Nel viaggio, ignoti fra gente ignota, si impara in senso forte a essere Nessuno, si capisce concretamente di essere Nessuno. Proprio questo permette, in un luogo amato divenuto quasi fisicamente una parte o un prolungamento della propria persona, di dire, echeggiando don Chisciotte: qui io so chi sono.

Claudio Magris, L´infinito viaggiare.

 

Antes que se disipe el recuerdo de las islas, hemos decidido intentar revivir lo vivido, que en este caso no se trata de hablar de tal o cual calle, de tal o cual parque, de una exposición magnífica, un monumento absurdo o un lugar histórico, es otra cosa. Una isla siempre es algo ‘otro’, aunque estemos dentro de un museo, aunque una casa sea una casa y las calles sean parecidas a las continentales. Una isla, así como la rosa de Gertrud Stein, es una isla es una isla es una isla. Y aunque contiene la palabra, una península se aleja porque paene significa ‘casi’ y por ahí se agarra con una mano o un pie al continente y no alcanza a evocar la unidad insular. Porque la isla se levanta sin amarras aparentes, estacionada en ese gigante que nos acompleja.

 

El viaje a las islas fue una experiencia extraña, como un paseo a la raíz de un algo perdido, al comienzo o final de una ruptura continental, a un lugar único como una, sola, isola, isolated, isla, aislada. Un cuerpo que muestra su vientre levantado, que nace y muere en sí mismo, un ahogado que da a luz, el lugar por excelencia para levantar una cárcel y enterrar un tesoro. Las islas son fortalezas, castillos custodiados por monstruos marinos que surgen de la imagen de un trozo de tierra rodeado de agua.

 

©Ángela Bonadies
©Ángela Bonadies

La primera de las dos paradas que hicimos en el archipiélago toscano fue en la más grande, en l’isola d’Elba, a la que arribamos desde Piombino, después de tres horas en automóvil desde Florencia y una hora de trayecto en un tragheto de la casa Moby. Apenas leerlo, el nombre de la línea convocó a la gran ballena blanca, a Ismael, al capitán Ahab y su tripulación, aunque el cartel Moby Love colgado de un balcón del puente del barco rompiera por un momento el encanto de un viaje de aventuras. Pero, ¿por qué no? Velozmente giramos el timón del ánimo y decidimos asumirnos ‘Moby lovers’ y continuar disfrutando, panino y Moretti en mano, de esa obsesión compartida con Herman Melville, Philip Hoare y Ana Khan, entre otros.

 

El recorrido fue relajante: un mar dócil nos mecía sin tumbar el contenido de los vasos y nos permitía conversar y fotografiar, recibir la brisa y también balancear los ojos ante un mapa desplegado de la isla con forma de ballena. En este ondulante viaje nos acompañó Tosca y convirtió la crónica en un “three for the road”, lejos de la malicia romana de Scarpia y cerca de lo que fue una de las residencias de Napoleón. Pero Elba, eso lo confirmaríamos allí, es más un lugar que encierra pequeños tesoros secretos que grandes botines y leyendas épicas. Si Napoleón estuvo y se escapó, bien por él. Sin estridencias históricas, preferimos asumir el experimental non parto, non resto de Alighiero Boetti y su cartografía, y dibujar con la mano zurda algunos trayectos.

 

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©Ángela Bonadies

Dejamos atrás Florencia –con sus monumentos y nombres solemnes, con los turistas aplastando la cara a una cámara hirviente o agarrando un mástil que pesca un retrato– para centrarnos en las historias minúsculas que aparecieron apenas tocamos Portoferraio. Historias sin historia.

 

©Ángela Bonadies
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En una oficina anodina, recogimos la llave de la casita que alquilamos cerca de Magazzini. El recorrido desde Portoferraio no debía ser muy largo, pero en Elba todos los caminos te conducen a los mismos lugares, pero en distintos lapsos de tiempo. Lo que era un viaje de 15 minutos se convirtió en una circular odisea de hora y media. Una isla va distribuyendo perimetralmente sus salidas y unas y otras se parecen mucho. Las indicaciones que nos dieron, traducidas rudamente a un mundano español, eran algo así: pasen por el lado de una cerca larga con viñedos y crucen a la derecha donde aparece un gran letrero de un vino elbano, después de un rato doblen a la izquierda, cuando dejan atrás una arboleda.

 

Todo en Elba adentro es siembra, verde, tierra, pequeños cultivos, “orgánico” avant la lettre. Los toscanos no siguen modas de sembrar sin fertilizantes ni se apegan a las nuevas y viejas dietas redescubiertas y redistribuidas por los mercados varios, ellos son ecologistas porque sí, no usan fertilizantes ni químicos porque no, son naturistas porque la vida es natural y es un trato con la tierra que es así: el huerto, el producto fresco, los guacales reciclados, el pequeño tarantín en medio de un prado verde que vende vino, aceite, birra, verduras y fruta, sin letreros ni reivindicaciones ni estridencias, con mucho mal humor en ocasiones, por cualquier cosa… Porque esa forma de ser que hierve la sangre en algunos latinoamericanos nos viene en buena parte de ese apretón de dientes, gestualidad manual y golpes al aire de los italianos: tua sorella! Porque la madre no se toca en este matriarcado que empieza por el cultivo de la tierra.

 

©Ángela Bonadies
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Esa vuelta-en-pérdida de hora y media valió la pena. Cuánto olor. Dejando el mar que nos rodeaba, los campos también marinos se repetían en olas y nos conducían a un verde imparable. Pero había que dejar las visiones y las maletas e intentar llegar a nuestra casa temporal. Llamamos a nuestro anfitrión, quien nos respondió: ma perchè vi siete persi? È molto facile arrivare a casa! Sin duda para Roberto era muy fácil ubicar cada esquina de esa isla donde nació, creció y se quedó: él es uno de sus 32 mil y tantos habitantes.

 

©Ángela Bonadies
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La casa resultó ser sencilla y limpia, con una hermosa vista y con la maravillosa sorpresa de una ducha abierta y a la vez privada en el jardín. De allí trajimos recuerdos de rasguños de rama y alguna que otra picada infectada de araña: que no digan que es en el trópico donde los bichos atacan: en las colinas de la isla que flota entre el Mar Tirreno y el Mar de Liguria los insectos –y en particular las arañas– son contenedores de un veneno que no es ni dócil ni pasajero: lo asumimos como una invitación a quedarnos picadas y envenenadas por la isla, alternando anchoas, tomate, cerveza y vino con antibióticos.

 

Recorrimos, dados los pocos días, solo algunas playas y pueblos: Magazzini, Lacona, Laconella, Capo della Stella, Capoliveri, Topinetti. De Lacona salimos huyendo porque en pleno verano, con la canción del verano y los colores del verano, se diluía la magia de la isla para convertirla en una especie de crucero-encayado-en-arena musicalizado. Pum pum pum salía de los kioskos repletos de gente y vasos y arena, pam pam pam, y el naranja, el azul, el verde de los trajes de baño atragantado en los ojos, culos embutidos en lycras con banderas impresas, un sonido de regaettecnotón o de algún nuevo estilo musical incierto, toboganes y plataformas fosforescentes. ¿Qué pasó? ¿Cambiamos de canal? ¿Zapping playero? ¿Y la soledad y la isla-isola-sola? PUM PUM PUM por las cornetas vibrantes y nuestras caras en resonancia. ¿Para qué venir de tan lejos a pensar en islas como hilos musicales? Tanta gente en una orilla inclinada por el peso y el sonido resquebrajado de plásticos y pelotas y qué calor y las toallas y la gente en marea mientras el mar bosteza. ¿Qué busca la gente entre tanta gente? ¿Dónde quedaron los aislados? Una isla es una isla es una isla, sí Stein, pero è vero, es verano!

 

©Ángela Bonadies
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Como señala Magris, en el viaje, desconocidos entre gente desconocida, aprendemos en sentido fuerte a no ser Nadie y a saber, finalmente, quiénes somos. En un extremo del hacinamiento la isla se puede hundir y arrastrarnos al hueco, ser simplemente el lugar de veraneo de mucha gente, entre ella nosotras. “Nosotras” como algo que se diluye entre la gente y pasa a ser Nadie. Perdidas en el caos, perdido el contorno del lugar entre la multitud, viramos a otras playas menos sobreexpuestas, más solitarias, buscamos refugios para seguir siendo Nadie entre otros desconocidos más aislados y así poder pensar otra vez en el concepto “isla”.

 

Llegamos a otras orillas más placenteras donde la sensación que tuvimos es que la arquitectura se disolvía como continuidad de la naturaleza: muros que se pegan con plantas y piedras y caminos y monte y arena y gente que busca algún tesoro o atrapa mariposas o algo escondido como arañas, en el bosque pequeño pegado al mar o entre las rocas, sumergidos o a flote con las caras tapadas por trapos, hablando en plena orilla de Bergman arrastrada por el calor en Stromboli igual que Mangano por el hambre y la iluminación en Il miracolo, pensando en Rossellini y el sur -aunque esto es noroeste-, con las mascarillas colocadas para buscar algo aún enterrado y ver cara a cara a los peces, colocando piedras para construir un dibujo efímero que será arrastrado hacia afuera o adentro en un museo que dura lo que la marea permite y al día siguiente: volver y encontrar los mismos caminos empinados hacia abajo y luego subirlos, conscientes que la isla sigue allí aún cuando los veraneantes volvamos a nuestras rutinas, dejándola con sus piedras, su tierra, su mar, sus seres vivos y sus muertos.

 

©Ángela Bonadies
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