olimpo, y en tanto había tenido la experiencia de haber encarnado ambos sexos, fue consultado en la disputa. Zeus defendía que la mujer experimentaba en el acto sexual mayor placer que el hombre; Heras, en cambio, sostenía lo contrario. Al increpar a Tiresias, éste respondió: “De diez partes, un hombre sólo goza de una”. Su respuesta, aun cuando ponía del lado de la mujer el pleno acceso al placer, ofendió hasta la irritación a Heras, quien lo juzgó y castigó dejándolo ciego, por haber tenido la simpleza de colocarle una medida al goce. Este ejemplo retrata muy bien la condición de no simbolizable, imposible de medir y regular del goce femenino.

 

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Carolina Rovere, psicoanalista lacaniana, plantea que lo femenino del goce no son las mujeres ni tampoco el feminismo, sino que es un lugar desde donde el goce del sujeto opera para nombrar tres elementos fundamentales que escapan a la función fálica: el vacío, lo ilimitado y la ausencia de referentes.[3] Este goce suplementario es adjudicado a la mujer por su propia relación con la ausencia del pene, órgano desde donde se ha desplegado en la cultura –al menos en la occidental– todo sistema referencial y de ordenamiento.

 

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Pero lo novedoso y profundamente volcado hacia lo subjetivo de esta apreciación psicoanalítica es que el goce de los sexos –por ser asunto del lenguaje y no de la biología– no lo establecen los géneros, sino que, en algunos casos, tanto un hombre como una mujer pueden ocupar en determinado momento el lugar de un goce o de otro. Lacan hablaba del goce que experimentaban los místicos como situado del lado del goce femenino. Este Otro goce es también dado eventualmente al universo de los hombres. Decía Lacan que un hombre enamorado es un hombre feminizado. Es también este goce –y aquí nuestro recorrido iza otra bandera– desde donde operan los artistas.

 

No pongo en duda –no quisiera terminar ciego yo– que la hazaña de Erika Lust al producir un cine porno, así lo siento, femenino, esté conducida por su proyecto estético-político feminista; sin embargo, mi conexión con lo femenino en su propuesta es en tanto se muestra como una obra de arte. Al vacío de significación, de condensación y medición del goce, Lust responde con el detalle: con la parte y no con el todo. Entre las escenas de sexo aparecen fugazmente pequeños encuadres de objetos, sombras, colores, fotografías por donde se escapa la localización imposible de ese Otro goce. Tendrán que experimentarlo, pero puedo testimoniar que mi encuentro con la tensión del contenido sexual me interroga (como lo hace el arte) en su sentido de significación: “¿Es esto porno o arte?” Si surge esta pregunta es porque Erika, efectivamente, ha logrado hacer pasar delante del referente (el porno mainstream) un carácter no simbolizable (no definible; cuando vemos porno mainstream sabemos qué es “porno mainstream”) que situamos del lado del arte. ¿Y quién puede dudar que es lo ilimitado, el vacío y, diría yo, no la falta «de» sino «en» el referente, lo que da y vectoriza el arte?

 

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El punto de vista femenino del que habla Erika, si queremos tomarnos otra atribución, se puede pensar como ese Otro goce, no simbolizable en tanto significante (donde entraría la función del falo o la idea de que, por ser femenino, este cine tendría que hacerse sobre pétalos de rosa), pero sí transmisible sensorialmente, como lo hace una obra de arte.

 

Uno podría distenderse metonímicamente y comenzar a ensayar significaciones: es femenino el cine de Lust porque los hombres que encarnan su rol en las escenas se ven abiertamente feminizados (sin decir amanerados) en la relación de su cuerpo con el cuerpo de la mujer. Es femenino porque la trama visual se detiene en detalles que agujerean la noción referencial del cine porno. Uno podría decir que es femenino porque es (como ella misma cuenta en su página web que le gusta concebir el porno) “bello, inteligente y divertido”. Lo cierto es que ese punto de vista femenino sólo se puede contemplar, ¡y vaya que produce su efecto!

 

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Así como Jacques-Alain Miller ha colocado el porno en el lugar de la técnica y el gadget, Giorgio Agamben ha hecho lo propio desde la filosofía. Para él, «Lo improfanable de la pornografía –todo improfanable– se funda sobre la captura y desvío de una intención auténticamente profanatoria. Por eso es necesario arrancar cada vez a los dispositivos –a todo dispositivo– la posibilidad de uso que ellos han capturado. La profanación de lo improfanable es el deber político de la próxima generación».[5] Detrás de esta efusiva conjetura del filósofo italiano resuena el ingenio femenino de Erika Lust, profanadora de lo improfanable.

 

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Si hubiese algún deber político para las próximas generaciones, es el de hacer de la vacuidad de lo totalitario y de la banalidad de las formas políticas contemporáneas, formas singulares de profanación.

 

Imágenes: © Erika Lust. Fotogramas extraídos de la serie X-Confessions.

 

Notas
[1] Miller, Jacques-Alain (2014) El inconsciente y el cuerpo hablante. Recuperado en: http://wapol.org/es/articulos/Template.asp?intTipoPagina=4&intPublicacion=13&intEdicion=9&intIdiomaPublicacion=1&intArticulo=2742&intIdiomaArticulo=1

 

[2] Léase también: Domínguez, Yolanda (2016) Entrevista a Erika Lust. Recuperado en:
http://www.huffingtonpost.es/yolanda-dominguez/entrevista-a-erika-lust-n_b_12385370.html?utm_hp_ref=spain&utm_hp_ref=spain

 

[3] Rovere, Carolina (2014) La belleza en la estética femenina. Recuperado en:
http://carasdelgocefemenino.blogspot.com/

 

[4] Lacan, Jacques (2014) Seminario 6. El deseo y su interpretación. Buenos Aires, Argentina: Paidós. Pág. 305.

 

[5] Agamben, Giorgio (2005) Elogio de la profanación. En Profanaciones. Buenos Aires, Argentina: Adriana Hidalgo editora. Pág. 119.

 


 

Sobre el autor:

Jordi Santiago Flores (Caracas, Venezuela) es investigador del Centro de Investigaciones Críticas y Socioculturales de la Universidad Simón Bolívar (CICSC-USB). Profesor de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Es tesista de doctorado en la línea de investigación Psicoanálisis y Ciencias Sociales del doctorado en Ciencias Sociales de la UCV. Sus campos de trabajo giran en torno al psicoanálisis, el arte y la política. Hace parte, en calidad de Asociado, de la Nueva Escuela Lacaniana, sede Caracas.

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